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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

jueves, 3 de enero de 2013

Poiné

De todas las horas que contenía el día, aquella podría llegar a ser la más inesperada de todas.

Un viento del oeste levantó una oleada de fina tierra del horizonte. Su falda desgarrada ondeaba ligeramente, sostenida por el cinturón de la mediana espada. El carcaj, sobre la espalda, estaba lleno de flechas talladas con especial atención, todas perfectas. Aquel era el día en el que nada podía ir mal.


Esperaba la orden mientras el sol amenazaba con hacer acto de apariencia. Una luz anaranjada asomaba por la colina, mientras el campamento respiraba aletargado. El resto de su clan estaba tras los bosques, esperando la orden de ataque. Ella era su señal.


Rápidamente, comenzó a bajar la colina, sorteando rocas y raíces prominentes. En apenas unos minutos estaba en el sitio planeado, especialmente elegido para no ser vista aun cuando las flechas silbaran en los oídos del comandante y sus tropas. Ahora sólo debía esperar a que ese bastardo saliera de su tienda tras haberse follado a la puta de ayer. Lentamente deslizó una flecha del carcaj hacia el pequeño soporte de sus dedos en el arco, en posición de disparo.


Aquel general había arrasado con su pueblo, con su vida. Todo aquello que alguna vez pudo planear se quemó en un crepitar constante. Toda su familia, sus amigos y el resto de la existencia arrasada por las llamas. Ahí comenzó su cólera, su grito eterno de venganza.


Para lograr su objetivo, lo mejor siempre había sido un grupo de mercenarios. Tan fácil como vienen, se van, pero son útiles para despejar el camino. Cuando quiso darse cuenta estaba en una orden de insurrectos inconformistas con la nueva política de destrucción. Y hoy, tan sólo debía cargarse al mayor cabrón de la legión, al rey de todo el maldito tablero.


Una flecha, rápida, directa a su objetivo. Más de diez años para aprender el perfeccionamiento de la técnica, junto al combate cuerpo a cuerpo y la propia defensa. Pasó de sentarse en el regazo de su madre las noches tormentosas a pasárselas en un lecho de paja afilando la espada, contando los días para que todo aquello acabara. Los hombres la tenían como uno más, parca en palabras pero directa en sus órdenes. Pronto la ascendieron a capataz del grupo, y cuando quiso darse cuenta estaba al frente de cincuenta hombres. Cincuenta espadas, una nimiedad en comparación con su objetivo, pero guiados por algo mucho más fuerte que la lealtad al superior.


Sabía que moriría en la contienda, porque esa era su guerra, y en ella vería muerto a su objetivo. Una vida en la soledad es una condena aprovechada por los mejores comandantes; los hombres que no tienen nada por lo que vivir son las perfectas espadas, los perfectos escudos y las perfectas almas que enfrentar a miles de inocentes. Ella perdió su vida entera, así que al menos debía perderla con honor. La venganza sólo conlleva más venganza, pero soñaba con el sabor de su sangre borbotando de su maldito y asqueroso cuello. Soñaba con chupar la verdadera gloria del hombre saciado.


Aquel no era su mundo, pero tampoco es el de nadie. De pequeña corría por los campos de trigo en primavera y ayudaba en las cosechas, haciendo mantequilla o cosiendo prendas viejas. Soñaba con casarse con un hombre que la hiciera feliz y con el que tuviera unos cuantos hijos. Lo más parecido habían sido unos cuantos hombres que la follaron contra la pared ignorando las cicatrices de su pecho y espalda, de sus músculos cuarteados o de su mirada fría y cargada de dolor permanente. 


Por fin, la tienda se abrió ligeramente. Una chica salió de la estancia subiéndose el vestido por completo, dejando entrever algunas marcas de violencia en los brazos y el cuello que seguramente no habían sido acordadas: “Maldito cabrón, sal de una puta vez para que pueda volarte la cabeza en una explosión de astillas”. Una vez más, la tela se sacudió hacia un lado, y salió el general, el destructor de su existencia, el creador de un alma más cegada por la ira y sed de venganza. Tensó el arco, escuchando el leve crujir de la cuerda. Recolocó la flecha mientras terminaba de tensar el brazo, moviendo el antebrazo del otro apuntando a la cabeza, siguiendo sus movimientos en dirección a las letrinas, más apartadas del resto de hombres. Era el momento en el que la seguridad era apenas un leve pestañeo de los adormilados del cambio de turno, en el que no querían molestar al superior tras su depravado y cuestionable episodio sexual. Justo cuando se preparaba para mear, soltó la flecha.


El resto fue historia. Cientos de gritos inundaron el campamento y las tropas de la joven arquera irrumpieron por sorpresa. El leve canturreo de los pájaros se sustituyó por la fuerte canción de los aceros entrechocando, los gritos ahogados y los últimos hálitos rematados por los puños de las espadas a modo de sanción espiritual. Salió de su escondrijo mientras sacaba el acero de su funda. Uno a uno sus combatientes caían en sencillos contraataques, iba preparada para algo mucho peor. Sus rivales estaban más confusos por hacer sido despertados hacía unos minutos que por la muerte de su general, y sus golpes apenas servían para su propia defensa. Ignoraba el magnicidio que se produjo casi al final de la batalla, pero tras más de treinta cadáveres en sus brazos no pudo dar el réquiem al comandante. Tal vez hubiera escapado, pero de ser así sería con un maldito tiro cerca de la clavícula gracias al imbécil que se cruzó en el momento justo. Maldijo cientos de veces mientras la contienda se inclinaba a favor de los insurrectos. Una victoria para el resto, pero no para ella.


Cuando apenas quedaban algunos cuerpos moribundos y cientos de cadáveres a lo largo y ancho del campamento, su tropa lo celebró con júbilo. La invitaron a unirse al festín, pero se limitó a coger uno de los caballos de la derrotada legión y salir trotando hacia lo más profundo de los bosques. Los árboles pasaban rápidamente, difuminados en una especie de línea continua de colores verdosos. Se sentía usurpada, tantos años planeando aquel sencillo ataque para que aquel mendigo sangrante anduviera deambulándose en algún lugar de aquel bosque. Ella se merecía escuchar sus últimas palabras mientras su corazón dejaba de latir entre sus brazos y sus ojos descansaran de aquel mundo. Ahora tan sólo estaba corriendo hacia ninguna parte buscando una pista que le podría llevar otra decena de años.


Sabía que todo aquello podía llegar a ser absurdo, pero el corazón manchado por la traición no entiende el más sencillo razonamiento. Las vidas despojadas sin algún tipo de motivo justificado comenzaron toda aquella masacre en la historia, y no parecía terminar hasta que los grandes murieran. Hasta que aquellas mentes controladoras exhalaran su último aliento ahogado por una daga clavada en la garganta, por un fuerte veneno en su copa o por una puta con otras intenciones. Tan sólo debía tener más paciencia, y seleccionar mejor sus ataques. Sería entonces cuando el mundo volvería a la paz, y cuando por fin ella podría descansar de toda aquella batalla sin fin.