Sentía
el cuerpo entumecido, como si me hubieran dado una paliza durante toda la
noche. La cara me ardía, y mis manos no parecían ser las mías cuando las miré
con el sol de la mañana. Inspiré hondo mientras intentaba incorporarme, y la
cabeza me dio mil vueltas. Este fue el inicio del fin.
Todo
ocurrió ayer, cuando se te antojó desvelarme todos tus secretos. Recuerdo que
estabas en la habitación, acababas de entrar al haber terminado de hablar por
teléfono y estabas de pie. Yo estaba tumbado en la cama, esperándote, sin
ningún tipo de idea en la cabeza. Sinceramente, recuerdo que tenía la mente en
blanco, a veces pienso que ojalá hubiera sospechado algo, pero no creo que
pueda ser capaz de matar a la buena fe de una estocada.
Te
hablé, preguntándote qué tal estabas. Me diste respuestas evasivas, ausente. Hasta
que por fin soltaste la bomba. Empezaste a hablar, y no te creía. Mi cuerpo se
quedó paralizado y mi mirada se clavó en la pared, oscurecida con los años.
Buscaba formas inexistentes en sus trazos mientras hablabas, una puta palabra
detrás de otra, encadenadas en un tono anecdótico. Como si todo hubiera sido
cuestión de años atrás, y no días, horas, minutos. Segundos.
Por
encima de tu monótono relato, advertí en que había algo más en la habitación.
Algo que estaba reptando por la cama, dejando escapar un suave sonido de deslizar
por las sábanas. Sentí que se me helaba la sangre, no podía ser. No ahora. Tú
continuabas contando tu relato, mirando al suelo, con una expresión
impertérrita. La serpiente ya estaba enrollándose en mi pie, subiendo por la
pierna. Estaba cálida, suave pero rígida, ascendía tranquila por mi cuerpo,
como si disfrutara del camino antes de llegar a la meta. Intenté decir algo,
mandarte callar, levantarme de una puta vez y salir de mi posición de
vulnerabilidad, pero ya era demasiado tarde.
Fue
entonces cuando dijiste “Ya sé lo que vas a hacer, no tengo perdón” cuando la
oscura cabeza de la serpiente estaba enfrente de la mía, abriendo ampliamente
la boca en lo que parecía una mueca de satisfacción. Apenas un segundo después,
sentí un fuerte mordisco en el cuello, dejándome sin aliento. Apenas pude hacer
nada más que exhalar un pequeño e inaudible suspiro mientras mi cuello crujía con
facilidad. La cuenta atrás había comenzado.
Apenas
tenía tiempo, así que me levanté rápidamente y comencé a vestirme, intentando
controlar mi respiración. Tú te sentaste en la cama, no sé si mirándome, sabe
Dios pensando qué. Recogí mis cosas en cuestión de minutos y salí de tu casa, cerrando
suavemente la puerta. Aquel día hacía niebla, y apenas llevaba una chaqueta
para protegerme del frío invernal. Mis pasos retumbaban en los grandes muros de
la urbanización mientras ansiaba salir de aquel complejo, evitando las miradas
de tus vecinos. Cuando salí de ahí, me temblaba el pulso, ya era demasiado
tarde, mucho había aguantado considerando que el mordisco fue en la yugular. El
mundo desapareció, y todo se volvió negro.
Inmediatamente
después, estaba de vuelta en aquella sala, precedida por la gigante puerta de
metal. Cerré los ojos con dolor, maldiciendo mi destino por volver a estar en aquel
lugar. No tenía ganas de repetir la misma escena, el mismo sufrimiento, la
misma humillación. Pensé que jamás volvería a asir aquel pomo, a empujar
fuertemente con el hombro, a sentir el crujido de las bisagras anteceder mi
llegada. La escena se iluminó levemente con el fuego crepitando en la chimenea,
dibujando la silueta del gran sillón opuesto a la puerta.
-
Siéntate
– dijo la voz rasgada oculta por el respaldo.
Me
acerqué tímidamente al centro de la sala, localizando una pequeña butaca puesta
al lado del gran sillón. Sentí una bola de nerviosismo subirme por la garganta,
pensé que no iba a poder articular palabra mientras me sentaba con lentitud.
-
Qué
haces aquí – preguntó como resultado de mi silencio, con un tono manchado por
el hastío.
-
Ha
pasado otra vez – respondí, con el labio temblando y los ojos vidriosos. El
tiempo pareció pararse mientras buscaba mil formas de poder justificar la ira
que ardía en sus ojos inútilmente.
-
Joder….
– susurró, llevándose la mano a la sien, dejando al fuego ocupar la habitación
con su melodía. A pesar de ser joven, en esos momentos tenía una expresión de
sufrimiento que sólo se consigue tras décadas de decepciones.
-
Lo
siento, te juro por Dios que…
-
Basta
– me interrumpió súbitamente. – Estoy harta de tus mierdas. Esto no se puede
hacer así, ¿En qué coño estabas pensando para ponernos en esta situación?
-
No
lo sé, pensé que esta vez sí que sería la definitiva…
-
¡¿Definitiva
dices?! – rugió mientras me miraba con los ojos ardiendo en ira – ¡¿Por qué
cojones iba a ser esta puta vez la definitiva, me lo podrías explicar?!
Una
fuerte bofetada sacudió mi cara, dejándome mirando a la otra punta de la
habitación. Me caí patéticamente de la butaca, dejando escapar un fuerte sollozo.
La oí resoplar, asqueada.
-
Estoy
hasta los cojones de esta mierda, te lo digo en serio.
-
Ya,
yo también, Ester.
-
No
creo que pueda aguantar muchas más de estas, seguro que lo entiendes. – dijo mientras
sacaba el cuchillo de la chaqueta. Le había dado tiempo a limpiarlo, junto a toda
la escena de la última vez. No me podía creer que fuera a tener que repetir
esto.
Me
levanté, aceptando su ofrecimiento y ayudándola a tumbarse suavemente en el
suelo. Su expresión se fue torciendo mientras miraba al techo, dejando escapar
unas pocas lágrimas. Con la mirada congelada, mi pulso pareció tranquilizarse
mientras desabotonaba su camisa, dejando ver la gran cicatriz de su pecho.
Apenas tenía unos años, y aún se podía ver el color rosáceo de la piel nueva
cruzar las dos grandes mitades de su pequeño cuerpo, de tono marmóreo. Los ojos
se me empañaron mientras sujetaba el cuchillo con ambas manos, clavándolo
lentamente cerca de su corazón, muy cerca, sintiendo con exactitud cada una de
las capas romperse a mi paso. Oí un grito, seguido de un sollozo desesperado.
Supe que ya era suficiente, y levanté el cuchillo limpiamente. Un montón de
sangre comenzó a salir a borbotones de aquella incisión de apenas unos centímetros
de largo, mientras sentía su cuerpo apagarse, quedando reducido a una pequeña
llama.
-
Lo
siento – pude decir entre lágrimas, viendo el dolor tiñendo sus pupilas.
-
Bueno,
son cosas que pasan – dijo en un susurro desgarrado, intentando quitarle peso. –
Ahora sólo queda cicatrizar, y esperar a que me vuelvas a dibujar otra fea
línea continuando esta.
-
Si
te puede servir de consuelo, mira esto – dije mientras me daba la vuelta,
quitándome la camiseta. La expresión de su cara se iluminó brevemente mientras
contemplaba a una pequeña serpiente blanca, clavada en mi hombro con firmeza.
-
¿Qué
hace ahí todavía? – pudo preguntar con interés.
-
Ni
yo mismo lo sé, me di cuenta al llegar aquí. Parece que esta vez puede haber un
poco más de esperanza.
-
Es
muy pequeña, no tiene ninguna posibilidad contra la otra…
-
¿Qué
más dará? – la interrumpí con suavidad. - ¿Algo hará, no?
-
Sí,
supongo que sí
Tan
sólo recuerdo que volví, dejándola en la oscuridad.