-

Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

domingo, 9 de diciembre de 2018

Duality

Desperté, corriendo las espesas cortinas con los brazos. Antes de llegar a abrir los ojos, las imágenes se sucedieron, unas detrás de otras, en una rápida secuencia teñida por recuerdos borrosos. Deseé que todo fuera un sueño, pero bruscamente, el mundo me trajo de vuelta a la realidad.

Sentía el cuerpo entumecido, como si me hubieran dado una paliza durante toda la noche. La cara me ardía, y mis manos no parecían ser las mías cuando las miré con el sol de la mañana. Inspiré hondo mientras intentaba incorporarme, y la cabeza me dio mil vueltas. Este fue el inicio del fin.

Todo ocurrió ayer, cuando se te antojó desvelarme todos tus secretos. Recuerdo que estabas en la habitación, acababas de entrar al haber terminado de hablar por teléfono y estabas de pie. Yo estaba tumbado en la cama, esperándote, sin ningún tipo de idea en la cabeza. Sinceramente, recuerdo que tenía la mente en blanco, a veces pienso que ojalá hubiera sospechado algo, pero no creo que pueda ser capaz de matar a la buena fe de una estocada.

Te hablé, preguntándote qué tal estabas. Me diste respuestas evasivas, ausente. Hasta que por fin soltaste la bomba. Empezaste a hablar, y no te creía. Mi cuerpo se quedó paralizado y mi mirada se clavó en la pared, oscurecida con los años. Buscaba formas inexistentes en sus trazos mientras hablabas, una puta palabra detrás de otra, encadenadas en un tono anecdótico. Como si todo hubiera sido cuestión de años atrás, y no días, horas, minutos. Segundos.

Por encima de tu monótono relato, advertí en que había algo más en la habitación. Algo que estaba reptando por la cama, dejando escapar un suave sonido de deslizar por las sábanas. Sentí que se me helaba la sangre, no podía ser. No ahora. Tú continuabas contando tu relato, mirando al suelo, con una expresión impertérrita. La serpiente ya estaba enrollándose en mi pie, subiendo por la pierna. Estaba cálida, suave pero rígida, ascendía tranquila por mi cuerpo, como si disfrutara del camino antes de llegar a la meta. Intenté decir algo, mandarte callar, levantarme de una puta vez y salir de mi posición de vulnerabilidad, pero ya era demasiado tarde.

Fue entonces cuando dijiste “Ya sé lo que vas a hacer, no tengo perdón” cuando la oscura cabeza de la serpiente estaba enfrente de la mía, abriendo ampliamente la boca en lo que parecía una mueca de satisfacción. Apenas un segundo después, sentí un fuerte mordisco en el cuello, dejándome sin aliento. Apenas pude hacer nada más que exhalar un pequeño e inaudible suspiro mientras mi cuello crujía con facilidad. La cuenta atrás había comenzado.

Apenas tenía tiempo, así que me levanté rápidamente y comencé a vestirme, intentando controlar mi respiración. Tú te sentaste en la cama, no sé si mirándome, sabe Dios pensando qué. Recogí mis cosas en cuestión de minutos y salí de tu casa, cerrando suavemente la puerta. Aquel día hacía niebla, y apenas llevaba una chaqueta para protegerme del frío invernal. Mis pasos retumbaban en los grandes muros de la urbanización mientras ansiaba salir de aquel complejo, evitando las miradas de tus vecinos. Cuando salí de ahí, me temblaba el pulso, ya era demasiado tarde, mucho había aguantado considerando que el mordisco fue en la yugular. El mundo desapareció, y todo se volvió negro.

Inmediatamente después, estaba de vuelta en aquella sala, precedida por la gigante puerta de metal. Cerré los ojos con dolor, maldiciendo mi destino por volver a estar en aquel lugar. No tenía ganas de repetir la misma escena, el mismo sufrimiento, la misma humillación. Pensé que jamás volvería a asir aquel pomo, a empujar fuertemente con el hombro, a sentir el crujido de las bisagras anteceder mi llegada. La escena se iluminó levemente con el fuego crepitando en la chimenea, dibujando la silueta del gran sillón opuesto a la puerta.

-          Siéntate – dijo la voz rasgada oculta por el respaldo.

Me acerqué tímidamente al centro de la sala, localizando una pequeña butaca puesta al lado del gran sillón. Sentí una bola de nerviosismo subirme por la garganta, pensé que no iba a poder articular palabra mientras me sentaba con lentitud.

-          Qué haces aquí – preguntó como resultado de mi silencio, con un tono manchado por el hastío.
-          Ha pasado otra vez – respondí, con el labio temblando y los ojos vidriosos. El tiempo pareció pararse mientras buscaba mil formas de poder justificar la ira que ardía en sus ojos inútilmente.

-          Joder…. – susurró, llevándose la mano a la sien, dejando al fuego ocupar la habitación con su melodía. A pesar de ser joven, en esos momentos tenía una expresión de sufrimiento que sólo se consigue tras décadas de decepciones.

-          Lo siento, te juro por Dios que…

-          Basta – me interrumpió súbitamente. – Estoy harta de tus mierdas. Esto no se puede hacer así, ¿En qué coño estabas pensando para ponernos en esta situación?

-          No lo sé, pensé que esta vez sí que sería la definitiva…

-          ¡¿Definitiva dices?! – rugió mientras me miraba con los ojos ardiendo en ira – ¡¿Por qué cojones iba a ser esta puta vez la definitiva, me lo podrías explicar?!

Una fuerte bofetada sacudió mi cara, dejándome mirando a la otra punta de la habitación. Me caí patéticamente de la butaca, dejando escapar un fuerte sollozo. La oí resoplar, asqueada.

-          Estoy hasta los cojones de esta mierda, te lo digo en serio.

-          Ya, yo también, Ester.

-          No creo que pueda aguantar muchas más de estas, seguro que lo entiendes. – dijo mientras sacaba el cuchillo de la chaqueta. Le había dado tiempo a limpiarlo, junto a toda la escena de la última vez. No me podía creer que fuera a tener que repetir esto.

Me levanté, aceptando su ofrecimiento y ayudándola a tumbarse suavemente en el suelo. Su expresión se fue torciendo mientras miraba al techo, dejando escapar unas pocas lágrimas. Con la mirada congelada, mi pulso pareció tranquilizarse mientras desabotonaba su camisa, dejando ver la gran cicatriz de su pecho. Apenas tenía unos años, y aún se podía ver el color rosáceo de la piel nueva cruzar las dos grandes mitades de su pequeño cuerpo, de tono marmóreo. Los ojos se me empañaron mientras sujetaba el cuchillo con ambas manos, clavándolo lentamente cerca de su corazón, muy cerca, sintiendo con exactitud cada una de las capas romperse a mi paso. Oí un grito, seguido de un sollozo desesperado. Supe que ya era suficiente, y levanté el cuchillo limpiamente. Un montón de sangre comenzó a salir a borbotones de aquella incisión de apenas unos centímetros de largo, mientras sentía su cuerpo apagarse, quedando reducido a una pequeña llama.

-          Lo siento – pude decir entre lágrimas, viendo el dolor tiñendo sus pupilas.

-          Bueno, son cosas que pasan – dijo en un susurro desgarrado, intentando quitarle peso. – Ahora sólo queda cicatrizar, y esperar a que me vuelvas a dibujar otra fea línea continuando esta.

-          Si te puede servir de consuelo, mira esto – dije mientras me daba la vuelta, quitándome la camiseta. La expresión de su cara se iluminó brevemente mientras contemplaba a una pequeña serpiente blanca, clavada en mi hombro con firmeza.

-          ¿Qué hace ahí todavía? – pudo preguntar con interés.

-          Ni yo mismo lo sé, me di cuenta al llegar aquí. Parece que esta vez puede haber un poco más de esperanza.

-          Es muy pequeña, no tiene ninguna posibilidad contra la otra…

-          ¿Qué más dará? – la interrumpí con suavidad. - ¿Algo hará, no?

-          Sí, supongo que sí

Tan sólo recuerdo que volví, dejándola en la oscuridad.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Dreams

Espejismos de su mirada. Visiones que se cruzaban nada más cerrar los ojos.

Sentir una fuerza que rebota en mi pecho, haciéndome perder la consciencia. Ansiar su contacto, notar a la gravedad erizarse con cada respiración. Recorrer cada duna del desierto con la mano, deslizándose la arena entre mis dedos con una cálida suavidad. Grabarme a fuego el camino hacia su alma, bañada por la blanca luz de la noche. Pensar que nada en este puñetero mundo puede hacerme sentir este fuego que arde en mi corazón.

Un empujón anónimo me devolvió a la realidad. Abrí los ojos, hastiado. La humedad se respiraba en el ambiente, que teñía de un nubloso gris los rostros, permanentemente orientados hacia ninguna parte. Dejé caer la cabeza hacia atrás, devolviéndome el mugroso techo a la triste realidad.

Qué es el amor, nos preguntamos constantemente cuando nos vemos reflejados en los ojos de otra persona. Qué es lo que nos prometen las películas perfectas, donde dos personas se prometen fidelidad, respeto y admiración eterna, adivinándose los pensamientos, aspiraciones y en general la puta forma de vida. Qué coño es eso que nunca he llegado a asir, escurriéndose con cada palabra condenada, con cada caricia pintada con la fecha de caducidad tatuada al dorso. Por qué se me ha prometido una felicidad que no existe.

Una parada tras otra, las puertas se abren bruscamente, y unas cuantas personas dejan el vagón para dar lugar a otras, que buscan con rapidez un asiento donde poder abandonar sus pensamientos. Siento que la cabeza me pesa, tirándome hacia el suelo, teniendo que hacer un enorme esfuerzo para mantenerla entre mis hombros. Enfrente se sientan dos jóvenes entre risas, no soltándose nunca la mano. La chica pone sus piernas encima de las del joven, que las acaricia intentando darles calor con ternura. El puto amor comienza a desprenderse de sus ojos, unidos por un hilo invisible. Cuánto durarán esas miradas. Un fuerte sabor amargo me sube a la lengua. Necesito un cigarro.

Se nos ha dado la vida para vivirla, valga la redundancia. Nacemos, crecemos en el seno de nuestra familia, que nos enseña los valores con los que quiere que nos enfrentemos al mundo. A los pocos años creamos distancia con el centro de la Tierra y comenzamos a cuestionarnos nuestros dogmas, a pensar que por algún motivo estamos en este mundo y tenemos que hacer que valga la pena. Pronto algunas amistades se tornan demasiado intensas, y empezamos a rozar sentimientos peligrosos, de aquellos que tienen el filo más cortante. Si tenemos suerte, aprendemos lo que es el amor con una persona que nos quiere, que nos admira y que cada noche se va a dormir con tu imagen resplandeciendo en el subconsciente. Si no tenemos tanta, nos toca entregar nuestro corazón a ciegas andando sobre el abismo, rezando porque no le hagan daño. Si tenemos suerte, nos hacen la primera herida en una época en la que cicatrizar no es tan complicado. En todo caso, las cicatrices van creando patrones irregulares en su forma.

Llega mi parada, me levanto con lentitud, sintiendo mi cuerpo entumecido por el frío. Me arrebujo en la bufanda como símbolo preparatorio de la salida a los grandes túneles subterráneos. Las puertas vuelven a abrirse con un estruendo, y salgo mirándome a los pies. Recorro los pasillos junto con una corriente oscura que con sus pasos crea un concierto digno de un desfile militar protagonizado por borrachos. Subo las escaleras, y la luz me da la bienvenida un día más con una fría bofetada en la cara. Antes de dejar de sentir las manos saco el paquete de tabaco y el mechero mientras me alejo de la estación. A los pocos minutos llego a las enormes puertas del gran edificio de cemento situado en el corazón empresarial. Enciendo el cigarro, aspiro con ansiedad, y me apoyo en la pared suavemente mientras siento el aire contaminado salir de mis pulmones, no sin antes dejar una sólida capa de negrura junto con una oleada de satisfacción.

Siento que nunca la entiendo, y que no la entenderé jamás. Siento que cuando abro una puerta y comienzo a andar, me la encuentro en medio del camino, andando en el sentido opuesto. Intento hablar con ella, preguntarle a dónde va, y si puedo acompañarla. Pero nunca me dice nada, nunca me deja meterme en su mente. Siento que estoy al lado de un jodido fantasma.

Es en estos momentos cuando sólo me queda preguntarme, por qué. Por qué siento una fuerza irremediable que me empuja a seguirte. Por qué lo daría todo por poder tenerte entre mis brazos por la noche, sintiendo tu cálida presencia abrigarme durante la noche de una manera que nunca podré sustituir. Por qué lucho por tu sonrisa, por qué sufro con tus tristezas, por qué mi corazón ansía tus palabras. Por qué amo a un jodido fantasma.

Lentamente el cigarro se consumió, quedándose reducido a ceniza. Dejé caer un suspiro junto con la colilla, pisándolos ambos con la punta del zapato. Me metí las manos en los bolsillos del abrigo, buscando un poco de calor en las costuras mientras las grandes puertas se deslizaban en silencio, dejándome entrar en la oscuridad.

domingo, 14 de octubre de 2018

Shadowboxing

Vamos a dejarnos de mierdas, de hablar del tiempo, del ambiente, ni hostias. No hace falta contextualización.

Estamos las dos solas, vale. En un espacio completamente vacío, oscuro, sin nada de lo que hablar. 

Estás desnuda.

Completamente expuesta, como a mí me gusta.

Me miras asustada, porque obviamente me tienes miedo. Sólo vienes aquí cuando no tienes defensas, qué ironía. Puedes estar en el tren, en el autobús, andando por la calle, en tu puta casa o en la de otro, que en cuanto aparece una mínima idea en tu cabeza ya me dejas entrar, reptando lentamente por tu pierna. Como por arte de magia, a los pocos segundos ya estás por aquí.

Tras tantas veces juntas, ya ni te doy unos guantes o algo con lo que atacarme, sé que vienes a recibir; tal es tu estado de derrota que ni se te pasa por la cabeza rozarme con un dedo.

Me acerco, un paso tras otro, hasta tenerte a dos centímetros. Puedo sentir tu respiración agitada, tus ojos entrecerrados esperando un golpe en cualquier momento, tu cuerpo temblando como un puto flan. Si es que no eres nada.

No eres nadie.

A nadie le importas una puñetera mierda. Ni tú ni las putas mierdas que haces para intentar darle significado a tu vida.

Vas dando lecciones de vida sobre la autoestima y la fortaleza interior cuando eres la primera que no sabe luchar sus propias batallas.

Nunca vas a ser suficiente.

Nunca vas a llegar a sentirte a la altura de nadie.

Uno tras otro, recibes mis golpes con pasividad. El primer puñetazo va directo a la nariz, tus ojos empiezan a llorar mientras te llevas inútilmente las manos a la cara. El segundo, aprovechando tu postura, una vez más, vulnerable, va a tu estómago, dejándote de rodillas. Una patada por la espalda te deja completamente en el suelo, gimoteando suavemente. No me has dado ni para cinco minutos de diversión, definitivamente hoy vienes hecha una mierda.

“Qué sientes” te pregunté desde arriba, gritando para que me pudieras oír a pesar de que tuvieras los oídos pitando por las hostias.

“Dolor” dijiste con dificultad, intentando respirar por la boca a pesar de tenerla llena de sangre.

“Por qué estás aquí” te volví a preguntar, esperando la misma respuesta de siempre.

“Porque me lo merezco”

“Por qué”

“Porque no soy suficiente”

“¿Nunca?”

“Nunca, nunca seré suficiente”

“¿Sabes qué es lo que te hace pensar eso?” te dije, mientras te miraba revolverte en el suelo. Me agaché para ver tu expresión, apartándote el pelo de la cara. Tenías la mirada vacía.

“Tú”

“Eso es, por una vez tienes toda la razón del mundo”

Y ya está, sin decorados ni mierdas. Sin sentimientos anclados en la nostalgia, sin días nublados atemorizados por la lluvia. Sin declaraciones sin confesar, sin historias de cigarrillos. Sin las putas mierdas que he escrito durante años. Tan sólo la pelea que presencio en mi cabeza cada vez que se me espesa la sangre.

Hoy no hay final feliz.

domingo, 4 de febrero de 2018

Nihilum

Tan sólo sé que era por la mañana, porque el sol había salido hacía unas horas, e intentaba ponerse al día cogiendo temperatura. Me recuerdo bajando del porche resguardado del jardín y colindante con la casa, tres escalones, para después encaminar el sendero construido con grandes bloques de granito sobre el cemento, hasta el jardín impoluto, de césped apenas atravesado por dos enormes pinos y un pozo al fondo, pegado a los setos medianeros con la siguiente propiedad.

Anduve un poco por el césped, hasta que me senté, y me tumbé boca arriba. Hacía frío, sentía el césped húmedo, y me puse las manos a modo de almohada, entrecruzadas detrás de mi cabeza. Miré hacia las copas de los árboles atravesadas apenas por los rayos del sol, y sentí cómo las luces de mis familiares se apagaban y el silencio extendía un gran manto negro sobre mi cuerpo. Tenía dieciséis años, mi abuela acababa de morir, y fue la primera vez que sentí cómo el silencio, la nada, es siempre el preludio del dolor.


Una noche más, como cualquier otra amante de un día anónimo, abrí la puerta del portal y traspasé el umbral de la otra dimensión, aquella zona donde el tiempo se paraliza y las nubes parecen despejarse, dejando un pequeño claro en su interior.

A pesar de ello, el suelo estaba mojado. Sentí las botas golpear contra un charco, chapoteando levemente, una y otra vez, hasta que alcé la vista al cielo oscuro y detuve mis pasos. Mis ojos se encontraron con los de la luna, y mantuvimos las miradas durante unos instantes que se quedaron suspendidos frágilmente en la eternidad.

Te miré, te quedaste callada, expectante, buscándome una respuesta con tu puñetera arma invisible. Hacía mucho tiempo que no hablábamos, más de un año, más de dos, refugiada en capítulos protagonizados por el estruendo provocado. Sabías que no iba a ser fácil, así que levantaste una mano, rozándome el cuello, acariciando la mandíbula, hasta posar tu mano sobre mi cara. Cerré los ojos e inspiré profundamente mientras me temía lo que iba a pasar, aun así inmutable. Fue entonces cuando, con la otra mano, te introdujiste en mi pecho, y sentí un fuerte crujido.
Y fue ahí cuando nos volvimos a encontrar.

“Mi gran compañero, cuánto tiempo. Qué ha sido de ti, joder, sería irónico decir que te he echado de menos, pero qué coño, algo de verdad tendría esa sentencia. Sin ti me ha sido imposible escribir algo de provecho. Vente, ayúdame con esta sangre que me sale a borbotones, y vayamos a tomar algo para acompañar tus lúgubres historias”.

Es complicado describir esto, pero me alegra volver a ver la sangre en mis venas, sentirla espesa, caliente, deslizarse por mi cuerpo. La reconfortante sensación de tener algo roto por dentro, de estar perturbado en ciertos sentidos. De volver a encontrarme contigo y fusionarnos hasta que el silencio se da el relevo con los primeros pasos del nuevo día. Porque eso significa que podemos ser diferentes al resto del mundo, y por ello sentirnos alguien durante los pocos años que nos da la vida para recorrer estas tierras.


Esta vez es distinto, pero en cierto modo semejante. Los años me han sorprendido con cientos de experiencias, pequeños capítulos insignificantes de forma aislada pero que pueden dar lugar a un compendio algo razonable, arañado por mi personalidad violenta y siempre anegada en el dramatismo. Y aun así hay algo básico que nos caracterizaba a ambos protagonistas de este absurdo texto. El hecho de que a veces sintamos que el mundo se para y no tenemos dónde ir.