Un día
de verano, de aquellos en los que el sol, en su puro afán de protagonismo,
inunda las calles y aceras, haciendo imposible la vida normal a cielo
descubierto, pasé una tarde más con mi amiga en su piscina, hablando de
nuestras simplezas y trivialidades que por aquel entonces nos parecían
importantes, riéndonos sin preocupaciones y dejando que las horas
transcurrieran sin mayor trascendencia. En aquella piscina, me llegué a pasar
horas completas flotando boca arriba, dejando mi cuerpo suspendido en el agua a
la merced de las suaves corrientes que creaba el viento con tenues suspiros. En
esos momentos, el sonido se aislaba, para llegar a oírse únicamente mi
respiración y el ruido blanco que hace el vinilo cuando se acaba la canción. En
aquellos momentos, cerraba los ojos, y simplemente me dejaba llevar.
Ayer bajé
al sótano que tengo en el corazón. La luz estaba fundida y la escalera parecía
a punto de caerse, como si hubieran transcurrido años desde que un alma
transitara aquellos pasillos. Tras muchos pasillos enmarcados con puertas cerradas
a cal y canto, llegué al final de la estancia, en la que había un montón de
armarios y muebles destrozados puestos a modo de barricada que escondía lo que
era algo más. Uno a uno, fui apartando cada construcción de madera, como si
nada de aquello me fuera propio de algún momento de mi vida, hasta que llegué a
una puerta. Esta estaba atravesada de forma errática con tablones de madera
clavados en la pared, como si la persona encargada tuviera prisa y estuviera
aplicando medidas de emergencia para asegurar su interior. Algunos de estos
tablones tenían manchas de sangre con la forma de una mano en su superficie,
justo donde tuvo que apoyarlas para clavarlos en la pared. Cogí mi hacha, que
había traído para aquel momento, y empecé a golpear, intentando arranchar los
tablones de la puerta, uno tras otro, con la mirada fija y la mente en otra
parte. Finalmente, se descubrió la puerta desnuda, con una peculiaridad que la
diferenciaba del resto y que justificaba su brutal manera de ser cerrada. Aquella
puerta no tenía cerradura.
Respiré
hondo, puse una mano donde debía estar el pomo, y empujé levemente la puerta,
descubriéndose una estancia sumida en la parcial oscuridad. Anduve unos pasos,
silenciosa, y vi un sillón verde, grande, con orejas gigantescas que abrigaban
a su huésped de la tenue luz de una chimenea reducida a ascuas. Me asomé por
una de las orejas, y ahí la vi, acurrucada, con las manos ensangrentadas y la
mirada fija en el abismo, como una canción rayada hasta la saciedad. Mi pobrecita
oscuridad.
Dejé el
hacha en el suelo, y me arrodillé para poder tenerla a la altura de los ojos. Acaricié
su mejilla, y lentamente subió la mirada hasta encontrarme. Le susurré un par
de palabras, mientras pasaba mi mano por su cara con ternura. Le di un beso, y
la cogí de la mano, invitándola a levantarse. Ella no rechistó, sino que dejó
todo lo que tenía y miró hacia la puerta, en parte ansiosa por salir, en parte asustada
por dejar lo que ya conocía. Cuando estábamos delante de la puerta, surgió una
cerradura hecha con retales de recuerdos olvidados. Fue entonces, cuando
juntas, cerramos aquella puerta desvencijada con llave.
Una
noche de verano, de aquellas en las que el sol firma una tregua con la luna,
sentía el viento pasar a través de mi cuerpo, dejando una estela detrás de mí a
medida que se iban dibujando los kilómetros. El paisaje pasaba ante mis ojos en
una rápida secuencia, como un escenario emborronado en el que sólo llegas a avistar
grandes pegotes de colores oscuros cual pintura impresionista de un anochecer. Una
luz tras otra, un coche tras otro, una ráfaga secuencial y una sombra atada a
mi pie, que no paraba de moverse intentando escapar tras cada nuevo foco de
luz. Y ahí estaba, una vez más, dejándome llevar, con una tranquilidad
intrínseca impropia de mí, como si el mundo simplemente me hubiera dejado de
importar por unos instantes, y tan sólo fuéramos dos personas y una carretera.