Aquella noche era de esas en las
que mi padre no estaba en casa, así que mi madre nos daba desinteresada la cena,
volvía a la cocina a hablar por teléfono y fumar a escondidas, y mi hermana y
yo comíamos en silencio entre el murmullo atenuado de los informativos de las
nueve. El mantel de cuadros se me antojaba tan rutinario como miserable, los
cubiertos de mango rojo tan arañados como bastos, y mi mente tan sometida, tan
subordinada, como otro día más.
Aquella noche, como otra más,
había decidido dejar de hablar a mi hermana. La odiaba, la odiaba más que a
nadie, sentía que mi alma estaba tan escondida en mi ser que las paredes se
estaban tornando oscuras y los papeles de las esquinas se empezaban a retorcer
y caer secos e inútiles. Sentía que me oscurecía, que la maldad iba a hacer de
mí una persona despreciable, y que todo era por obra y gracia de mi hermana.
El problema era que se me
olvidaban mis promesas internas. Por todo el daño que me iba haciendo
progresivamente la persona que dormía en la cama contigua en la habitación,
marcaba otro motivo más por el que odiarla en las paredes de mi mente, la
volvía a escribir una y otra vez como un demente y me quedaba mirando la larga
lista todas las noches, susurrando malvados planes de venganza. La oía respirar
y deseaba odiarla, y más que nada, deseaba que ella lo supiera. Y sin embargo,
a la mañana siguiente volvía a saludarla, tarde para ser consciente de que me
había prometido despreciarla.
Aquella noche estaba comiendo una
pera. Mi hermana me venía provocando toda la cena, preguntándome por qué no
hablaba “¿Me has dejado de hablar?” “¿Por
qué no hablas?” “¿Qué te pasa, eres tonta o qué?”. Había terminado por
acostumbrarme, pero mi mente no dejaba de pensar en las heridas que habían
dejado horribles cicatrices en mi temperamento, en mi apacible forma de ser, en
la buena fe con la que había crecido toda mi vida, antes de que a mi hermana le
diera por joderme. Torpemente trataba de pelar la pera con el cuchillo de punta
redonda y mango de plástico rojo de nuestra más que ostentosa vajilla, cuando
el número de inquisitivas pasó a ser sustituido por la metralla de los
insultos. Mis manos temblaban mientras partía la pera en dos, una de las
mitades, en cuatro. Estaba hastiada, cansada, harta y muy enfadada, y sin
embargo si llegara a soltarle la bofetada que mis padres nunca le soltaron
gritándole que madurara de una puta vez, la culpa iba a ser mía. El mito de los
hermanos pequeños envueltos de inmunidad, no era más que eso, un mito, una
jodida y desmentida leyenda en mi casa. Lo razonable hubiera sido seguir
comiéndome mi pera, sin duda, terminarme la pera, volver a la habitación y leer
y abstraerme hasta quedarme dormida.
Pero aquella noche no me iba lo razonable y prudente, y en una de las ocasiones en las que mi hermana estaba bufando un insulto por su enorme garganta, le metí la otra mitad de la pera sin partir en la boca, manteniéndola mientras abría los ojos sorprendida y me miraba fijamente. Lo recuerdo perfectamente, cómo la mantuve, cómo la iba moviendo para que pudiera entrar toda la fruta, cómo mi mano se pringaba del agua dulce de la pera e iba bajando por mi muñeca. Un grito ahogado salía de algún recoveco de su enorme buzón y se echó para atrás, tirando la fruta a la mesa. Rápidamente, y digo yo que por fuerza de la costumbre, se fue corriendo hacia la cocina gritando “¡¡¡¡MAMÁ, MIRA LO QUE HA HECHO!!!!”. Nunca me llamaba por mi nombre, nunca jamás lo iba a hacer.
Ahí permanecí, sentada en la
silla del comedor, comiéndome los otros trozos que no habían estado en contacto
con la saliva de quien decían que compartía mi sangre. Me sentía tranquila,
feliz, satisfecha conmigo misma. Sin soltar ni una sola palabra aquella noche,
habían finalizado los insultos y su absurda forma de humillarme. Tan sólo
quería que el tiempo se parara y que siguiera yo sola, comiéndome mi fruta,
viendo alguna que otra catástrofe política en los informativos que aún no era
capaz de comprender. Tan solo seguir allí, leyendo rótulos y comiéndome mi
pera. Tan solo disfrutar de mi justicia momentánea.
Nunca sentí que las cosas fueran
justas en la vida, y sin embargo mi afán por reivindicarlo se ha agazapado en
mi mente y se balancea rítmicamente cual alienado de este mundo, esperando que
las cosas tornen de eje, que el mundo se vuelva loco buscando su racionalidad. Hoy
día, tal vez dieciocho o veinte años después, sigo pensando que las cosas
deberían ser iguales para todos, y cuando no es así, me dan ganas de meter
peras de agua en las faringes de la gente.
Aquel día, como otros tantos,
volví a oír comentarios inútiles. Aportaciones sencillamente vacías, y un
agradecimiento del profesor. Tras un examen, alguien alardea de su falta de
estudio y su magnífica nota. Manda huevos, mira que hay gente inútil en el
mundo académico, no quiero ni pensar en el laboral. Mi afán se ha vuelto tan
fuerte que poco a poco ha ido aumentando de nivel y hacerse con una fuerte
armadura y una gran espada para señalar las situaciones donde hay falta de
retribución. Lo siento, me golpea el
pecho y me grita “¡Cómo cojones puede ser eso posible, no se lo merece!” parece
que yo misma me quisiera contradecir y sosegarme “no te sulfures, déjalo, es
absurdo sentirse así, no tiene sentido, ni siquiera te afecta”. Claro que me
afecta, por mucho que lo intento es imposible engañarme. Mi afán me embiste,
trata de salir por mi garganta y mi sangre empieza a bombear por mi cuerpo de
un color mucho más oscuro, hirviendo, quemando todos y cada uno de mis
pensamientos razonables. Ojalá le vaya
mal en la vida. Ojalá alguien descubra que no tiene noción alguna perdurable de
todos estos años de carrera y simplemente le vaya mal, le desacrediten, le
hundan, joder que le hundan, que vuelva arrastrándose y me quede sentada, me
quite mis gafas de intelectual, pose mi copa de brandy (dios sabe si beberé
brandy cuando sea la comandante de mi utópico mundo) en mi aterciopelado y rococó sillón, y le mire con lástima, con
tristeza, con simple humanidad. Que se hunda en la maldita miseria por su
ignorancia y personalidad de chupapollas arrogante.
Y sin embargo, todos estos pensamientos se me
desvanecen, y se me olvida que no tengo que volver a darle los buenos días. Porque
mi sangre vuelve a ser roja y mis ojos vuelven a ser verdes. Porque, a pesar de
lo visceral que puede llegar a ser mi sentimiento, se me olvida odiar, y sigo
comiéndome mi pera mirando al mantel de cuadros apenada preguntándome dónde
estará en ese momento mi madre para que no oiga la de mierda que me está
soltando, o sigo estudiando como una auténtica obsesa, esperando que algún día
se nos reconozca a los que nos dejamos la piel en lo que hacemos.