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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

sábado, 11 de octubre de 2014

Elegía

La carretera transcurría, curva tras curva, dibujando el mismo paisaje, con pequeñas variaciones en la distancia.

La misma música, la misma canción. El sol brillaba con el esplendor de la mañana, y el coche volvía a describir otra curva. Mi hermana no tardaría en marearse y balbucear a mi padre su malestar con la mirada perdida. Yo respiraba hondo y trataba de no mostrar empatía, mirando fijamente al horizonte y pensando en lo que quedaba hasta llegar.

No recuerdo si habrán pasado ya casi diez años desde aquella escena, o si fue la penúltima vez que toda la familia fue a aquella casa. Pero lo recuerdo como si fuera ayer, y es lo que más me duele, porque la herida no deja de sangrar.

Hace una semana, la misma carretera no brillaba. No oía la misma canción, no pensaba en que en dos horas estaría en casa de mi abuela y que ella me daría un fuerte abrazo mascullando entre lágrimas lo mucho que habíamos crecido. Tenía el corazón en un puño, lo sentía botar en mi pecho intentando salir mientras el coche se acercaba a aquel horrible instante. Tenía pánico, no quería afrontar lo que iba a suceder, no quería verla débil y quebrar todos mis recuerdos. No quería asumir que el tiempo acaba con el ser humano y se lo lleva de esta existencia, para grabar a fuego y sangre sus pasos en el resto de nuestras vidas. Y no olvidar, y sufrir.

Tras una hora más en el coche, los pantanos hicieron su presencia en el paisaje. Grandes superficies de agua con un brillo verdoso, dentro de un hermoso paisaje de vegetación. Recuerdo cuando fuimos a bañarnos, cuando yo llevaba un bañador entero con volantes amarillos y mis pequeños pies trataban de no resbalarse en esa superficie pringosa, pasito a pasito, prudente. Recuerdo cuando me adentré en la oscuridad del agua, y nadé como un perrito intentando no asustarme ante semejante abismo. Cuando mi padre me cogía y me ahorraba el inmenso esfuerzo para seguir flotando, y todo era simplemente perfecto. Ni siquiera recuerdo haberlo visto en mi último viaje, apenas recuerdo nada que no fueran mis pensamientos intentando facilitarme el trago en una secuencia borrosa. El viaje más largo de mi maldita historia.

Recuerdo aquellas tardes calurosas en su casa, en ese salón tan extraño que se hizo a base de reformas complementarias en la vivienda. El viento recorría toda la estancia, atravesaba el pasillo y daba un fuerte golpe en la puerta del recibidor, que se cerraba súbitamente de un portazo. Mi abuela veía su serie subtitulada mientras hacía punto, y yo leía los subtítulos a pesar de que estaban en castellano. Era sorda, aunque yo siempre pensé que en el fondo nos mentía y oía nuestros más oscuros pensamientos, porque siempre tenía la respuesta apropiada. Nuestro lenguaje era peculiar, una mezcla de señas interminables, grandes muecas intentando vocalizar y mensajes garabateados en papeles que aparecían ocasionalmente. Siempre era yo quien le buscaba con paciencia las gafas (¡¡Esas no, las de cerca!!) o el pastillero, quien me quedaba con ella intentando batir los huevos en un enorme barreño haciendo dulces mientras la sartén chisporroteaba aceite hirviendo, y quien escuchaba todas sus plegarias a su Dios, al que siempre intentó presentarme, antes de irme a dormir.

Hace mucho que dejé de rezar, cuando vi que el mundo seguía transcurriendo inmutable a mis plegarias sobre la paz mundial, sobre la ausencia de enfermedades, sobre la buena fe del maldito universo, y cuando la gente seguía siendo cruel, y las guerras seguían asolando a las poblaciones. Y sin embargo, seguía escuchándola, y seguía cogiendo sus pequeñas plegarias y postales de vírgenes y guardándomelas en mis libros como marcapáginas. Porque seguía queriéndola con locura, aunque no soportara seguir yendo a esas misas eternas.

Cuando te necesitaba, gritaba tu nombre fuerte desde la cocina. Hace una semana volví a escuchar su voz en mi cabeza y no pude evitar desmoronarme. Permanece grabada, como si la hubiera escuchado ayer, como si ayer mismo estuviera trasteando en la cocina, como si ya no estuviera muerta. Como si nada hubiera cambiado, y estas navidades pudiera volver a hablar con ella y contarle mi vida mientras ella sonríe expectante. Como si la realidad fuera una neblina de negación que cubre mis más profundos recuerdos, y les barniza con mayor fiabilidad y realismo.

Tras las puertas del hospital, se trazaba un enorme pasillo, blanco, interminable a cada paso atemorizado que dábamos mi hermana y yo pasando umbrales de nuevas salas. “No quiero” susurraba con cada nueva puerta, con cada esquina a la izquierda a describir. “No puedo verla así, ¡¡NO PUEDO!!”, mis ojos iban de un lado a otro del edificio buscando la condenada puerta donde estaba sufriendo. Sentía a mi hermana más débil que yo, más abrumada por lo que iba a pasar, y traté de recomponerme antes de asomarme a la habitación y ver la camilla.

Y ahí estaba, dormida. Su respiración era automática, forzada. Su cuerpo se había quedado en los huesos, perdiendo ese tono rosado en las mejillas que tenía después de comer o cuando se enfadaba. No quedaba nada de ella, ni siquiera su memoria, tan sólo era una persona más a una pequeña distancia de la muerte.

Fue entonces cuando deseé por todo lo que había en la tierra que no abriera los ojos y no nos viera ahí, afligidas y temblorosas. Que nunca supiera que estuvimos en la habitación donde su corazón dejaría de latir, que no nos encaminamos cuatro horas antes en el coche sólo para eso, y que lo que quedara de mi recuerdo permaneciera ingrávido en la inexistencia. Deseé que no me olvidara al abrir los ojos, que no fuera capaz de reconocer a su nieta de doce años, la que le ordenaba el costurero y aprendía ganchillo con ella. Tan sólo deseé que dejara de sufrir, y todo quedara en una pesadilla.

Temía que a partir de ese momento todo se quebrara en mis pensamientos, y sin embargo ahora luce con demasiada fuerza, con demasiada estabilidad. Los recuerdos cada día brillan más lustrosos, más reforzados con mis momentos de silencio. No dejo de oír su voz, su apelación con mi mote, sus pasos azorados por la cocina y sus murmullos de esfuerzo cuando batía con imbatible fuerza esa espesa masa de rosquillas. No dejo de recorrer ese pasillo de baldosas y pasar la mayor parte de mi infancia entre esas paredes, no dejo de sufrir. Hacía dos años que no la veía, y aquel día no quise que me viera.


Nunca pensé que fuera a escribir una elegía desde el fondo de mis más profundos pensamientos, desde un componente tan anímico e indescriptible como es el amor hacia una persona que ha guiado tus fortalezas y determinaciones durante tanto tiempo. Sé que nunca terminó por olvidarme, a pesar de su enfermedad. Sé que sus recuerdos se guardaron con sentimiento antes de desaparecer, y confío en que sea una dibujante mínima para poder plasmarlos en estas palabras. Nunca serán suficientes, pero no deja de ser su legado, su vida a mi lado y tras mis ojos, sus esperanzas y fuerzas en sus hijos y nietos. Gracias por ser la mejor abuela del maldito universo, y por dejar la mayor huella que uno puede dejar en esta existencia, más allá de tu nombre escrito en la posteridad. Descansa en paz, y tómate un respiro de esa enorme vida que has tenido, para sentarte a recordar con una sonrisa. Siempre tendré un trato tácito con tu Dios por el que de vez en cuando nos hablaremos a ver si pasa algo en este universo, sólo porque insististe demasiado en ello. Porque si no lo haces tú, nadie lo hará mejor.