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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

lunes, 31 de diciembre de 2012

Para qué

Lunes, 31 de diciembre de 2012, ya el fin de nuestra era. Qué curioso, por un pequeño instante confié en que todo esto resultara un pasaje temporal con una pequeña cláusula de cese prematuro. Y hoy, otro día absurdo.

Fui al supermercado a comprar las malditas uvas. 126. ¿por qué cojones ponen tantas en un mismo puto paquete? Odio estas fiestas, y que me sobren 114 uvas de mierda. Época de hipocresía absoluta, de pelis dignas de quemar la televisión por la tarde; ya que no la ven las familias felices podrían poner porno para los que estamos solos. No estaría mal verlo a la luz del sol en el sofá del salón. Otra manera de echar el día, sólo que en Navidad.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Largo y sin demasiado interés.

A lo largo de mi vida he venido pensando que soy de esa clase de personas que son “buenas” por naturaleza, que miraba con cierto reparo cuando sus amigos encendían un porro o hablaban mal de las personas mayores cuando ellos sólo querían advertirles de lo que conllevaba su modo de vida. Lo pensaba, y permanecía en silencio mientras mi moral contemplaba desde mi mente lo distinta que era la humanidad.

Y así durante el resto de los años. Crecí, estudié y me divertí como alguien diligente que no sobrepasa los límites establecidos. Me enamoré un par de veces, o al menos eso pensé. Una etapa de experimentación en la universidad y cuando me quise dar cuenta ya era un trajeado del montón con una pantalla y un teclado por despacho. El trabajo se hizo tan monótono que mi vida pasó a ser más sistemática de lo habitual. Me levantaba, desayunaba, me enfundaba en el traje, luchaba por buscar un resquicio en el metro entre miles de desconocidos durante media hora y después, medio kilómetro andando hasta la oficina, donde las miradas de indiferencia eran el puto pan de cada día. Ante todo aquello, no sé cómo lo hice, pero la mayor parte del día la pasaba en silencio.

Silencio, porque me educaron así. Ya sabéis, protocolo y respeto hacia el resto del mundo. No salirte de los límites y la diligencia, siempre cortés. No digo que esté del todo mal, pero una vida condenada a esos límites… digamos que te acaba quemando. Tu piel se cuartea y tu vocabulario se reduce hasta tal punto que cuando quieres darte cuenta no trasciendes de las meras frases estereotipadas. La gente habla y tú asientes, articulas y te vuelves a callar. Todas las mañanas te afeitas y olvidas cómo era tu mirada cuando hacías algo más que visualizar los colores y formas y trascendías más allá del maldito maquillaje y la puta hipocresía. Como las putas que desfilan ante un gordo seboso con un fardo de billetes en el mismo sitio donde guarda la puta polla. Simplemente desfilas, como el resto, a ver si pasa de largo y no tienes que follártelo a base de lubricante artificial. Hasta entonces, tiemblas mientras pasas de largo y te comportas exactamente igual que el resto, y vuelta a empezar.

En una de estas tardes, una fuerte lluvia interrumpió mi medio kilómetro de vuelta al metro, y me tuve que refugiar bajo la lona de un café. Aquello era insuficiente, así que entré en el establecimiento. Era viernes, la gente hacía lo imposible por salir antes y el negocio estaba bastante desolado a la hora a la que normalmente mis compañeros solían hacer la sobremesa. No se me ocurrió otra cosa que pedir un café, si no hubiera sido incorrecto, supongo.

Llegué a la caja principal, hice mi pedido. Esperé pacientemente mientras una chica entraba estrepitosamente empujando la puerta con uno de los hombros. Estaba completamente empapada y el abrigo mal puesto no hacía gran cosa por la causa. Un mechón rebelde hacía compañía al conjunto desordenado debajo del gorro de lana, y sobresalía en una aspiración al cielo por recibir la fría lluvia. Llevaba una carpeta repleta de papeles mal metida en un bolso medio abierto, que dejaba entrever miles de cosas que estaban sin orden ni motivo alguno. Me quedé mirándola, desconcertado por aquel caos que conformaba en su persona y que se situaba tras de mí en la cola de pedidos. No supe qué pensar, todo aquello no estaba dentro de mis planes, odiaba la improvisación en mi vida. No me preguntéis por qué, pero cuando me quise dar cuenta, estábamos sentados en una de las mesas hablando sobre nuestras vidas anónimas en aquella tarde lluviosa.
La verdad, fue increíble. Jamás pensé que la vida pudiera ser algo más que los objetivos estipulados a largo plazo, donde yo ya estaba. Hacía unos años terminé la universidad y formulé mi siguiente objetivo, el trabajo estable. Cuando ya lo tuve, no supe qué hacer, qué pensar. Es entonces cuando la gente hace una familia, tiene una hipoteca que te condena durante cuarenta años, una mujer hacia la que  años atrás perdiste la pasión sexual  (si es que alguna vez existió y no fue todo cosa de la desesperación mutua) unos hijos medio diabólicos y maleducados y un perro que sabe dios si algún día fue pequeño y adorable. Es lo que la familia te pregunta, si ya lo has conseguido. Me considero bastante estúpido por haber intentado seguir ese esquema, la verdad. Todo parece correcto y perfectamente calculado hasta que realmente lo cumples, hasta que tienes más de treinta años y no has saboreado una puta mierda de la vida. Cuando te das cuenta de que mientras te obsesionabas con los libros esa persona especial se escapó en alguna de las calles bajo algún paraguas, en una cafetería recóndita de la ciudad, en aquel bar de jazz al que nunca tuviste tiempo de ir, o en un tren que no iba a ninguna parte que te importara, te la suda bastante el título que ahora mismo cuelga de la pared de tu casa de mierda de soltero. Te veías rico y con miles de mujeres buenorras en tu ducha y en la cama, pero no tienes una puta mierda.

Ahora tengo más de treinta y estoy fumando en la azotea de un edificio del que ni siquiera sé cómo coño he entrado. La chica de al lado es de la que os hablé, una auténtica musa anacrónica. Dios, podría haber sido tantas cosas que de solo pensarlo me dan ganas de consumirme bajo el fuego como el cigarrillo que tengo entre mis dedos. Si le digo todo esto a ella, me va a llamar viejo. Me considero un viejo, estoy tan anclado en algo que puede llegar a ser tan absurdo que no abarco más allá, aunque a ella le gustan los tíos con unos cuantos años a la espalda. En fin, no le voy a decir lo contrario, ha sido el mejor soplo de aire fresco de mi vida.

Tal vez no sea demasiado tarde, y el mundo me abra una puerta más por la que abandonar todo esto. El piso de mierda, el traje almidonado. Dios, cómo odio ese traje. La chica de los bocadillos de la oficina, debe gritar como una zorra cuando se tira al jefe. La comida cutre, el papel higiénico que raspa. El ruido de los vasos de plástico al dejarlos en la mesa, el tecleo exagerado del tío del cubículo de al lado. Estridente, absurdo. Digno de un maldito suicidio. Ahora estoy en un sofá remendado al lado de una cama sin hacer. He empezado a pintar, mi padre siempre pensó que era algo propio de los muertos de hambre. Dentro de poco me llamarán profesor, a ver si de una vez tiene sentido mi jodida carrera. Tal vez escriba un libro, dé conferencias… quién sabe. Me consuela saber que al menos ahora las cosas son a corto plazo. Porque es lo propio, lo que viene con la libertad. Lo que llevan grabado las cadenas de los convencionalismos te sume en el absurdo del vacío, en esa insensibilidad que te prohíbe disfrutar de un día lluvioso y escuchar el sonido en la acera. Hoy tengo la sensación de que he escrito mal mi intención, y de que es cierto. Pero para qué volver a leerlo, cuando únicamente es el resumen de una vida más que no promete ser interesante por su título ni portada. Una vida más, con algún matiz distinto, pero al fin y al cabo con los mismos anhelos que miles de personas que temen no amanecer al día siguiente sin haber hecho lo que llevan soñando toda su existencia. Un texto largo y sin demasiado interés. Yo ya lo dije.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Un limbo neutral

Todo se desarrolla en una tarde oscura de invierno. El frío se cuela por los resquicios de las puertas, dios, por poco se me congela el aliento. Me arrebujo en una manta, esperando a un absurdo pronto de calor, que vuelva a hacer que sienta los jodidos dedos de los pies. Sentada en la cama, esperando una incongruencia de más.

Sexo y un plato humeante. Una detrás de otra. Simplemente perfectas. Me encanta tu espalda, me vuelve loca cuando te levantas a ponerte una camiseta. Tu cuerpo se perfila por la luz de la luna que apenas alcanza a iluminar ese pequeño trecho de la habitación donde está el armario, donde tantas veces te he visto sonreír medio desnudo. Esta habitación se lleva una gran parte de mi vida.
No por duración, más bien por intensidad. Joder, qué intenso, qué reiterada mi frase. Entiende que no surge ninguna otra cosa en mi mente mas que esa frase tan singular. Esa palabra recoge todas mis malditas emociones, mis gritos y mis orgasmos. Como si fuera virgen de nuevo, como si el mundo se descubriera de par en par. Como si mi mente y mi cuerpo confluyeran en un limbo neutral, como una bestia que despierta tras un infinito letargo. Como si acabara de revivir de un sueño tan largo que apenas recordara la última vez que te sentí. Y me lo recuerdas, y no sé cómo lo haces pero eres capaz de hacer que lo olvide con tal de volver a sentir que lo recuerdo.

Hay veces en las que quiero mirarte cuando me resulta imposible. Me gustaría verte todo el tiempo y a la vez tener esa sensación de que este se detiene en esa noche gélida, que nos quedaremos en una vivencia eterna, en aquel estado que ninguna droga podrá alcanzar en su mejor momento, que sólo tú podrás darme. Que me dirás mil veces lo que sientes mientras nos sumimos en el abismo que conforma la alienación de un mundo que se derrumba a nuestros pies. Que se joda el mundo, yo tengo la libertad. Yo tengo esa pequeña fracción del ser humano que le atonta, le desconcentra y le hace más humano. Que lo diferencia del resto de los hombres que jamás reirán o llorarán si no se lo dice su dios, de aquellos que confían su vida a la dependencia del resto, la sociología primitiva. Que buscan motivos tan absurdos a la existencia que se establecen sus propias limitaciones porque sí, porque de otro modo no estaríamos en esta porción de tierra. Ahora tan sólo contemplo mi plato humeante mientras la noche siembra la paz en la oscuridad.