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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

lunes, 26 de diciembre de 2016

Elegía II (la última)

      -  Abuelo, ¿Cuántos años tienes?

Una sonrisa pícara y la mirada asomada por encima de sus enormes gafas con doble cristal:

Cincuenta

Me quedo callada, pensando, y tras un rato me río como la niña que era mientras grito:

¡Eso no puede ser! ¡Mi padre tiene casi cincuenta!

Entonces mi abuelo abría lentamente la boca enseñando los dientes y se reía profusamente entre las conversaciones del resto de la familia, una como cualquier otra tarde de verano en las afueras de Madrid.

Los días en el chalet, a una hora de mi casa. Las escapadas a un pequeño trozo de la naturaleza. Pies descalzos, con cuidado de no pincharme con los bordes de las rocas de granito encajadas en el cemento mientras corría de un lado a otro. La bodega, donde pasaba las tardes viendo los tostones de Antena 3 y haciendo bonitos esquemas de mis libros de texto. El enorme jardín donde me tumbaba y leía, devoraba libros unos tras otros, y descubría el maravilloso mundo que nunca abandoné. Las hojas de pino que caían de las espesas copas formando una incómoda alfombra, los troncos de los grandes árboles donde apoyaba los pies e inclinaba peligrosamente la silla hacia atrás. El pozo donde mi abuelo se asomaba y me contaba historias cargadas de misticismo que yo me creía con una joven incredulidad. La fuente con la rana cantando un chorro de agua cristalina en medio del camino que dividía el jardín. El patio donde por las noches nos sentábamos y hablábamos de la vida los dos solos, y la terraza donde hacíamos barbacoa y le daba la tabarra a mi abuelo, tarde sí, tarde también.

  -  Abuelo, ¿Por qué tienes un trozo del dedo de la mano más oscuro que el resto?

-          -  Porque me corté y me pusieron un trozo de piel de la pierna

-          - ¡Sí hombre!

Y más risas.

Mi abuelo no era una persona especialmente compleja, y gran parte de las decisiones de su vida son de cuestionable moralidad con sus hijos, pero puedo dar fe de que fue un fantástico abuelo. Un hombre estricto, pero al que siempre recuerdo con una sonrisa y su inolvidable voz ronca con la que me contaba mentirijillas y se reía de mí y de él mismo. Un hombre trabajador, que a pesar de jubilarse pronto nunca dejó de plantar acelgas en el jardín, mezclar cemento para cosas que desconozco, o irse todas las mañanas a nadar a la piscina municipal y montar en bici por la zona. Tenía la marca del sol en el reloj, como una pulsera amarilla en la muñeca, y un móvil que me daba unos sustos épicos cada vez que le llamaban de lo alto que lo tenía. Los días de verano los protagonizaban su enorme chalet, los pocos libros de las estanterías de la habitación y las noches que nos pasábamos hablando de tonterías.

Vivía por su mujer, su mundo, aquel que se derrumbó cuando su corazón dejó de latir. El amor cobra solidez y es capaz de ser visto y medido cuando ves a una persona empezar a morir cuando se va su alma gemela antes de tiempo. El chalet desapareció y las visitas a mi abuelo se convirtieron en una formalidad. Cuando le dije que iba a estudiar Derecho, me gané el mote de picapleitos. No recuerdo ni una sola vez en su sano juicio que no llorara cuando íbamos a verle desde la muerte de mi abuela, aquella luz que se apagó y nos rompió a todos el corazón.

Un hombre fuerte, indestructible, de personalidad tan fuerte como su salud, que lo dejó todo por su otra mitad. Aquellos tiempos en los que uno se casaba de por vida y entablaba compromisos irrompibles daban lugar a este tipo de parejas dependientes, que sólo pueden acabar de la manera más trágica.

Ayer te vi, en la camilla, a pesar de que no eras tú. Te dije con la mejor de mis sonrisas “¡Hola abuelooo!” como cuando íbamos a veros al chalet. Como si no hubieran pasado ya siete años desde que murió la abuela y diez desde que no pisamos aquella casa. Como si yo volviera a tener siete años y el mundo decidiera dejar de girar. En algún momento te vi arquear tus espesas cejas, lo único que conservabas como en los viejos tiempos, y dirigirme una mirada entristecida, una mirada que está pendiente de la muerte.

-          - Abuelo, si existe la reencarnación, ¿En qué te gustaría reencarnarte?

Mi abuelo estaba en ese momento regando el jardín. La manguera se dirigió a los árboles que delineaban la explanada de césped mientras un silencio le permitía pensar en una respuesta.

-         -  En un ciruelo.

Ignoro si era otra de tus pícaras mentiras, abuelo, pero si eso era verdad, ojalá seas el árbol que tú quieras.


Descansa, y vuelve con la abuela a la que nunca perdonaste por irse sin ti.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Crónica de una mierda II

No deja de ser curioso cómo actúa el dolor.

Parece que viene de frente cuando lo ves por primera vez, cuando se acerca y, mirándote a los ojos, mete la mano en tu pecho y te arranca el corazón de cuajo. Piensas que ese es el peor momento, cuando en ese momento, sintiendo la ausencia en caliente, tu mundo se colapsa.

Lo que no sabes es lo que viene después.

Cuando te deja un tiempo a tu aire, pensando que no será para tanto, que eres fuerte y puedes con todo. Cuando te miras al espejo y lo ves posible, y eres capaz de esbozar una sonrisa que da un manotazo a la nube de pesadumbre con la que vives. Una nube, a fin de cuentas, tras la que puedes ver dónde pones los pies.

Al tiempo vuelve. Despacio, recorre tus pasos. Los vuelve a pisar, más rápido que tú, hasta que te alcanza. Un día sientes su aliento gélido en la nuca y tu cara se ensombrece mientras la vista se te nubla. Sus dedos se clavan en tu espalda, y una sólida cadena se engancha a tu pie. Te quedas parado mientras avanza unos pasos más, los suficientes para volver a mantenerte la mirada. Esos ojos azules blanquecinos que te fulminaron cuando todo ocurrió. Un enorme agujero aparece al otro lado en el momento en el que pone una mano en tu cuello y, sin aplicar casi fuerza, te tira.

Y te caes.

Qué putada, cuando pensabas que todo iba bien. Que lo tenías controlado. Cuando al mirarte al espejo tus ojos se empañan y una presión te empuja hacia el suelo. Te pide que te quedes ahí, y recuerdes cada uno de esos putos momentos en los que eras feliz. Porque tú antes eras feliz, y sin preguntarte, alguien te arrebató todo lo que tenías. Sin avisar, sin poder defenderte, sin poder coger un escudo aunque sea mínimo, aunque sea una puta tabla que esté por el suelo. Sentir de repente cómo una espada te atraviesa el corazón desde la espalda. Y odiar todo lo que has sido con él durante años. Supongo que es el sentimiento de la supervivencia, el típico rechazo al dolor. Al fin y al cabo el ser humano no quiere sufrir. El viento silba y te tapona los oídos mientras caes todos aquellos metros que tanto te costó subir en tan sólo un instante, hasta que te traga la oscuridad.

Últimamente recuerdo cuando el mundo era más sencillo y uno no tenía que lidiar con este tipo de sufrimiento, cuando los mayores camuflaban la verdad con eufemismos y tú continuabas con tu vida sin problemas, y la felicidad tenía nombres de cosas inanimadas, como un libro, un videojuego o un balón. Con los años, tendemos a complicarnos la puñetera vida y entretejer lazos vinculantes con gente que, de un día para otro, puede decidir prescindir de ti. He aquí mi frívola visión del amor hoy día, cortesía de un alma destrozada víctima de una traición.

Qué puedo decir, al fin y al cabo merece la pena jugárselo todo por unos años de felicidad, aunque la repercusión tome forma de una oscura y latente cicatriz que llevarás de estigma para siempre. A pesar de que el egoísmo supere esa preciosa irracionalidad y sea capaz de destruirte por un mero comportamiento temperamental. Sin pensarlo dos veces, por puro impulso. Como si todas esas frases susurradas a unos milímetros el uno del otro se borraran con el agua de la lluvia mañanera, y de un día para otro alguien sea capaz de decirte que no eres nada para él.

Ahora me da por refugiarme en placeres anónimos. Esos que consiguen que por unos instantes no vea la silueta del dolor mirándome desde lejos, esperando para atacar alguna que otra vez con imágenes, sonidos, sensaciones. Esas que oscurecen mi mirada y no permiten que salgan palabras bonitas de mi boca. Porque no siento, porque odio al ser humano, porque odio echar de menos a alguien que me ha olvidado. Porque odio la falta de atención que acentúa el silencio de mi soledad. Porque odio que alguien me haya hecho esto. Porque odio mi debilidad.

Me gustaría poder ver a la Ester del pasado una vez más. Acariciarle la cara suavemente y decirle que, una vez más, ha cambiado. De esa forma que consideró que nunca iba a volver a repetirse debido a su trascendencia. Ahora no tengo inocencia, no soy capaz de tirarme al vacío confiando en que alguien me va a coger antes de caer. Porque alguien se apartó, y mientras caía me clavó un puñal para caer más rápido, más fuerte, más dolorosamente. Y ahora no soy capaz de pensar en alguna tarea mundana de mi vida sin sentir una punzada en el corazón. Gracias.


No hay final feliz en este escrito de mierda. No hay párrafo que aporte el contrapunto optimista, el “ya se me pasará” y que pone al señor Tiempo como curandero. No me sale de los cojones, por una vez, decir que se me pasará. A pesar de que mi orgullo precede a toda forma de nostalgia y arrepentimiento, y que de vez en cuando baja al agujero donde estoy y me da una ostia en la cara diciéndome qué pelotas me pasa. Tan sólo quiero tener la mirada ausente, mientras la página en blanco se rellena con palabras teñidas de angustia.

sábado, 26 de noviembre de 2016

Crónica de una mierda

Miré la piedra, esa que cogió de la orilla un día y me dijo que me la regalaba por la forma y los colores que tenía.

La cogí, sentí su peso, y de pronto la encontré increíblemente inútil. Símbolo de algo que me había esforzado por mantener en esa estantería para nada. De lo que yo había venido haciendo todo ese tiempo mientras el mundo me mostraba la falta de respuesta.


Imagino mi expresión de indiferencia mientras me di la vuelta con la piedra en la mano y abrí la ventana. En ese momento mi mente no decía nada, tan sólo me transmitía esa orden, sin mayor trascendencia. El aire frío del lluvioso día entró en mi habitación en el breve momento en el que abrí la ventana completamente. Localicé un punto en el jardín donde perder esa puta piedra y no volver a verla jamás en la vida y volví a sentir una vez más el peso de ese estorbo antes de lanzarlo con la fuerza suficiente como para que llegara al otro extremo del jardín. La vi describir una suave parábola antes de perderse entre la oscuridad de la hiedra. Tan simple, tan rápido, tan sencillo. Una pequeña muestra de lo que debería haber hecho con todo lo que lleva grabado su nombre y quedarme con un cuarto vacío si hacía falta.

Gracias por toda esta mierda.

jueves, 13 de octubre de 2016

What about those days

Esos días en que el mundo grita en silencio. Cuando quieres escuchar y no oyes nada. Salvo a ti. Tu eterno compañero. Hasta el fin de tus días.

He perdido un pedazo de mí por el camino. Lo siento, siento su ausencia. Acaricio la marca que me ha dejado, como una dentellada. La acaricio y todos los recuerdos vuelven en ráfagas. Voces, risas, frases congeladas. Ahora sin sentido. Vacías.

La reconfortante sensación de enterrar tu cara entre tus manos y soltar un llanto desgarrador. Soltarlo todo, oírte sufrir. Y sentirte mal. Querer abrazarte, ayudarte y decirte que todo saldrá bien. Que un día vendrá ese que llaman tiempo y que de alguna manera maravillosa cubrirá esos amargos recuerdos de un borroso manto. Traslúcido, nunca opaco, siempre presente. Ojalá se hubiera llevado eso y no ese pedazo de mí.

Me río al pensar qué mierda me deparará ahora la vida. Si tiene otra de estas preparadas, guardadas en un cajón lista para ser estampada en mi cara. Cuando vaya andando por la calle, sin destino fijo, y de repente me suelte el ostión. De esos que te obligan a recuperar el equilibrio, que te quedas como gilipollas porque no lo habías visto venir. A ver cuándo cojones me va a soltar otra de estas.
A lo mejor no debería confiar en nadie. Sería la opción fácil, ¿No? No volver a entregar tu corazón. Ese que ahora lo tengo frío, cubierto de escarcha, que sólo suspira un par de palabras al día entre un mar de sufrimiento. A lo mejor debería aislarlo del mundo para que no vuelva a sufrir. Sería lo justo, porque no se merece nada de lo que le ha tocado vivir.

Igual debería dejarme llevar, inerte sobre una corriente que no se para a pensar en mis problemas. Flotar como me encantaba hacer en la piscina de mi amiga, con el suave sonido del agua como banda sonora. Igual encuentro nuevos lugares en los que olvidar mis pensamientos y despedirme de mi puta soledad. Y mientras tanto, dejar que mi corazón se cure él solo con ese al que llaman tiempo.


Jamás me sentí preparada para afrontar esto. Touché, igual me lo merecía por imbécil.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Que no, que todo es mentira

Cuando pensé que habían pasado tantos años que su propio peso había depositado una gruesa capa de cemento sobre mis recuerdos, de pronto vino un “Seguro que le hubiera encantado conocer todo esto que estoy viendo”. Así, de repente, una bofetada fría e inesperada que me llegó al puto corazón, estrujándolo. Los ojos se me cubrieron de lágrimas con el sólo pensamiento, una suave voz que me sugirió la situación tan entrañable que hubiera vivido con ella. Me falta el aire, siento que he perdido cualquier forma de vivir que no sea bajo la sombra de su recuerdo, y eso me mata. El dolor no disminuye, se esconde, se va a dormir un tiempo, pero nada garantiza que una cruda mañana de café y cigarro, o una noche a la luz de una lámpara arropado por una melodía de piano, se acerque y te abrace, se introduzca en cada uno de tus poros y llegue hasta lo más profundo de tu ser, arrasando con toda aquella esperanza de que algo fuera a cambiar.

He cambiado, sí, porque no ha habido otra forma de seguir. Porque no puedo salir a la calle y no confundir el pelo ondeante de una chica que pasa con prisa con el suave movimiento de cabeza que hacías cuando te inclinabas hacia atrás en una ruda e íntima carcajada. Porque no puedo poner una cafetera sin sacar dos tazas, porque el pulso no me deja de temblar cada vez que las cortinas simulan por un breve instante tu silueta sentada ante la ventana. Nada ha desaparecido, la vida sigue igual, y hago todo lo posible por no caer presa del pánico que me abruma cada vez que ansío tu vuelta, así que cubro todas mis puñeteras emociones con una gran capa de conformismo.

Cuando uno se enamora, se siente como un arma de doble filo: de un lado, la euforia de poder compartir tu vida con alguien, confesar cada una de tus viles manías y recónditos secretos, poder ser tú mismo sin importarte qué piense en qué momento si no es bajo el sentimiento general del cariño y deseo. De otro lado, el temor a que todo aquello que has dado haya sido un error, y te encuentres solo, desnudo y sin uno de tus secretos a salvo, con un pedacito menos de vida en manos de otra persona, que se lo llevará a su otro amor y lo integrará en su pasado. Sólo un necio se preocupa de aquello que no puede controlar, y aun así uno no puede evitar pensar en esas situaciones en esos momentos en los que cada uno parece de un planeta.


Supongo que ese es el precio de abandonar la razón y abrazar tus deseos más puros, conseguir aquello que anhelas y permanecer ahí, durante el mayor tiempo posible. Ser tú mismo durante unos gloriosos años hasta que una fuerza fortuita se lo lleva todo, te da una paliza y te quedas desnudo en la calle sin nada ni nadie a quien aferrarse. Qué fácil es decir “levántate”, pensar que hay otra oportunidad que merezca la pena, y obviar el camino más tentador que es el de la soledad teñida de rencor y resentimiento. Renegar de la humanidad y fiarse de uno mismo, cuando la mente no está obnubilada con anestésicos varios. Confiar en que únicamente de esta manera no volveremos a sufrir, y permanecer el resto de nuestras vidas imaginándonos aquello que nunca estuvo pensado para nosotros.