Un día
como otro cualquiera, de esos en los que el cielo echa a todas las nubes y acampa
a sus anchas, estaba en mi cuarto leyendo un libro. Por aquella época, me
gustaban los libros gigantes, esos que nunca acaban. De vez en cuando, paraba
de leer y cerraba el libro dejando mi dedo atrapado entre las páginas, tan sólo
para ver cuánto me quedaba para acabar, y angustiarme con la idea de que la
historia tenía los días contados. En ese momento, estaría leyendo un libro de
mundos increíbles y personajes inimaginables por mi pequeña mente, cuando de
repente ella entró.
Si pudiera
definirla de alguna manera, creo que sería alta y fuerte, con el pelo
alborotado y la mirada de fuego. De movimientos felinos y la vista fija,
atravesándome por completo como si fuera transparente. Parecía que vino de
paso, que mi cuarto era uno más para llegar a su verdadero objetivo, pero sacó una
silla y se sentó a mi lado. Se quedó mirándome, curiosa y molesta por mi
absurda tranquilidad, y empezó a hablarme.
“¿Qué
haces aquí tan sola?” susurró con una voz extrañamente melódica.
“Leer”
respondí tajantemente. Yo por aquella época no es que fuera muy habladora, más
allá del mensaje que quería comunicar no trascendía demasiado de la mano de la
retórica.
Se quedó
callada unos instantes, en los que parecía pensar la siguiente frase con
cautela.
“¿Sabes
qué están haciendo el resto de tus amigos?” preguntó.
Se referiría
a mis amigos del colegio, la clásica piña de clase de gente de todo tipo.
“No.
Tampoco es que me interese” repuse sin interés alguno, intentando volver a mi
historia sin apartar la mirada de la página en la que me había quedado, leyendo
una y otra vez la misma frase.
“¿Nunca
te has planteado si tú eres mejor que ellos?” dijo lentamente, saboreando cada
palabra, estudiando cada uno de los músculos que conformaban mi expresión.
En ese
momento levanté la mirada del libro, y observé a mi nueva interlocutora.
“¿Por
qué me iba a plantear eso?”
Justo después
de decir la última sílaba, se me acercó rápidamente, dejando su nariz pegada a
la mía hasta tal punto que pude sentir su aliento apestando a ceniza.
“Porque
sabes que eres mejor”
Y así
fue como empezó la historia que acabó en la asquerosa mediocridad.
Aquella musa
que una vez entró en mi habitación, nunca se fue. Poco tiempo después, vino de
la mano de la ambición, su jodida compañera de brazos largos y palabras de
terciopelo. Qué mala pareja hacen, joder, me puedo pasar días enteros viéndolas
pelearse y comiéndome la cabeza, que no me cansan, es una de las drogas más
potentes de este maldito mundo.
El problema
viene cuando la historia acaba tal y como se llamaba esta mierda de escrito, en
absoluta mediocridad. Cuando te das cuenta de que, por mucho que te esfuerces,
por mucho que mires al mundo y una calificación o un título te respalde, no eres
el mejor. Y nunca lo serás. Y te quedas con tu cara de imbécil esperando que el
mundo rectifique y te dé un beso en la frente. De ahí en adelante, es cuando
tienes que decidir qué hacer: si levantarte de nuevo y contraatacar, o buscarte
una explicación que te aplaque durante un par de meses hasta que vuelvan a
pincharte las dos musas de turno.
A día de
hoy, no sabría decir cuál es la mejor solución, ya que he probado ambas y sigo
igual de jodida tirada en el sillón después de cada una de ellas.
No está
bien señalar a culpables, pero hace unos años, cuando era más pequeña y miraba
con ojos muy abiertos desde casi el suelo, me hicieron unas alas de cera. Eran preciosas,
enormes y con mil detalles fabricados con cera de expectativas, de sueños, de
esperanzas. Eran tan grandes y tan bonitas, que creo que me rompieron el
espinazo.
Supongo que
no estaba hecha para eso.