Fui al supermercado a comprar las malditas uvas. 126. ¿por qué cojones ponen tantas en un mismo puto paquete? Odio estas fiestas, y que me sobren 114 uvas de mierda. Época de hipocresía absoluta, de pelis dignas de quemar la televisión por la tarde; ya que no la ven las familias felices podrían poner porno para los que estamos solos. No estaría mal verlo a la luz del sol en el sofá del salón. Otra manera de echar el día, sólo que en Navidad.
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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda
lunes, 31 de diciembre de 2012
Para qué
Lunes, 31 de diciembre de 2012, ya el fin de nuestra era. Qué
curioso, por un pequeño instante confié en que todo esto resultara un pasaje
temporal con una pequeña cláusula de cese prematuro. Y hoy, otro día absurdo.
Fui al supermercado a comprar las malditas uvas. 126. ¿por qué cojones ponen tantas en un mismo puto paquete? Odio estas fiestas, y que me sobren 114 uvas de mierda. Época de hipocresía absoluta, de pelis dignas de quemar la televisión por la tarde; ya que no la ven las familias felices podrían poner porno para los que estamos solos. No estaría mal verlo a la luz del sol en el sofá del salón. Otra manera de echar el día, sólo que en Navidad.
Fui al supermercado a comprar las malditas uvas. 126. ¿por qué cojones ponen tantas en un mismo puto paquete? Odio estas fiestas, y que me sobren 114 uvas de mierda. Época de hipocresía absoluta, de pelis dignas de quemar la televisión por la tarde; ya que no la ven las familias felices podrían poner porno para los que estamos solos. No estaría mal verlo a la luz del sol en el sofá del salón. Otra manera de echar el día, sólo que en Navidad.
viernes, 7 de diciembre de 2012
Largo y sin demasiado interés.
A lo largo de mi vida he venido pensando que soy de esa
clase de personas que son “buenas” por naturaleza, que miraba con cierto reparo
cuando sus amigos encendían un porro o hablaban mal de las personas mayores
cuando ellos sólo querían advertirles de lo que conllevaba su modo de vida. Lo pensaba,
y permanecía en silencio mientras mi moral contemplaba desde mi mente lo
distinta que era la humanidad.
Y así durante el resto de los años. Crecí, estudié y me
divertí como alguien diligente que no sobrepasa los límites establecidos. Me enamoré
un par de veces, o al menos eso pensé. Una etapa de experimentación en la
universidad y cuando me quise dar cuenta ya era un trajeado del montón con una
pantalla y un teclado por despacho. El trabajo se hizo tan monótono que mi vida
pasó a ser más sistemática de lo habitual. Me levantaba, desayunaba, me
enfundaba en el traje, luchaba por buscar un resquicio en el metro entre miles
de desconocidos durante media hora y después, medio kilómetro andando hasta la
oficina, donde las miradas de indiferencia eran el puto pan de cada día. Ante todo
aquello, no sé cómo lo hice, pero la mayor parte del día la pasaba en silencio.
Silencio, porque me educaron así. Ya sabéis, protocolo y
respeto hacia el resto del mundo. No salirte de los límites y la diligencia,
siempre cortés. No digo que esté del todo mal, pero una vida condenada a esos
límites… digamos que te acaba quemando. Tu piel se cuartea y tu vocabulario se
reduce hasta tal punto que cuando quieres darte cuenta no trasciendes de las
meras frases estereotipadas. La gente habla y tú asientes, articulas y te
vuelves a callar. Todas las mañanas te afeitas y olvidas cómo era tu mirada
cuando hacías algo más que visualizar los colores y formas y trascendías más
allá del maldito maquillaje y la puta hipocresía. Como las putas que desfilan
ante un gordo seboso con un fardo de billetes en el mismo sitio donde guarda la
puta polla. Simplemente desfilas, como el resto, a ver si pasa de largo y no
tienes que follártelo a base de lubricante artificial. Hasta entonces, tiemblas
mientras pasas de largo y te comportas exactamente igual que el resto, y vuelta
a empezar.
En una de estas tardes, una fuerte lluvia interrumpió mi
medio kilómetro de vuelta al metro, y me tuve que refugiar bajo la lona de un
café. Aquello era insuficiente, así que entré en el establecimiento. Era viernes,
la gente hacía lo imposible por salir antes y el negocio estaba bastante
desolado a la hora a la que normalmente mis compañeros solían hacer la
sobremesa. No se me ocurrió otra cosa que pedir un café, si no hubiera sido
incorrecto, supongo.
Llegué a la caja principal, hice mi pedido. Esperé pacientemente
mientras una chica entraba estrepitosamente empujando la puerta con uno de los
hombros. Estaba completamente empapada y el abrigo mal puesto no hacía gran
cosa por la causa. Un mechón rebelde hacía compañía al conjunto desordenado
debajo del gorro de lana, y sobresalía en una aspiración al cielo por recibir
la fría lluvia. Llevaba una carpeta repleta de papeles mal metida en un bolso
medio abierto, que dejaba entrever miles de cosas que estaban sin orden ni
motivo alguno. Me quedé mirándola, desconcertado por aquel caos que conformaba
en su persona y que se situaba tras de mí en la cola de pedidos. No supe qué
pensar, todo aquello no estaba dentro de mis planes, odiaba la improvisación en
mi vida. No me preguntéis por qué, pero cuando me quise dar cuenta, estábamos
sentados en una de las mesas hablando sobre nuestras vidas anónimas en aquella
tarde lluviosa.
La verdad, fue increíble. Jamás pensé que la vida pudiera
ser algo más que los objetivos estipulados a largo plazo, donde yo ya estaba. Hacía
unos años terminé la universidad y formulé mi siguiente objetivo, el trabajo
estable. Cuando ya lo tuve, no supe qué hacer, qué pensar. Es entonces cuando
la gente hace una familia, tiene una hipoteca que te condena durante cuarenta
años, una mujer hacia la que años atrás perdiste
la pasión sexual (si es que alguna vez
existió y no fue todo cosa de la desesperación mutua) unos hijos medio
diabólicos y maleducados y un perro que sabe dios si algún día fue pequeño y
adorable. Es lo que la familia te pregunta, si ya lo has conseguido. Me considero
bastante estúpido por haber intentado seguir ese esquema, la verdad. Todo parece
correcto y perfectamente calculado hasta que realmente lo cumples, hasta que
tienes más de treinta años y no has saboreado una puta mierda de la vida. Cuando
te das cuenta de que mientras te obsesionabas con los libros esa persona
especial se escapó en alguna de las calles bajo algún paraguas, en una
cafetería recóndita de la ciudad, en aquel bar de jazz al que nunca tuviste
tiempo de ir, o en un tren que no iba a ninguna parte que te importara, te la
suda bastante el título que ahora mismo cuelga de la pared de tu casa de mierda
de soltero. Te veías rico y con miles de mujeres buenorras en tu ducha y en la
cama, pero no tienes una puta mierda.
Ahora tengo más de treinta y estoy fumando en la azotea de
un edificio del que ni siquiera sé cómo coño he entrado. La chica de al lado es
de la que os hablé, una auténtica musa anacrónica. Dios, podría haber sido
tantas cosas que de solo pensarlo me dan ganas de consumirme bajo el fuego como
el cigarrillo que tengo entre mis dedos. Si le digo todo esto a ella, me va a
llamar viejo. Me considero un viejo, estoy tan anclado en algo que puede llegar
a ser tan absurdo que no abarco más allá, aunque a ella le gustan los tíos con
unos cuantos años a la espalda. En fin, no le voy a decir lo contrario, ha sido
el mejor soplo de aire fresco de mi vida.
Tal vez no sea demasiado tarde, y el mundo me abra una
puerta más por la que abandonar todo esto. El piso de mierda, el traje
almidonado. Dios, cómo odio ese traje. La chica de los bocadillos de la
oficina, debe gritar como una zorra cuando se tira al jefe. La comida cutre, el
papel higiénico que raspa. El ruido de los vasos de plástico al dejarlos en la
mesa, el tecleo exagerado del tío del cubículo de al lado. Estridente, absurdo.
Digno de un maldito suicidio. Ahora estoy en un sofá remendado al lado de una
cama sin hacer. He empezado a pintar, mi padre siempre pensó que era algo
propio de los muertos de hambre. Dentro de poco me llamarán profesor, a ver si
de una vez tiene sentido mi jodida carrera. Tal vez escriba un libro, dé
conferencias… quién sabe. Me consuela saber que al menos ahora las cosas son a
corto plazo. Porque es lo propio, lo que viene con la libertad. Lo que llevan
grabado las cadenas de los convencionalismos te sume en el absurdo del vacío,
en esa insensibilidad que te prohíbe disfrutar de un día lluvioso y escuchar el
sonido en la acera. Hoy tengo la sensación de que he escrito mal mi intención,
y de que es cierto. Pero para qué volver a leerlo, cuando únicamente es el
resumen de una vida más que no promete ser interesante por su título ni portada.
Una vida más, con algún matiz distinto, pero al fin y al cabo con los mismos
anhelos que miles de personas que temen no amanecer al día siguiente sin haber
hecho lo que llevan soñando toda su existencia. Un texto largo y sin demasiado interés. Yo ya lo dije.
sábado, 1 de diciembre de 2012
Un limbo neutral
Todo se desarrolla en una tarde oscura de invierno. El frío
se cuela por los resquicios de las puertas, dios, por poco se me congela el
aliento. Me arrebujo en una manta, esperando a un absurdo pronto de calor, que
vuelva a hacer que sienta los jodidos dedos de los pies. Sentada en la cama,
esperando una incongruencia de más.
Sexo y un plato humeante. Una detrás de otra. Simplemente perfectas.
Me encanta tu espalda, me vuelve loca cuando te levantas a ponerte una
camiseta. Tu cuerpo se perfila por la luz de la luna que apenas alcanza a
iluminar ese pequeño trecho de la habitación donde está el armario, donde
tantas veces te he visto sonreír medio desnudo. Esta habitación se lleva una
gran parte de mi vida.
No por duración, más bien por intensidad. Joder, qué
intenso, qué reiterada mi frase. Entiende que no surge ninguna otra cosa en mi
mente mas que esa frase tan singular. Esa palabra recoge todas mis malditas
emociones, mis gritos y mis orgasmos. Como si fuera virgen de nuevo, como si el
mundo se descubriera de par en par. Como si mi mente y mi cuerpo confluyeran en
un limbo neutral, como una bestia que despierta tras un infinito letargo. Como si
acabara de revivir de un sueño tan largo que apenas recordara la última vez que
te sentí. Y me lo recuerdas, y no sé cómo lo haces pero eres capaz de hacer que
lo olvide con tal de volver a sentir que lo recuerdo.
Hay veces en las que quiero mirarte cuando me resulta
imposible. Me gustaría verte todo el tiempo y a la vez tener esa sensación de que
este se detiene en esa noche gélida, que nos quedaremos en una vivencia eterna,
en aquel estado que ninguna droga podrá alcanzar en su mejor momento, que sólo
tú podrás darme. Que me dirás mil veces lo que sientes mientras nos sumimos en
el abismo que conforma la alienación de un mundo que se derrumba a nuestros
pies. Que se joda el mundo, yo tengo la libertad. Yo tengo esa pequeña fracción
del ser humano que le atonta, le desconcentra y le hace más humano. Que lo
diferencia del resto de los hombres que jamás reirán o llorarán si no se lo
dice su dios, de aquellos que confían su vida a la dependencia del resto, la
sociología primitiva. Que buscan motivos tan absurdos a la existencia que se
establecen sus propias limitaciones porque sí, porque de otro modo no
estaríamos en esta porción de tierra. Ahora tan sólo contemplo mi plato
humeante mientras la noche siembra la paz en la oscuridad.
viernes, 9 de noviembre de 2012
Zapatos sobre el río
No sé si soy capaz de acordarme del todo, pero estoy seguro
de que en cualquier momento, si la vuelvo a ver, sabré que es ella.
Estábamos en el viejo puente del pueblo, los dos solos. El río
corría cuesta abajo con la fuerza del despertar de la primavera. Nuestros zapatos
danzaban de un lado a otro, dándose de vez en cuando en una excusa para
acercarse. Éramos niños, niños que querían ser grandes sentados en el viejo
puente del río.
Ella me miró de repente, curiosa. Recuerdo que me sorprendió
lo cerca que estaba, no era propio que me mirara así. Solía tirarle del pelo y
ensuciarle el vestido con nieve derretida de la puerta del colegio, así que
cuando me miraba sus ojos solían estar llenos de odio. Aquel día me miraban
distintos, dulces, preciosos. Por aquel entonces no sabía lo bonita que era su
mirada.
Y entonces, se acercó y pegó sus labios a los míos. Jo, qué
raro me sentía. Me fijé en el montonazo de pecas que tenía en la nariz y que se
caían dispersas en las mejillas. Los segundos se me hicieron eternos hasta que
por fin se alejó y enfoqué la vista. Me seguía mirando así, jo, qué raro. Rápidamente
miré mis zapatos danzar por encima del agua, hacia delante y hacia atrás. Sentí
que ella seguía mirándome, y yo moviendo los pies como un tonto sobre el río.
Y ese fue mi primer beso. No sé si lo considera ella, espero
que sí. Aunque me porté como un tonto, qué menos cabe esperar de un niño con
las rodillas peladas de caerse jugando al fútbol en el patio. Aahh (suspiro),
dulces recuerdos. Ojalá el mundo volviera a ser tan sencillo, y la vida no
estuviera tan sistematizada. Ojalá una palabra no significara mil cosas, y tan
sólo fuera lo que en un principio se nos enseñó. Que las lágrimas sean tan
corrientes como las risas, tan sencillas y humanas. Que la felicidad se resuma
en una tarde genial con los amigos y una merienda de leche con galletas en el
comedor de tu casa. Que todo se pueda resumir en unas cuantas frases con
polisíndeton e interjecciones. Que al tumbarte en tu cama, en lo único que
pienses sea a qué jugarás mañana en el recreo, y si la niña de las pecas en la
nariz se enfadará mucho cuando le tires del pelo al entrar en clase.
sábado, 3 de noviembre de 2012
Cadena de acero
Qué me queda, sino el frío acero que baila en mi dedo
corazón. A veces me imagino que se vuelve afilado, cortante hasta el punto de
hacerte sangrar al mínimo descuido. Una pequeña daga que me recuerda el castigo
que miro cada día. Un peso muerto en mi mano, pero que nunca se separará de
ella.
El otro día me olvidé de sus ojos. Estaba en un viaje, indiferente con la mirada clavada en el cristal traslúcido de la ventana. Volví a pensar en ella, como otro millón de veces cada vez que me ensimismo, pero me faltaba algo, algo que se fue difuminando con el tiempo y que no me percaté por su tenuidad. Me olvidé de sus ojos. De su mirada, la que atravesé mil veces en mis sueños, en mis noches a su lado en el sofá. Cuando cocinaba y sonreía como una niña en uno de sus episodios de cocina experimental. Cuando le contaba algo que en teoría no le debería interesar, pero me escuchaba como si fuera el cuento más maravilloso de la historia. Cuando la acariciaba a la luz de una vela en la oscuridad de la madrugada. Cuando cortaba un ramo de flores silvestres tras volver de un paseo y se las ponía en un jarrón en la ventana. Cuando le decía que la amaba. Cuando le daba ese absurdo beso en la nariz. Tantas miradas, tantas malditas formas y ocasiones, y no consigo darles forma a sus ojos. Su color oscila entre los claros, pero no me acuerdo de su combinación. Sé que tenía una aureola de burbujas escarpadas, una curiosidad insaciable y un alma entregada a mi ser, pero simplemente no puedo acordarme de su mirada. Se me ha escapado, por fin, ansiosa de libertad.
En aquel momento me quedé estupefacto ante la ventana mientras el paisaje se difuminaba en un largo cortometraje sin fin, distorsionado y desenfocado en un cúmulo de colores. No sabía si maldecirla o llorarla de nuevo, tan sólo permanecí sentado, inmóvil. Deseé que al nacer no me hubieran dado esa imperfección humana que son los sentimientos, que tan sólo fuera una jodida máquina con un absurdo fin en la historia. Deseé ser un ambicioso magnate que sólo quiere un yate con papel higiénico de billetes y furcias de silicona. Deseé no haber amado en mi puta vida, y no hallarme en el dolor eterno que conforma la soledad.
El mundo tiende a dar consejos tan absurdos que te sientes mejor al refugiarte en su superficialidad. Todos los damos, los hemos dado y lo tendremos que hacer, bien por compromiso o frialdad contextual. Aquel día no sabía qué hacer con mi propia vida, si consolarme con al menos haber tenido a la mujer de mi vida en mis brazos o maldecirme por perderla en una vida atormentada. Sigo sin saberlo, y hoy día me abstraigo en los trenes y autobuses buscando sus ojos en los reflejos, en las miradas de mujeres de su edad, en vidas anónimas que se sientan enfrente en el mismo vagón. La imagino en mi obsesión enfermiza, sentenciada e inevitable. No elegí convertirme en un maldito viejo apocalíptico, que observa el presente con desdén mientras llora por los actos del destino. Del mundo cruel que nos rodea y confabula a nuestras espaldas, o de nuestros actos egoístas sin fundamento racional más que la autojustificación alienada en nuestro ego. Y que llegue el final, con su manto del olvido. Y que me cubra con el placer eterno, hasta que por fin mi alma arda junto con el resto en alguna hoguera de un bosque terrenal.
El otro día me olvidé de sus ojos. Estaba en un viaje, indiferente con la mirada clavada en el cristal traslúcido de la ventana. Volví a pensar en ella, como otro millón de veces cada vez que me ensimismo, pero me faltaba algo, algo que se fue difuminando con el tiempo y que no me percaté por su tenuidad. Me olvidé de sus ojos. De su mirada, la que atravesé mil veces en mis sueños, en mis noches a su lado en el sofá. Cuando cocinaba y sonreía como una niña en uno de sus episodios de cocina experimental. Cuando le contaba algo que en teoría no le debería interesar, pero me escuchaba como si fuera el cuento más maravilloso de la historia. Cuando la acariciaba a la luz de una vela en la oscuridad de la madrugada. Cuando cortaba un ramo de flores silvestres tras volver de un paseo y se las ponía en un jarrón en la ventana. Cuando le decía que la amaba. Cuando le daba ese absurdo beso en la nariz. Tantas miradas, tantas malditas formas y ocasiones, y no consigo darles forma a sus ojos. Su color oscila entre los claros, pero no me acuerdo de su combinación. Sé que tenía una aureola de burbujas escarpadas, una curiosidad insaciable y un alma entregada a mi ser, pero simplemente no puedo acordarme de su mirada. Se me ha escapado, por fin, ansiosa de libertad.
En aquel momento me quedé estupefacto ante la ventana mientras el paisaje se difuminaba en un largo cortometraje sin fin, distorsionado y desenfocado en un cúmulo de colores. No sabía si maldecirla o llorarla de nuevo, tan sólo permanecí sentado, inmóvil. Deseé que al nacer no me hubieran dado esa imperfección humana que son los sentimientos, que tan sólo fuera una jodida máquina con un absurdo fin en la historia. Deseé ser un ambicioso magnate que sólo quiere un yate con papel higiénico de billetes y furcias de silicona. Deseé no haber amado en mi puta vida, y no hallarme en el dolor eterno que conforma la soledad.
El mundo tiende a dar consejos tan absurdos que te sientes mejor al refugiarte en su superficialidad. Todos los damos, los hemos dado y lo tendremos que hacer, bien por compromiso o frialdad contextual. Aquel día no sabía qué hacer con mi propia vida, si consolarme con al menos haber tenido a la mujer de mi vida en mis brazos o maldecirme por perderla en una vida atormentada. Sigo sin saberlo, y hoy día me abstraigo en los trenes y autobuses buscando sus ojos en los reflejos, en las miradas de mujeres de su edad, en vidas anónimas que se sientan enfrente en el mismo vagón. La imagino en mi obsesión enfermiza, sentenciada e inevitable. No elegí convertirme en un maldito viejo apocalíptico, que observa el presente con desdén mientras llora por los actos del destino. Del mundo cruel que nos rodea y confabula a nuestras espaldas, o de nuestros actos egoístas sin fundamento racional más que la autojustificación alienada en nuestro ego. Y que llegue el final, con su manto del olvido. Y que me cubra con el placer eterno, hasta que por fin mi alma arda junto con el resto en alguna hoguera de un bosque terrenal.
sábado, 27 de octubre de 2012
Viejo calcetín
Hoy ha sido un día diferente. Hace tiempo que di por
perdidas algunas vidas de mi entorno, pero hoy resurgieron dando un brillante
color a mi jardín tras la ventana. Durante más de dos años me asomaba y
contemplaba desolada cómo las flores se marchitaban, cómo los rosales daban
paso a un ramo de espinas descoloridas, esgrimidas por la soledad e
indiferencia hacia lo que en un tiempo fue una unidad, una forma de vida y
apoyo. Hoy las plantas resurgieron, la vida emergió de sus raíces y mi mirada
brilló de entusiasmo al ver que todas aquellas tardes en las que traté de regar
la desértica tierra habían surtido efecto, y si no simplemente porque así fuera,
por obra de quien quiera que estuviera observando mi desolación.
Seamos de diferentes materiales, vidas forjadas de una manera o de otra, trastocadas por experiencias sórdidas que uno sólo las puede vivir en su propia piel, creo que hacemos lo posible por permanecer vivas. Largos ríos de lágrimas han formado corrientes interminables a mi costa, y la rabia me tortura en un vano intento de culpabilidad, impotencia por no poder haberle dicho que levantara la cabeza. Pero hoy vivimos para contarlo, y esta ágora irlandesa me ha recordado que hay cosas que nunca, a pesar de todo, serán posibles cambiar. Habrá muchos hombres, tantas identidades que desconoceré que me será imposible hacer una línea argumental en torno a cada una, pero sólo quiero verlas sonreír ante un mundo que quiere apagarse, que quiere que todos caigamos exhaustos en días anónimos. Sólo quiero que sean de esas personas que encienden una vela en la oscuridad, que nos animan al resto a ser felices. Porque la vida está para vivirla una vez, pero lo que no sabemos es si tendremos la suerte de encontrar el pequeño grupo donde siempre nos abrirán la puerta y nos ofrecerán una buena ensalada como guarnición.
Llegaban tarde, tampoco es una novedad. Antes de saber de su
existencia permanecí durante minutos eternos apoyada en la columna frontal del
bar. Los años habían descascarillado su cartel, descubriendo vestigios de lo
que pareció ser su anterior dueño. La magia de esos bares residen en los años,
el aire lúgubre en su interior que te acoge a la intimidad de la esquina, en el
sillón pegado a la pared. Mi mirada viajaba de un lado a otro, asombrada por la
luz traslúcida de aquella tarde, oculta tras las nubes semioscuras. Paseé largo
rato por los alrededores, me quedé mirando un pequeño camino que serpentea
hasta el otro lado de la avenida, pensando que allí había vivido largos
momentos de mi vida. La nostalgia la porto por defecto.
Esta noche, todo pareció congelarse. Estaban eufóricas, como
en los viejos tiempos. Dios, si realmente el tiempo se hubiera congelado
hubiera suspirado de alivio, la tranquilidad que produce saber que al fin y al
cabo están allí. Porque son ellas las que me han visto crecer, cambiar de
ideales y reforzarlos con la experiencia. Porque de algún modo, nos hemos ido
construyendo, formando parte de las otras, complementando nuestras carencias y
talentos juntas, como un grupo, como un jodido jardín. Una sola flor por sí
sola no será tan magnífica si no está rodeada de un bonito jardín tras ella. Mi
vida a su lado es como esta imagen, dependiente; quiera o no, son parte de mi
vida, quiero estar con ellas con los años, quiero ver cómo crecen y hacen sus
vidas, cómo son felices y me lo cuentan tras una mesa desgastada. Quiero que
sonrían cuando sepan algo emocionante de mis vivencias, o simplemente que me
rían las gracias. Que me den los consejos exactos, que estén allí. Tan sólo,
que estén a mi lado cuando flaquee, que me recuerden quién soy y lo que pienso
de este mundo tan achacado por los siglos, que reivindique mis sueños, mis
libertades y mi vida. Que viva más allá de las meras formalidades, que
trascienda de un mundo dominado por el capitalismo y la competitividad. Lo que
soy, lo que he venido siendo y lo que siempre seré.
Muchas veces me he preguntado si en algún momento me haré
con amigas tan cercanas como ellas; que lo sepan todo, que no pueda ocultar
apenas algún dato irrelevante. Supongo que no, la vida está hecha en distintas etapas
por algo, será imposible contar con otras como ellas. Por eso mismo, salgo al
jardín aunque haga el calor más tórrido o la tormenta más agresiva y
arrolladora. Lo hago, porque es lo que tengo que hacer, porque son mis amigas,
porque son parte de mí. Del mismo modo, me pregunto lo que seré para ellas, si
seré su jardín concreto o simplemente un peluche sepultado en un arcón desvencijado
cubierto por largas capas de polvo en el ático, tampoco quiero pensarlo. Hoy he
descubierto que al menos no soy un calcetín, o si lo soy ya tengo que ser
bonito para que de vez en cuando me aireen en la ventana.
Seamos de diferentes materiales, vidas forjadas de una manera o de otra, trastocadas por experiencias sórdidas que uno sólo las puede vivir en su propia piel, creo que hacemos lo posible por permanecer vivas. Largos ríos de lágrimas han formado corrientes interminables a mi costa, y la rabia me tortura en un vano intento de culpabilidad, impotencia por no poder haberle dicho que levantara la cabeza. Pero hoy vivimos para contarlo, y esta ágora irlandesa me ha recordado que hay cosas que nunca, a pesar de todo, serán posibles cambiar. Habrá muchos hombres, tantas identidades que desconoceré que me será imposible hacer una línea argumental en torno a cada una, pero sólo quiero verlas sonreír ante un mundo que quiere apagarse, que quiere que todos caigamos exhaustos en días anónimos. Sólo quiero que sean de esas personas que encienden una vela en la oscuridad, que nos animan al resto a ser felices. Porque la vida está para vivirla una vez, pero lo que no sabemos es si tendremos la suerte de encontrar el pequeño grupo donde siempre nos abrirán la puerta y nos ofrecerán una buena ensalada como guarnición.
En serio, gracias chicas. Hoy me hicisteis más feliz.
sábado, 20 de octubre de 2012
Reflejo inconsciente
Temo el día en el que me encuentre con uno de mis
personajes. El día en el que le vea, en una calle oscura, bajo la sombra de la
luna en el viejo puente de la ciudad. Llevará el largo abrigo gris desgastado,
su viejo sombrero de fieltro, su pesar y remordimiento grabado en cada uno de
sus pasos. Consumido por la soledad y la traición, se acercará hacia mí con ese
aire de misantropía, incapacidad de interacción social carcomida por los años. Apestará
a alcohol barato, por supuesto, no se considera lo suficiente como para
comprarse un buen añejo y beberlo en las escaleras de debajo del balcón. Será entonces,
cuando me susurrará en unas breves palabras el odio acérrimo que me profesa por
el simple hecho de haberle creado. No por haberle corrompido con mis historias,
sino por haberle dado siquiera un soplo de vida con mis golpes de teclado tras
una narración impersonal. Por haberle calificado del viejo inspector de policía
de novela negra, por haberle hecho vivir tantas historias espantosas que sus
ojos apenas puedan vislumbrar el reflejo del sol. Que su vida haya sido
desarrollada únicamente bajo la vigilia de la luna, y que su amor haya sido una
joven de pelo rizado violada en medio de la Cuarta Avenida por un hijo de puta
que nunca llegó a atrapar. Que un día le miró a los ojos, y le tembló el
gatillo. Y que el resto de su vida haya terminado condenada a convivir con la
mierda de la sociedad detrás de los portales.
Este es mi personaje, según muchos lo que los verdaderos
escritores no queremos que se vea directamente de nuestra vida. He tenido
muchos otros, pero este es el que temo que venga. Porque me recordará la
miseria que compartimos, él en la oscura ciudad de Encaged City plagada de
crímenes sin resolver, y yo en la mía con el único misterio de qué le gritará
hoy la vecina al yonki de nuestro vecindario para que por fin se largue. Vidas tan
distintas que sugieren la misma mierda. Que ninguno vive lo suficiente como
para desear que mañana vuelva a salir el sol.
jueves, 18 de octubre de 2012
Lo que ya dejó de ser, el ayer
Tengo un cuadro que me evoca una bonita escena grecolatina,
un hombre de pelo como si hubiera sido tallado al trépano acariciando el suave
ángulo que traza la mandíbula redondeada de una mujer, ambos compartiendo una
mirada esculpida por la confluencia de perspectivas. Bonito, evocador, y cómo
no, nostálgico.
De qué será esta vez, sino de la propia historia. Si bien
considero un buen dogma para no llevarme decepciones cada vez que leo un
periódico, es que el hombre cae estrepitosamente cuando ve que alguien le está
mirando mientras hace las cosas bien. Por aquel entonces, el Renacimiento nos
colocó en la gloria de la humanidad, por supuesto tras un velo de pobreza marginal…
pero las artes eran tan bellas que el sólo hecho de haber podido convivir con
semejantes obras de arte hace que mire mi cómoda existencia con desprecio.
Desprecio, vergüenza. Por conformarme con lo que tengo, por
permanecer sentado en el sofá. Por no salir a la calle y gritar a los cuatro
vientos que lo único que hacemos es equivocarnos con cada medida que decimos, nos acerca un paso más al bienestar. Que criamos monstruos consentidos,
chavales que la arrogancia es digna de ser arrojada a un acantilado con su
incultura. La ignorancia del que no quiere aprender, la que más duele. La que
me consume, por impotencia y falta de entusiasmo. Los días brillan, pero mis
ojos se apagaron hace tantos años que ya la inercia tejió una espesa telaraña
entre estos y la realidad. No quiero ver más, no quiero volver a subir a un
autobús y que den patadas a dos mil años de historia. No quiero ver cómo violan
al progreso por la esquina de una calle oscura, ni cómo el inconformismo es
maquillado como una puta tras las absurdas palabras de rebeldía y violencia. El
hombre se tropieza, pero del mismo modo es incapaz de levantarse porque cada
día es más tonto y se olvida de cómo hacer las cosas que le enseñaron.
Su culpa entera no es, de hecho, fue el exceso de cultura la
que nos abocó al abismo. La cultura de pocos, la de los manipuladores. Aquellos
que cogieron las riendas de la sociedad y la dirigieron hasta los límites de la
estupidez. El fenómeno de masas guiado por la magia de las palabras, la
manipulación de datos hasta parecer que todo simplemente fue creado así. “La guerra es paz, la libertad es la esclavitud,
la ignorancia es la fuerza”. Todos acabaremos despertándonos en un anónimo
cubículo recibiendo órdenes de un absurdo dictador. Absurdo, porque nosotros
mismos le abrimos la puerta, le quitamos el abrigo y le ofrecimos un té, o una
copa. Le sentamos en nuestro sofá preferido, le dimos nuestra manta de los
domingos por la tarde. Bebió de nuestro vaso, se puso nuestra ropa. Como si fuera
nuestro jodido invitado, como si fuéramos autistas que nos entretienen con un
juguete brillante mientras los mayores hablan de cosas importantes. Como si
fuéramos poco a poco decreciendo hasta volver a la nada, antes incluso de
nacer.
domingo, 7 de octubre de 2012
Lo que sea, menos ser yo
De nuevo me encuentro a mí mismo en una de las mesas apartadas,
en esas cafeterías antiguas donde te ponen un desayuno contundente y una comida
que permite que pasen las horas entre sus butacas. Luego un café, lo que sea. Lo
posible para poder estar allí mientras llueve fuera.
Huele a mojado, pero no me importa. Las calles se tiñen de
un azul lúgubre que abraza las farolas y recorre sinuosamente las grandes
pilastras. La mampostería adquiere tonos más allá de su burdo origen, y me
traslado a lugares donde las palabras eran el pasaje hacia cualquier corazón.
Supongo que si me dedico a anhelar, sólo soy un bohemio. De esos
que miran con nostalgia el correteo patizambo de los niños pequeños, cuando
sólo se pensaba en las cosas desde la buena fe. Luego te haces mezquino, enrevesado,
si no el mundo te la clava por detrás. Y joder, cómo duele la primera vez que
te dan la espalda, que te miran con despecho, que te dan un último adiós. Ojalá
mis lágrimas en ese momento fueran de tristeza en vez de humillación.
La verdad es que si tuviera que enseñarle algo a un niño
pequeño e ilusionado, ignorante por naturaleza e innato de bondad, sería que no
confiara en nadie, y así se llevaría sorpresas en vez de desilusiones. Que no
buscara la verdadera felicidad entre las copas, ni entre las piernas de las
mujeres, que esperara al momento perfecto, que no se precipitara, que las
acogiera en sus brazos hasta que se sintieran seguras. Y que, cuando encuentre
a la suya, la que fue creada para él, que la protegiera con su vida, que no la
dejara escapar. Maldita sea, sobre todo esa última frase. Porque no es verdad que
si se va es que no era la verdadera, puede estar en una maldita librería y que
tú estés en el pasillo equivocado, o en el vagón contiguo porque aquel día
llegabas tarde al tren, o en el asiento dos o tres veces por delante porque no
querías que te viera el profesor ciego y ofuscado que no vislumbra más allá de
veinte alumnos. Puede estar en cualquier parte, y del mismo modo se puede ir de
tu vida sin que te inmutes.
Y si no la encuentras… andarás como yo, eso es lo que le
diría. Que se convertiría en un hombre engabardinado que va cubierto de frío con aire impertérrito cuando realmente ninguna mujer yacerá en sus brazos como lo hizo
ella. Que a él le rompieron el corazón y por su alma que nunca dejará que se
curen las heridas. Porque él es así, autodestructivo, imperfecto. El alma
bohemia, vivir en la angustia es lo que crea el maldito arte. Trascender de la
realidad, de los vasos de cristal, de las líneas rectas y los colores sin
mezclar. Vivir con una herida, con un fantasma deambulante sobre sus hombros. Vivir
con ese peso, con esa carga que esgrime las palabras perfectas de los tomos
encuadernados, los colores perfectos de un lienzo digno de admiración, las
notas especialmente ordenadas para que se pueda oír un llanto en los silencios.
Eso es, le diría, lo que conlleva ser un alma errante.
domingo, 30 de septiembre de 2012
Y un día de estos me beberé la colonia y me echaré el agua.
Supongo que eso resume que soy un condenado desastre. Mi mesa
es una oda al barroco, un cúmulo de vivencias hastiadas, alienadas y
externalizadas hasta perder significado. Un montón de papeles, por todas
partes. A su lado, una cama deshecha, las sábanas retorcidas descansando tras
una noche de sueños inquietos. Una pared destartalada, y de la ventana mejor ni
hablar. En la esquina de una pared, ropa que se las da de montaña, calcetines
que se las dan de foso del castillo. Mi vida es un caos, pero en ella misma
reside el orden.
Llego a casa, me quito las botas, tiro los calcetines al foso, la ropa a la montaña. Cuelgo el abrigo en la silla, gira sin impulso apenas por el deje. Las llaves suenan en algún lugar de la mesa, tiro unos cuantos papeles más, allí donde vi un hueco del mueble original. Me tiro en la cama, pienso, silencio. Me incorporo levemente, miro durante un tiempo el vano de mi guarida, la salida del tumulto, de mi pequeña cueva aislada del paso del tiempo.
Al tiempo me levanto, mis pies desnudos suenan en la alfombra. Giro la silla y me siento en ella, me dejo llevar por su crujido. Me inclino hacia atrás, inspiro, y vuelta a mi vida entre palabras incandescentes. Bombillas que si te acercas mucho se apagan, que si no les das la distancia suficiente huyen despavoridas por debajo de los coches. Gatos que parpadean antes de exhalar su último suspiro. Ensalada de palabras, golondrinas en los alféizares y caracoles en los nidos. Árboles que permanecen sepultados en el tiempo entre capas de cemento, ladrillos que se estremecen con el aire otoñal. Hojas que permanecen segundos, miradas que caen de las ramas soñando con una vida mejor. Ahora parece menos incoherente, ahora encuentro el orden en el caos.
Llego a casa, me quito las botas, tiro los calcetines al foso, la ropa a la montaña. Cuelgo el abrigo en la silla, gira sin impulso apenas por el deje. Las llaves suenan en algún lugar de la mesa, tiro unos cuantos papeles más, allí donde vi un hueco del mueble original. Me tiro en la cama, pienso, silencio. Me incorporo levemente, miro durante un tiempo el vano de mi guarida, la salida del tumulto, de mi pequeña cueva aislada del paso del tiempo.
Al tiempo me levanto, mis pies desnudos suenan en la alfombra. Giro la silla y me siento en ella, me dejo llevar por su crujido. Me inclino hacia atrás, inspiro, y vuelta a mi vida entre palabras incandescentes. Bombillas que si te acercas mucho se apagan, que si no les das la distancia suficiente huyen despavoridas por debajo de los coches. Gatos que parpadean antes de exhalar su último suspiro. Ensalada de palabras, golondrinas en los alféizares y caracoles en los nidos. Árboles que permanecen sepultados en el tiempo entre capas de cemento, ladrillos que se estremecen con el aire otoñal. Hojas que permanecen segundos, miradas que caen de las ramas soñando con una vida mejor. Ahora parece menos incoherente, ahora encuentro el orden en el caos.
lunes, 17 de septiembre de 2012
Parece que llueve, pero sólo es el cielo riéndose de mi vida
Aquella mañana el cielo se despertó con una pequeña neblina
en sus ojos, y por mucho que parpadeara no podía escudriñar la mirada más allá
de sus manos y sus pies. La ventana dejaba traslucir una luz indirecta,
aturdida, empañada por la propia atmósfera de noviembre.
Estaba sentado en mi silla, como siempre. Mi mirada ausente
y mi cigarro en la mano, oscilando, pequeños círculos trazados por el humo. Oí pisadas
desnudas en la madera, ni siquiera me volví a verla. Sabía que siempre venía
cuando estaba solo.
Su vestido de seda, dios, qué tacto, qué sonido producía con
esa leve fricción, qué alegoría tan jodidamente etérea. Su pelo, su pelo era un
maldito bosque tras la lluvia, una sensación tan reconfortante como haber
corrido miles de kilómetros en absoluta libertad. La piel de fuego, el corazón
a punto de estallar en mil pedazos. Cada movimiento era una oda a la
perfección, una estrategia perfectamente calculada para condenarme al dolor
eterno en su ausencia. A veces pienso en ella como un monstruo, una ególatra que
no pensó en nadie el día que se quitó la vida, el día que vio que su juventud
no era para siempre. Yo la veía incluso más guapa por las mañanas, su piel
nunca envejeció a mis ojos. Enamorado, condenado a la autodestrucción.
Odiaba que fumara por las mañanas, que lo primero que oliese
al venir al salón fuera mi tabaco barato. Le gustaba que la acariciara como si
en cualquier momento pudiera desvanecerse, que mis labios recorrieran su cuerpo
como un niño recorre el pueblo donde se crió, las calles de sus amigos, la casa
de su infancia. Como si hubiera nacido para vivir entre sus brazos, bajo su
mirada, bajo mi admiración. Condenado, sentenciado a mi fin sin ella.
Recuerdo la primera vez que oí su risa. Ojalá pudiera
describirla tal y como fue, pero tan sólo puedo aproximarme como pudo hacerlo Ícaro al sol. Estaba tan cerca, tan
cerca de morir con una puta sonrisa… pero tuvo que hacerme esto, tuvo que
clavarme el puñal para nunca ser capaz de sacármelo, para nunca volver a
respirar, ni derramar una lágrima, ni siquiera poder pronunciar su nombre. Tan sólo
existir, ver cómo me consumo y me hago viejo mientras contemplo su imagen
imperturbable, su piel perfecta y sus ojos ardientes, sólo para mí. Fuiste mía,
y se derritieron mis alas.
El resto ya se sabe, caí y volví al mundo de los mortales,
volví a quedarme sin palabras, sin talento, sin vida. Busco en las calles su
nombre entre los balcones, entre las farolas solitarias, entre los árboles susurrantes
y las puertas desvencijadas. Aún no he cambiado la condenada puerta, cada vez
que desafina sueño que es ella volviendo de comprar un gran ramo de flores, una
maceta de una planta extravagante. Tan sólo es el viento, tan sólo es mi vida
colándose por el alféizar, quedando suspendida en lo alto de un ático. Odio los
áticos, odio las puertas que chirrían, odio tener que regar las plantas. Tan sólo
lo hago por sentir que me está viendo sonriendo desde algún resquicio de mi
soledad.
sábado, 15 de septiembre de 2012
Un vaso y un papel
En esas horas en las que el mundo se te escapa entre las
manos, las horas caen exhaustas al vacío, y tu vida pierde cualquier tipo de
significado para terminar colándose entre las rendijas del parqué.
Si pudiera ser, sería escultor. En la vida uno puede ser
creador o destructor; me decanto por alegrar un poco este mundo descolorido. Con mis
manos crearía formas, trascendería del schiacciato y crearía a un ser capaz de
leerme la mente, capaz de seguir mis pasos y absorber mis palabras. Me gustaría
verle crecer, ver cómo lo que fue un pequeño proyecto supera mis expectativas,
hasta incluso superarme. Despedirme de viejo desde la ventana cuando él se
aleja portando mi juventud, mi vida entera. Y después, morir en el silencio. Oh mierda, ya he escrito mi sentencia.
Tal vez debería ser pintor. Plasmar las imágenes clave de mi
retina en un óleo enmarcado. Ir a un parque y ser ese señor siniestro que se
queda sentado durante horas, cotejando los distintos tonos de luz al atardecer.
Mirar el mundo con ojos analizadores, ahorrarme las palabras para los botes de
pintura. Ir siempre con mi camisa manchada, los dedos agrietados. Seguir a los
grandes, sumergirme en el sfumato, ahogarme entre las lágrimas de mi musa que
me ve anhelante al otro lado. Darme cuenta de que no soy como ellos. Subir a
una azotea hasta perder todo tipo de orientación. Tener envidia de mis malditos
ojos. Caer exhausto en una silla de bar, sumergirme en la ausencia de color
tras la barra. Todos los cubatas son iguales, saben al mismo fuego autodestructivo.
Mirar mi cigarro ensimismado, acabar en mi piso tirado en el suelo. Una mujer
desnuda entre las sábanas, mi cama vacía.
Puede que incluso mi vida esté tras los telones. Holden dijo
una vez que un actor deja de ser bueno en cuanto se da cuenta de que lo es, y
termina siendo como el resto. La vanagloria de los grandes terminaría cegándome
tras haber visto las puertas del verdadero talento. Mi alma enfermiza sucumbiría
a las artes escondidas tras el fondo del escenario. Mujeres ansiosas de fama buscarían
entre mis pantalones la salida a una vida abocada en el hieratismo de la
sociedad, la vida parecería demasiado bella entregada a un arte tan vivo, tan embustero.
Maldita sea, ya lo veo. Hermosas mujeres de piel blanquecina y piernas
interminables saldrían de mis sábanas dándome sus putas tarjetas. Nunca encontraría
a aquella a la que siempre amé, la que iba a todas mis obras tras un abrigo
anónimo y un pequeño sombrero de fieltro negro. Siempre se quedó al otro lado
de la calle, ensimismada en una utopía con mi nombre de título. En cuanto a mí,
al final acabaría en algún maldito callejón, hastiado del vacío de mi interior.
Los personajes que hice a lo largo de mi vida se me antojarán estúpidos,
exagerados, absolutamente falsos, quiméricos. Otra vida condenada al fracaso.
Qué puedo ser, sino escritor. Ya tengo la mitad de mi vida
hecha, ya estoy frente al escritorio con mi vaso tintineante de whisky
mañanero. Soy un hombre de inspiraciones difíciles, duermo cuando por un
momento me dejo de odiar. Vista mi obra, prefiero ser actor. Al menos ahí
follas varias veces a la semana. Tal vez sea un vulgar arquetipo, y tan sólo
sea un errante buscando un maldito final. O tal vez no sea nadie, y tan sólo
sueñe por salir de un mar de palabras. Lo que no soy, es un buen escritor, ni actor, ni escultor. Tampoco la mujer de mi vida me sonríe tras la ventana. No soy nadie, si eso es lo que quieres leer. Absolutamente nadie.
lunes, 10 de septiembre de 2012
Aquí debería escribir tu nombre
Te escribo estas palabras porque no encuentro otra manera de
impresionarte. El mundo cambia y a mi paso sólo veo gente pasar, no les sigo el
ritmo, nunca lo haré. Una vez vi tu figura tras el cristal de la cafetería,
recortada en un sillón y tras una novela. Tu mirada escrutaba las páginas
analizando cada estructura, buscando algo que te arrancara alguna emoción. Tus manos
acariciaban el tomo, dulcemente, en un intento de convencer al texto para
revelarte sus más profundas intenciones. Entonces me enamoré de ti.
Siempre te imaginé como un alma inquieta, en busca de
alguien al que fuiste diseñando con pequeños detalles de tu vida. Alguien que
supiera hacer un buen café, que consiguiera abarcarte solamente con sus brazos.
Su voz tenía que ser grave, no demasiado, en la tonalidad perfecta. Unos ojos
oscuros, una piel de doble filo. Un alma fuerte y valiente pero que dejara un
hueco lo suficientemente grande en su corazón como para estar cómodamente entre
sus paredes. Pequeños aspectos que te condicionarían como alguien que busca a
ese ser especial.
Me gusta la forma en la que me miraste la primera vez que te
hablé. Siempre tratas de desvelar lo más puro de mi alma, mi vida resumida en
un par de muecas y expresiones. Tus manos fluyen, delicadas, exultantes,
escondidas tras horas pasando páginas. Las palabras salen solas a tu lado, sólo
quiero estar unos minutos más, y que se pare el tiempo, y que nunca dejes de
hablar.
Las calles abarrotadas de la ciudad me devuelven a mis
pensamientos, al frío asfalto de noviembre encapotado por el anonimato. Ignoro quién
eres, dónde te escondes, tu nombre, tu dirección o siquiera el color de tu
pelo. Sólo sé que existes, y que tras el millón de mujeres que habré de conocer
en esta vida, tú aparecerás de repente, cuando no lo pida ni lo requiera, justo
cuando pueda vivir sin ti. Y será entonces, cuando lo deje todo como un
estúpido y convide mi entera existencia a tu servicio. Como el romancero de
antes, como aquella vida alocada entre los balcones.
martes, 28 de agosto de 2012
Gafas redondas
En aquellos viajes eternos en el coche, de vez en cuando nos
caía un aguacero en medio del trayecto, de vuelta a casa. Durante horas, las
gotas se encaramaban al cristal, resistiendo al fuerte viendo en su contra. Hacían
movimientos extraños, largas transacciones diagonales, mientras lentamente
disminuían en tamaño, consumiéndose a su paso. En aquella época, cuando mi
mente apenas trascendía de la realidad, vi el concepto de la consumición.
Quisiera volver a esa época, y verme desde fuera. Ver a la
pequeña niña de gafas redondas y silenciosa, expectante. El mundo creía que le
escuchaba, pero simplemente no tenía nada que decir. Me gustaría verla, a ver
qué pensaría si la conociera como una extraña. Nunca añadía mucho a las
conversaciones, parecía estar en otro mundo.
En qué momento empecé a buscarle sentido a la vida. Tal vez
en una de esas mañanas en el chalé de mis abuelos a las afueras, en la que me
desperté y no vi motivo por el que levantarme. Miles de vidas posibles, ninguna
que me interesara. Simplemente no quería levantarme.
Hoy sigo buscando, sigo atravesando mi mirada entre las
gotas de la lluvia. Sigo pisando charcos mojados, sigo suspirando cuando las
gotas acarician mi cara. Me gustan los abrigos negros, largos y pesados,
húmedos y exhaustos. Me gusta el calor del parqué, las pisadas desnudas y
tímidas a altas horas de la madrugada. Me gustan las tazas humeantes, los
domingos anónimos con una pantalla en blanco delante de mí. Me gustan los
calcetines mullidos, el cobijo bajo la manta. Me gusta mi piel pálida, mis ojos
abiertos en libertad bajo el cielo encapotado. Me gusta un beso robado, una
caricia inesperada. Me gusta el aliento entrecortado por la mejor sensación del
universo. Me gusta, simplemente, vivir.
lunes, 27 de agosto de 2012
Una síntesis, un recuerdo
Una ventana desvencijada, un disco enraizado en un viejo reproductor y un alma cansada de una vida consumida en la soledad. Un viejo tópico, una vez más repetido hasta la saciedad.
Una mirada perdida, una fina capa de lluvia desorientada en un jardín dejado por el desuso, unos ojos consumidos por una angustia albergada tras ellos, esperando, que tal vez un día les den un motivo por el que abandonar aquel trágico y tortuoso lugar.
Una bufanda acoplada en un cuello inmóvil, unas luces que nunca se alejan de la neblina, una vida desenfocada, ausente, olvidada.
Olvidada, una de mis palabras más escritas, cayéndose en un mismo tema, en una misma espiral que me consume hasta desaparecer, hasta permanecer sentada, mirando a la ventana mientras el suave movimiento del humo del incienso baila por la estancia, como aquella alma que trata de escapar de un cuerpo congelado por la impotencia, por la ausencia de vida… por la ausencia de un motivo por el que existir.
Y una vez más, se repite la misma canción. Aquella que evoca un paisaje sombrío, neblinoso, todo más y más que escrito. No soy más que la angustia del escritor, la repetición. Soy aquella que alberga en las mentes más maravillosas, y que si son así, me apartan y me expulsan, pero si son débiles me siento, contemplo y espero a que pronto caigan en la ineptitud de la rutina. Palabras leídas más de una vez, y reescritas por puro afán de perfección, que no es más sino falta de inspiración. Yo soy quien obliga a las musas a que abandonen las fronteras de la retórica, y las maltrata y las viola hasta que sus gritos provocan que el escritor golpee su máquina, rompa sus hojas y se desespere ante una muerte de algo que parecía eterno. Soy la realidad que empuña el cuchillo de la pesadumbre, y que desgarra los sentimientos de aquellos que conservan un halo de esperanza en un mundo cubierto de decadencia, de incultura, de aspiraciones vagas y cercanas, de un mundo aparentemente feliz, y en el que se puede vivir sin merecer la pena soñar. Soy la enfermedad de las mentes más frágiles, que les consumen hasta dejarles destrozados, tirados en un sillón y sin lágrimas que derramar. Yo soy el temor de la aspiración, la exaltación del inconformismo, la culminación de un proceso de masacre que se extiende por los que quisieron rozar el arte y la belleza lejos de la técnica y entrenamiento. Soy el asesino de los sueños que agarrota los músculos y los pervierte hasta dejarlos rígidos, inertes, sin un atisbo de vida más allá del automatismo. La repetición, sin más, de cualquier alma que busca un aire nuevo entre la contaminación del todo creado
Una mirada perdida, una fina capa de lluvia desorientada en un jardín dejado por el desuso, unos ojos consumidos por una angustia albergada tras ellos, esperando, que tal vez un día les den un motivo por el que abandonar aquel trágico y tortuoso lugar.
Una bufanda acoplada en un cuello inmóvil, unas luces que nunca se alejan de la neblina, una vida desenfocada, ausente, olvidada.
Olvidada, una de mis palabras más escritas, cayéndose en un mismo tema, en una misma espiral que me consume hasta desaparecer, hasta permanecer sentada, mirando a la ventana mientras el suave movimiento del humo del incienso baila por la estancia, como aquella alma que trata de escapar de un cuerpo congelado por la impotencia, por la ausencia de vida… por la ausencia de un motivo por el que existir.
Y una vez más, se repite la misma canción. Aquella que evoca un paisaje sombrío, neblinoso, todo más y más que escrito. No soy más que la angustia del escritor, la repetición. Soy aquella que alberga en las mentes más maravillosas, y que si son así, me apartan y me expulsan, pero si son débiles me siento, contemplo y espero a que pronto caigan en la ineptitud de la rutina. Palabras leídas más de una vez, y reescritas por puro afán de perfección, que no es más sino falta de inspiración. Yo soy quien obliga a las musas a que abandonen las fronteras de la retórica, y las maltrata y las viola hasta que sus gritos provocan que el escritor golpee su máquina, rompa sus hojas y se desespere ante una muerte de algo que parecía eterno. Soy la realidad que empuña el cuchillo de la pesadumbre, y que desgarra los sentimientos de aquellos que conservan un halo de esperanza en un mundo cubierto de decadencia, de incultura, de aspiraciones vagas y cercanas, de un mundo aparentemente feliz, y en el que se puede vivir sin merecer la pena soñar. Soy la enfermedad de las mentes más frágiles, que les consumen hasta dejarles destrozados, tirados en un sillón y sin lágrimas que derramar. Yo soy el temor de la aspiración, la exaltación del inconformismo, la culminación de un proceso de masacre que se extiende por los que quisieron rozar el arte y la belleza lejos de la técnica y entrenamiento. Soy el asesino de los sueños que agarrota los músculos y los pervierte hasta dejarlos rígidos, inertes, sin un atisbo de vida más allá del automatismo. La repetición, sin más, de cualquier alma que busca un aire nuevo entre la contaminación del todo creado
Inicio
Esto es raro. Nunca consideré suficiente mi obra como para hacer un blog. Supongo que así empezamos todos. En fin, comencemos.
No busco reconocimiento, ni visitas obligadas. Tan sólo quiero que quien venga encuentre lo que busca, reflexión, empatía, o tan sólo paz. Ignoro en qué momento me dará por publicar, y si será de algo escrito hace dos minutos o algún pequeño texto que dejé que acumulara polvo con los años.
Puertas desvencijadas, carcomidas por los años. Almas atormentadas en torno a una ciudad abandonada. Calles que años atrás pisaron personajes célebres, viejos artistas. Un pequeño rincón del mundo reservado a la nostalgia. A todos vosotros, bienvenidos.
No busco reconocimiento, ni visitas obligadas. Tan sólo quiero que quien venga encuentre lo que busca, reflexión, empatía, o tan sólo paz. Ignoro en qué momento me dará por publicar, y si será de algo escrito hace dos minutos o algún pequeño texto que dejé que acumulara polvo con los años.
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