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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

sábado, 3 de noviembre de 2012

Cadena de acero

Qué me queda, sino el frío acero que baila en mi dedo corazón. A veces me imagino que se vuelve afilado, cortante hasta el punto de hacerte sangrar al mínimo descuido. Una pequeña daga que me recuerda el castigo que miro cada día. Un peso muerto en mi mano, pero que nunca se separará de ella.

El otro día me olvidé de sus ojos. Estaba en un viaje, indiferente con la mirada clavada en el cristal traslúcido de la ventana. Volví a pensar en ella, como otro millón de veces cada vez que me ensimismo, pero me faltaba algo, algo que se fue difuminando con el tiempo y que no me percaté por su tenuidad. Me olvidé de sus ojos. De su mirada, la que atravesé mil veces en mis sueños, en mis noches a su lado en el sofá. Cuando cocinaba y sonreía como una niña en uno de sus episodios de cocina experimental. Cuando le contaba algo que en teoría no le debería interesar, pero me escuchaba como si fuera el cuento más maravilloso de la historia. Cuando la acariciaba a la luz de una vela en la oscuridad de la madrugada. Cuando cortaba un ramo de flores silvestres tras volver de un paseo y se las ponía en un jarrón en la ventana. Cuando le decía que la amaba. Cuando le daba ese absurdo beso en la nariz. Tantas miradas, tantas malditas formas y ocasiones, y no consigo darles forma a sus ojos. Su color oscila entre los claros, pero no me acuerdo de su combinación. Sé que tenía una aureola de burbujas escarpadas, una curiosidad insaciable y un alma entregada a mi ser, pero simplemente no puedo acordarme de su mirada. Se me ha escapado, por fin, ansiosa de libertad.

En aquel momento me quedé estupefacto ante la ventana mientras el paisaje se difuminaba en un largo cortometraje sin fin, distorsionado y desenfocado en un cúmulo de colores. No sabía si maldecirla o llorarla de nuevo, tan sólo permanecí sentado, inmóvil. Deseé que al nacer no me hubieran dado esa imperfección humana que son los sentimientos, que tan sólo fuera una jodida máquina con un absurdo fin en la historia. Deseé ser un ambicioso magnate que sólo quiere un yate con papel higiénico de billetes y furcias de silicona. Deseé no haber amado en mi puta vida, y no hallarme en el dolor eterno que conforma la soledad.

El mundo tiende a dar consejos tan absurdos que te sientes mejor al refugiarte en su superficialidad. Todos los damos, los hemos dado y lo tendremos que hacer, bien por compromiso o frialdad contextual. Aquel día no sabía qué hacer con mi propia vida, si consolarme con al menos haber tenido a la mujer de mi vida en mis brazos o maldecirme por perderla en una vida atormentada. Sigo sin saberlo, y hoy día me abstraigo en los trenes y autobuses buscando sus ojos en los reflejos, en las miradas de mujeres de su edad, en vidas anónimas que se sientan enfrente en el mismo vagón. La imagino en mi obsesión enfermiza, sentenciada e inevitable. No elegí convertirme en un maldito viejo apocalíptico, que observa el presente con desdén mientras llora por los actos del destino. Del mundo cruel que nos rodea y confabula a nuestras espaldas, o de nuestros actos egoístas sin fundamento racional más que la autojustificación alienada en nuestro ego. Y que llegue el final, con su manto del olvido. Y que me cubra con el placer eterno, hasta que por fin mi alma arda junto con el resto en alguna hoguera de un bosque terrenal.             

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