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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

martes, 10 de noviembre de 2015

Who tought you how to fight

Desde pequeña entendía que había un orden en las cosas, una situación deseada, y para mí normal, en la que todos tienen igualdad de condiciones, y en el momento en el que alguien se encontraba en una injusticia, había que luchar. Libros de héroes que salvaban a poblaciones sometidas por un villano, películas en las que la gente alzaba la voz y se hacía oír más allá de la opresión, gente que se levantaba cuando les asestaban un último golpe que les dejaba en el suelo, y que tras muchos infortunios acababa en un final feliz. Luchar, por la igualdad, por un mundo que grita justicia, por una situación en la que el consenso sea la razón de ser de las decisiones. Menudo gran trozo de mierda.

La primera vez que conocí a mi compañero fue un día de tantos en el que volví a casa hastiada, en una de esas ocasiones en las que no pude hacer nada, en las que unos se beneficiaban más de otros y estos permanecían callados. Estaba enfadada, sentía que la ira me hacía hervir la sangre que, borboteante, me golpeaba con fuerza los oídos, gritándome que hiciera algo. Tras dejar mi pesada indignación sobre la mesa, mi padre me miró fijamente, y me dijo con voz pausada algo que tenía que empezar a asumir: a veces, no merece la pena luchar. Me sorprendió que mi padre dijera eso, que simplemente asumiera que hay gente cuyas convicciones no se pueden cambiar, y que llega un momento en el que uno sale más jodido por el simple intento de cambiar las cosas. Me quedé callada, masticando cada palabra, mientras sentía que mis principios y convicciones perdían fuerza poco a poco. Como si de repente, toda mi furia fuera absurda.

Con el paso de los años, he sentido a ese pensamiento acercarse, sentarse a mi lado y tomarse una copa conmigo cada noche, dejando poco a poco un enorme peso sobre mis hombros, sobre mis brazos, sobre mi cabeza. Para que cada vez me cueste más levantarla, y no me esfuerce siquiera por intentarlo.

Hay gente que directamente es gilipollas, y no puedo hacerle nada. Pensamiento por cortesía de la humanidad. Hay gente a la que le resulta más sencillo chupar sin rechistar, meterse la polla hasta el fondo sin preguntarse el porqué, y simplemente asumir órdenes, porque sí. Porque eso de hacer valer los principios de uno mismo parece demasiado, ¿Para qué, pudiendo ganar la estimación de los grandes hijos de puta que dirigen la sociedad?. Esos hijos de puta guiados por el egoísmo, los propios intereses, la amistad que huele a mierda, esa que se usa un par de veces y en cuanto no tiene utilidad se tira a la basura, la dejas en una esquina para que la coja otro al que le interese volver a abrir sus piernas. Hay gente que concluye que sale mejor ser utilizado, por dejar de escuchar esa vocecita que probablemente tengan amordazada en su cabeza, para evitarse problemas, para morir al lado de alguien que piensan que merece la pena. Supongo que no puedo hacerle nada, y que sólo me queda contemplar el gran burdel de la vida.

Mi gran compañero me mira, expectante, buscando algún signo de reafirmación. Un "te lo dije", un "para qué sigues intentándolo". Es LÓGICO dejar de luchar, ¿No?, bajar la cabeza y la voz, y empezar a chupar como el resto. Porque la aprobación social está al orden del día, y si a uno no le miran a los ojos unas cuantas putas ya debe sentirse mal. 

En esos momentos, tras haber recibido unas cuantas ostias, no me queda más que reír. Joder, cómo que para qué, pedazo de cabrón. No lo hago por mí, lo hago para sentir que hago algo por este puto mundo. Pensar que hago algo más que mirar al mundo esperando que por mi anónima presencia alguien repare en mis escondidos talentos, un príncipe azul surga de la oscuridad y me lleve con los ojos vendados, rescatándome de mi miseria. Pensar que valgo algo como persona, y no me limito a chupar pollas de personas que supieron con habilidad manejar la gran mierda que es la sociedad, porque eso se lo aplaudo; definitivamente, requiere mucha habilidad y frivolidad manejar a la gente.

Ahora mismo siento mi sangre oscura, espesa, trabarse en cada esquina de mi cuerpo corrompiéndolo a voluntad. Siento que lucho por sacar pensamientos positivos dentro del vacío del día a día, dentro de la maldad generalizada y de la falta de empatía de personas que se supone que defenderán los intereses de otros, y que en cualquier momento podría acabar despedazando a los cuatro hijos de puta que van amargando la existencia de varios. Me imagino que no queda otra, recibir las ostias correspondientes y los aires de superioridad de quienes piden el periódico a otros y no van ellos mismos a por él, pero sentir cómo mi compañero se sienta incómodo en el asiento y espera a otra noche en la que entre desesperanzada para ofrecerme una copa. Por fortuna, después de un oscuro día, tras salir una vez más de la interminable ciénaga con las botas embarradas, recuerdo que hay gente por la que merece la pena luchar, y que te hace recobrar la fe, en cierto sentido, en el ser humano, que comparten tu opinión y te dicen que son idiotas. En algún momento de la vida es cuando uno se da cuenta de que debe aprender a luchar, y a encajar ciertos golpes imposibles de esquivar y que no puede evitar que surjan.