La
luz del atardecer atravesaba las ventanas del tren, una tras otra, a medida que
este surcaba los raíles en un constante traqueteo. A mis propios pensamientos,
el tiempo pasó en un efímero lapso hasta tal punto que cuando me quise dar
cuenta ya estaba a la mitad de mi trayecto. Decenas de personas habían subido y
bajado del vagón, y todas las caras sentadas a mi alrededor eran nuevas. Dediqué
unos segundos a escanear rápidamente a los viajantes, hasta que te vi.
Estabas
sentada en uno de esos asientos enfrentados de dos a dos, en el lado de la
ventana, leyendo un libro gigantesco de tapa blanda y papel reciclado. Inconscientemente,
acariciabas la esquina de la siguiente página a medida que leías la anterior
para preparar la transición cuanto antes y que fuera apenas perceptible en la
lectura. Estabas seria, con esa tranquila expresión que tienes por defecto y
que ya la había olvidado. Los mechones de tu pelo refulgían de forma irregular
con el brillo del sol del ocaso, en un color que nunca te vi, que nunca te
atreviste a adoptar cuando estuvimos juntos, y que imagino que decidiste ponértelo
en un grito de necesidad de controlar algo en tu vida. Miles de pensamientos
pasaron por mi cabeza en ese momento: qué será de tu vida, qué fue de tus
estudios, dónde estás trabajando ahora, qué tal está tu familia, tus amigos… y
qué tal estás tú.
No
sé si fue ese sexto sentido del que hablan, pero apenas transcurridos unos segundos
desde que te vi, levantaste la mirada de tu lectura y el corazón me dio un
vuelco. A pesar de estar a varios metros el uno del otro, tus ojos reflejaron
la tenue luz del vagón en un azul intenso, magnificado en contraste con la
oscuridad de tu pelo. Aquella cara que acaricié tantos años, aquellos labios
que besé una y otra vez, esa pequeña nariz de cuya asimetría me reía, esa
pálida piel marcada por algunos lunares y pecas aleatorios, me parecían
lejanos, sumidos en un vago recuerdo, como si me hubieran contado que yo viví
esas experiencias sin tener una percepción real de las mismas. Distinta, y aun
así, cubierta de ese aura de familiaridad que me hizo quererte durante años.
Fue
entonces cuando, si bien el más común de los mortales no hubiera notado ningún cambio
en tu cara en el momento en el que reparaste en mi presencia, yo sentí que me
matabas con la puñetera mirada.
No
me atreví a evitarte, era demasiado tarde. Justo en el momento en que me viste,
tu expresión se tensó y tu mirada cambió por completo. Sentí como que, de
alguna manera, en ese momento te levantaste y, sin apartar tus ojos ardiendo de
ira de los míos, me clavaste un cuchillo en el pecho, apretando lentamente,
ejerciendo una presión brutal para clavarlo lo más profundo posible, respirando
a horcajadas del esfuerzo con cada impulso de tus brazos. Vi que de repente sostenías
el libro demasiado fuerte, tanto que empezó a moverse de forma innecesaria,
arrítmica con respecto a los movimientos naturales del vagón, que pasó a un
segundo plano en cuestión de segundos. Pasamos por un pequeño túnel, la luz del
sol desapareció y fue sustituida por la luz automática del tren, todo ello
mientras el traqueteo del tren se aisló en el túnel y se introdujo en el vagón
como un gran rugido. Y tú seguías mirándome, posiblemente pensando cincuenta
formas de acabar con mi vida en ese momento, mientras mi expresión debía estar
entre la estupefacción y el pánico.
Sé
que es demasiado tarde, pero lo siento. Siento haberte destruido como lo hice,
a día de hoy no sé decirte ni por qué hice las cosas que hice, pero lo siento. Siento
haberte hecho esa enorme herida que llevas cruzada en el pecho, esa terrible cicatriz
mal curada que asoma del cuello de tu camiseta. Siento en el alma haberte mirado
a los ojos como lo hice el último día que nos vimos y no decirte nada, dejando
que te fueras al autobús contenta, ansiosa por empezar un nuevo capítulo de tu
vida, sin saber que yo ya no iba a estar a tu lado jamás. Sin saber que, unas
semanas después, te iba a empujar al abismo y dejar que te buscaras tu puta
vida de ese momento en adelante, con la mayor hostia como primer capítulo en
solitario. Siento no haberme puesto en contacto contigo desde entonces, no
haberte llamado, no haberte ido a ver a tu casa movido por el remordimiento, no
haberte escrito algo sincero y del corazón que te hiciera sentir menos sola en
este proceso, aportando un mínimo de luz en el abismo. Siento no haberte respetado
como te merecías, no haberte dicho toda la verdad, contarte toda la historia
que se esconde detrás de mis acciones, decirte que te dejé de querer en algún
momento. Porque es ahora, cuando veo el fuego en tus ojos y el odio en tu
mirada, cuando sé que no hice bien en no contarte todo, en dejarte sola, con
tus miles de trozos esparcidos en la oscuridad, y sin saber por qué estás ahí,
sangrando del pecho a borbotones y sintiendo que el mundo se derrumba a tus
ojos. Siento que la impotencia te destruyera poco a poco, y que la caída fuera
mil veces más profunda que cuando se va con la verdad por delante o con los
sentimientos muertos de escudo. Siento que no pudieras hacer costra como yo
hice, y que todo lo que te dije te sonara a ciencia ficción porque pensabas que
todo iba bien hasta hacía cinco minutos. Siento haberte metido en una relación
que dejé de querer, siento haberte dado los mejores cinco años de tu vida y
quitártelos de una forma tan traumática que desearas no haberlos vivido. Siento
haberte hecho cambiar como lo has hecho, a hostión limpio y con el odio de
canción de cuna.
Siento
no haber escrito esto, no ser la persona que debería ser la que está al teclado
poniendo estas putas mierdas, que nunca vayas a leer esto de quien debería
escribirlo.
Siento
no sentir nada de esto.