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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

viernes, 22 de marzo de 2013

Fade to Black

Hay días en los que salgo a la calle y el cielo irradia una luz fruto de la lucha con las nubes, la impaciencia por salir aunque no se la vea, aunque el sol no dé la cara ante el mundo. Esos días cierro los ojos, molesta, odio la claridad escondida, la que brilla más por ausencia que por verdadera acción.

Cada vez veo más y más vidas vacías, de esas que no encuentras ni sentido ni interés en investigar, porque no son más que mierda superficial. Todo ha quedado reducido de manera progresiva a una auténtica mierda, escoria de lo que antaño fue simplemente maravilloso. Ignoro la evolución exactamente del mismo modo que los coetáneos tampoco sabrían describir la guerra de manera neutral, pero el resultado es el mismo; una pérdida, una victoria, una auténtica masacre.

A veces sueño con vivir en una época donde el aire de las imágenes en blanco y negro se mezclara con las vidas de hoy, y que hubiéramos sido capaces de mantenernos firmes ante todo lo que se nos ha dado, en vez de prostituirlo e integrarlo como si siempre lo hubiéramos tenido. La ingratitud invade las calles, las mentes ignorantes, vacías y sin ganas de completarse. El ser humano usará un diez por ciento de sus capacidades, pero si hoy tenemos más posibilidades las ganas de descubrirlo se escurren entre las calles.

Y por qué, sino por la propia tolerancia. La asunción de todo lo que nos rodea nos convierte en meras ovejas cambiadas de redil. Nos habituamos, y al instante pastamos como si siempre hubiera sido así. Y sí que es cierto que vivimos en una gran contingencia internacional e hipocresía de los gobiernos, pero hubo tiempos terribles en los que siquiera se podía hablar en voz alta con estas palabras y aún así la gente era capaz de pensar.

Y hoy, nos desentendemos de todo, y los que hablan parecen no entender. Las palabras son meras armas de la gente astuta, no inteligente y siquiera cultivada. Personas capaces de manipular auténticas masas con sólo un par de frases reiteradas una, y otra, y otra vez. Hasta que al final acabas extasiado, colérico y unido al fenómeno colectivo.

He de reconocerlo, en eso es casi imposible desistir. Quién sabe lo que seríamos capaces de hacer con un par de frases de auténtica verdad, en vez de condenarnos a la eterna ignorancia. Nos lo quitan todo, nos dejan desnudos ante el abismo, y seguimos cantando nuestras putas canciones. Porque ellos nos lo permiten, porque la vida siempre ha sido así, y porque nunca fue mejor.

Ojalá hubiera de esos cafés donde se reunían los intelectuales en vez de los malditos farfulladores, abocados a la puta mierda de los argumentos irracionales, repetidos como si tuvieran un esquema mental en su cabeza “A esto, digo lo otro” y “Cuando me diga esto le echo en cara tal cosa”. No es más que mierda. Mierda que te ahoga y te reprime porque todo el mundo se revuelca en ella.

La verdad, no sé cómo acabé pensando así. Tal vez fue mi padre, o tal vez fui sola. Quién sabe qué es lo que nos hace, si la licencia a la libertad o el descubrir tú mismo lo que hay con unas determinadas creencias. Que Dios no existe, ni tampoco la democracia. Que el poder corrompe, y que lo aceptamos y abrazamos con gracia y éxtasis. Que las palabras son tan falsas como los dientes de plástico, como las tetas de silicona o como los actores porno. Que todas y cada una de nuestras vidas están limitadas y que nadie será capaz de hacérnosla ver como un proceso hacia la vida eterna. Que cuando nuestro corazón deja de latir, somos historia.

Tengo los ojos secos, la piel de gallina, los pies en una pequeña banqueta arañada por el uso. Las manos resecas por el frío, el pelo erizado por la lluvia de la mañana. La boca con sabor a café, la respiración confusa. Los dedos sobre el teclado. Mi puto corazón en el puño. Porque no soy capaz de gritar ante el mundo, miro por la maldita ventana con los ojos entrecerrados, intentando hacerme ver más allá de la luz cegadora. Una vida condenada a la impotencia de no poder hacer nada más de lo que me permiten mis cadenas, tal vez pasear por los pocos espacios verdes industrializados o comprar comida manipulada en la tienda de una gran cadena multinacional. Obtener información de fuentes corruptas, escuchar música de mierda comercial. Dormir entre sábanas sintéticas, ponerme unas bragas y un sujetador que me arañan. Inconformismo, y a la vez impotencia.

Creo que esa es la ecuación del mundo actual, el quiero pero no puedo. Yo misma me siento culpable, pero… creo que sé que no lo hago porque no quiero abandonar lo que tengo. Porque me da miedo el mundo de lo incierto, y estoy a salvo dentro de la mierda que sé que será así mañana, tal vez peor, pero al fin y al cabo es la mierda que conozco de siempre. Soy de esas personas que sé lo que hay, y que grita mediante las palabras, algo que hoy, por muy irracional que suene, no funciona, no se oye, se amortigua, rebota en alguna pared, y termina colándose en alguna grieta que conforma la falta de cultura nacional.

sábado, 2 de marzo de 2013

Present Continues

La verdad es que fue una auténtica casualidad que estuviéramos nosotros cuatro frente a la puerta del bar Zanzíbar. Sin embargo, después de todo, no quería estar en otra parte.

Se trataba de una fría noche de Marzo en las que estás medio congelado-medio inconforme con los sofocantes espacios interiores, así que cuando entramos empezó a cargarse el ambiente. Un ligero murmullo inglés llegaba a nuestros oídos como si estuviéramos en un viejo bar londinense. Por qué no, me sentía especial.

Tras la típica licencia que se conceden los artistas e ignorando (o más bien desoyendo) nuestras mermantes posibilidades de volver a casa en metro con el trascurso de aquellos valiosos minutos, nos sentamos en una serie de sillas de madera a lo jardín rústico. El escenario estaba dividido en digamos tres sectores polivalentes, todos ellos rondando el entorno acústico. Las paredes hacían honor al nombre del establecimiento, con una serie de cuadros con fotos de gente de todo el mundo, máscaras tribales y un busto de gran león tallado con la boca semiabierta y con cara más de sorpresa que de verdadera defensa, todo ello sufragado con un cálido color violeta, o rojo, o lo que las luces me daban a entender. Un lugar que respiraba su pequeña historia.

Los músicos se sentaron, guitarras y percusión en mano. Mi amiga iba descalza, y la naturalidad de sus movimientos daba a entender que se sentía como en su casa. Posiblemente estaría más nerviosa que ninguno de nosotros, pero esa es la magia de las luces y un escenario, que el resto nunca nos llegaremos a enterar. Saludó tímidamente, como el discurso del hombre que no sabe qué decir en una boda o la reunión que nunca llega a terminar y de ahí deben salir propuestas, y comenzaron a tocar.
Sabía que mi amiga tenía talento para la música como puede tenerlo cualquier otra voz bonita de esta Tierra, y no tenía ninguna duda cuando empezó a cantar, pero en apenas cinco segundos sabía que ella tenía algo que millones de cantantes en el mundo no llegarían a tener. La capacidad de sumergirte en la música, dejarte llevar por la melodía que arranca tus latidos con su compás, con su tempo te dispara hacia lo más alto de tu mente y te deja flotar, subir y bajar en su eterna ingravidez. Tal vez fuera por el hecho de tenerla a apenas tres metros de distancia o incluso el hecho de que todos estuviéramos dispuestos como un pequeño grupo de amigos escuchando a una de los nuestros, pero la piel se me puso de gallina y empecé a vivir uno de esos episodios que nunca terminarán por olvidarse.

Y su voz trasgredía lo normal con cada verso, con cada palabra perfectamente consabida y adaptada al momento. Durante aquellas horas me imaginé tantos escenarios acompañados de su voz, guitarra y percusión que asustaba que hubiera pasado tanto tiempo, y todos estuviéramos igual de embobados. Ya no sólo la música, sino lo que verdaderamente hace a un músico, es el espíritu con el que la abraza y la amolda a su alma, a su vida, a él mismo.

Porque no hay dos canciones iguales, y nunca se pretendió lo contrario, la mayoría fueron temas propios. Canciones cuyas letras (en un inglés más que perfecto, bendito inglés) idolatraban un mundo existente, cuyas horas transcurrían para todos y cada uno de nosotros, y que había que vivirlo. Un mensaje tan optimista que aun hoy por la mañana con un sobrio café y tras una noche con sus melodías en la cabeza no soy capaz de expresar. Puede que simplemente Frances fuera feliz, o en cambio tuviera una especie de gafas mágicas con las que ver el lado bueno de cada uno de los acontecimientos que nos rodean; la vida pasa de una determinada manera y nosotros somos los que andamos nuestro camino, no podemos dejar la decisión al simple paso del tiempo y dar a entender que no es nuestra voluntad, porque ello significa del mismo modo que te has decidido a pararte en medio de la carretera. La existencia es algo de lo que no nos damos cuenta que terminará hasta que realmente ocurra, y entonces problemas que se nos hicieron ingentes se nos antojarán nimiedades que frenaron nuestros sueños. Los sueños que tenemos que perseguir más que conservar en un tarrito de cristal para que no se marchiten, los sueños que van marcando nuestras metas. La vida puede ofrecer tantas cosas que nosotros mismos nunca llegamos a imaginar lo que nuestras manos y nuestros pies pueden hacer con nuestras ambiciones.

Pies descalzos, un viaje a ninguna parte, un bote en medio de la inexistencia y unos padres desaparecidos en el silencio. Miles de historias acudían a mi cabeza mientras mi amiga se iba haciendo a su propia atmósfera, dejándose llevar como las antiguas ninfas por los bosques sagrados. Movimientos tan fluidos, una risa simplemente adorable y una actitud tan propia de ella, tan innata a su cara que el hecho de no sonreír sería lo realmente extraño en su expresión.

Tampoco es que pueda decir que nuestra amistad se remonta a tiempos inmemoriales donde la vida era más fácil y nuestra relación pura, ni tampoco sabemos nuestras vidas de modo trascendental y magníficamente profundo. Au contraire, de camino al bar venía pensando que no la había visto en dos años, y que su imagen perduraba en mi memoria como aquella chica confiada en su sueño y realmente dispuesta a darlo todo por conseguirlo; envidiable, y lo digo en serio, porque nunca seré capaz de tirar el café y dedicarme a lo que realmente deja mis manos a su hacer hasta caer exhausta de vocablos y estructuras interminables.
Siempre pensé que un alma atormentada era la mejor musa de todo artista, y ello lo he podido comprobar por mi propia experiencia con historias desgarradoras que te arrancan los mejores párrafos. Ayer, sin embargo, el mensaje era distinto, fantástico, prácticamente perfecto. Un ambiente sufragado en una intensidad personal, meticulosa y envuelta en un aura de auténtica sencillez. La vida se resume a este tipo de canciones, de versos y estrofas paralelísticas cuya repetición hace que te lo pienses dos veces. Con los pies en la tierra, anda tu camino, sigue tu vida.

Y todo ello con mensaje reivindicatorio, trascendiendo lo meramente anecdótico. Una cantante chilena con una voluntad profunda de cambio, una canción inglesa sobre una auténtica revolución, tres almas que confluyen en ese espíritu de hacer algo con sus canciones. La esperanza pervive, y por un momento pude llegar a sentirme como en aquellos bares clausurados de los tiempos más represores de la historia.

Sin embargo, hoy también tenemos nuestra libertad limitada; las propias medidas de seguridad o simple generalización de gustos nos obligan a tomar decisiones en nuestra vida no tan adecuadas a nuestras preferencias; estudiar, sacar una nota, buscar un trabajo, una hipoteca, unas cuantas letras de un coche, unos niños que te pervirtieron el resto de padres capullos y desconsiderados, una mujer que perdió la pasión por ti hace años. Somos capaces de hacer lo que queramos, y aun así muchas veces nos condenamos a lo que hace el resto del mundo. Aquella noche en aquel local supe que todos podíamos ser diferentes si abríamos los ojos hacia un mundo que nos ofrece su perfección.

Pies descalzos sobre el campo, pelo suave ondeando al viento, un deslizar de una mano volátil, casi ingrávida, dejada llevar por el abrazo etéreo de la felicidad. Ser feliz con tan poco, con una guitarra y una voz, con unas risas nacidas del corazón y unas cuantas cervezas. Joder, qué perfecto. En aquellas horas apoyé la cabeza en la pared a mi espalda y cerré los ojos, mientras el altavoz aumentaba la intensidad de las canciones. En mis momentos nostálgicos enciendo mi equipo y me pongo jazz, baladas melódicas o simplemente música indie que unos pocos habrán escuchado por el fantástico boca a boca, y me dejo llevar por sus idas y venidas, subidas y bajadas. Durante esa noche deseé que aquel momento permaneciera, se congelara en el presente, y todos pudiéramos revivirlo un millón de veces. Pero ya lo dijo la canción, el presente continúa y ello es lo que lo hace perfecto. Un mensaje tan simple como puede ser la forma de vivir la vida recorriendo una calle embaldosada con millones de sueños que alcanzar, y una mochila destrozada con unos cuantos papeles garabateados a la espalda.