Aquella mañana el cielo se despertó con una pequeña neblina
en sus ojos, y por mucho que parpadeara no podía escudriñar la mirada más allá
de sus manos y sus pies. La ventana dejaba traslucir una luz indirecta,
aturdida, empañada por la propia atmósfera de noviembre.
Estaba sentado en mi silla, como siempre. Mi mirada ausente
y mi cigarro en la mano, oscilando, pequeños círculos trazados por el humo. Oí pisadas
desnudas en la madera, ni siquiera me volví a verla. Sabía que siempre venía
cuando estaba solo.
Su vestido de seda, dios, qué tacto, qué sonido producía con
esa leve fricción, qué alegoría tan jodidamente etérea. Su pelo, su pelo era un
maldito bosque tras la lluvia, una sensación tan reconfortante como haber
corrido miles de kilómetros en absoluta libertad. La piel de fuego, el corazón
a punto de estallar en mil pedazos. Cada movimiento era una oda a la
perfección, una estrategia perfectamente calculada para condenarme al dolor
eterno en su ausencia. A veces pienso en ella como un monstruo, una ególatra que
no pensó en nadie el día que se quitó la vida, el día que vio que su juventud
no era para siempre. Yo la veía incluso más guapa por las mañanas, su piel
nunca envejeció a mis ojos. Enamorado, condenado a la autodestrucción.
Odiaba que fumara por las mañanas, que lo primero que oliese
al venir al salón fuera mi tabaco barato. Le gustaba que la acariciara como si
en cualquier momento pudiera desvanecerse, que mis labios recorrieran su cuerpo
como un niño recorre el pueblo donde se crió, las calles de sus amigos, la casa
de su infancia. Como si hubiera nacido para vivir entre sus brazos, bajo su
mirada, bajo mi admiración. Condenado, sentenciado a mi fin sin ella.
Recuerdo la primera vez que oí su risa. Ojalá pudiera
describirla tal y como fue, pero tan sólo puedo aproximarme como pudo hacerlo Ícaro al sol. Estaba tan cerca, tan
cerca de morir con una puta sonrisa… pero tuvo que hacerme esto, tuvo que
clavarme el puñal para nunca ser capaz de sacármelo, para nunca volver a
respirar, ni derramar una lágrima, ni siquiera poder pronunciar su nombre. Tan sólo
existir, ver cómo me consumo y me hago viejo mientras contemplo su imagen
imperturbable, su piel perfecta y sus ojos ardientes, sólo para mí. Fuiste mía,
y se derritieron mis alas.
El resto ya se sabe, caí y volví al mundo de los mortales,
volví a quedarme sin palabras, sin talento, sin vida. Busco en las calles su
nombre entre los balcones, entre las farolas solitarias, entre los árboles susurrantes
y las puertas desvencijadas. Aún no he cambiado la condenada puerta, cada vez
que desafina sueño que es ella volviendo de comprar un gran ramo de flores, una
maceta de una planta extravagante. Tan sólo es el viento, tan sólo es mi vida
colándose por el alféizar, quedando suspendida en lo alto de un ático. Odio los
áticos, odio las puertas que chirrían, odio tener que regar las plantas. Tan sólo
lo hago por sentir que me está viendo sonriendo desde algún resquicio de mi
soledad.