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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

domingo, 30 de septiembre de 2012

Y un día de estos me beberé la colonia y me echaré el agua.

Supongo que eso resume que soy un condenado desastre. Mi mesa es una oda al barroco, un cúmulo de vivencias hastiadas, alienadas y externalizadas hasta perder significado. Un montón de papeles, por todas partes. A su lado, una cama deshecha, las sábanas retorcidas descansando tras una noche de sueños inquietos. Una pared destartalada, y de la ventana mejor ni hablar. En la esquina de una pared, ropa que se las da de montaña, calcetines que se las dan de foso del castillo. Mi vida es un caos, pero en ella misma reside el orden.

Llego a casa, me quito las botas, tiro los calcetines al foso, la ropa a la montaña. Cuelgo el abrigo en la silla, gira sin impulso apenas por el deje. Las llaves suenan en algún lugar de la mesa, tiro unos cuantos papeles más, allí donde vi un hueco del mueble original. Me tiro en la cama, pienso, silencio. Me incorporo levemente, miro durante un tiempo el vano de mi guarida, la salida del tumulto, de mi pequeña cueva aislada del paso del tiempo.

Al tiempo me levanto, mis pies desnudos suenan en la alfombra. Giro la silla y me siento en ella, me dejo llevar por su crujido. Me inclino hacia atrás, inspiro, y vuelta a mi vida entre palabras incandescentes. Bombillas que si te acercas mucho se apagan, que si no les das la distancia suficiente huyen despavoridas por debajo de los coches. Gatos que parpadean antes de exhalar su último suspiro. Ensalada de palabras, golondrinas en los alféizares y caracoles en los nidos. Árboles que permanecen sepultados en el tiempo entre capas de cemento, ladrillos que se estremecen con el aire otoñal. Hojas que permanecen segundos, miradas que caen de las ramas soñando con una vida mejor. Ahora parece menos incoherente, ahora encuentro el orden en el caos.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Parece que llueve, pero sólo es el cielo riéndose de mi vida

Aquella mañana el cielo se despertó con una pequeña neblina en sus ojos, y por mucho que parpadeara no podía escudriñar la mirada más allá de sus manos y sus pies. La ventana dejaba traslucir una luz indirecta, aturdida, empañada por la propia atmósfera de noviembre.

Estaba sentado en mi silla, como siempre. Mi mirada ausente y mi cigarro en la mano, oscilando, pequeños círculos trazados por el humo. Oí pisadas desnudas en la madera, ni siquiera me volví a verla. Sabía que siempre venía cuando estaba solo.

Su vestido de seda, dios, qué tacto, qué sonido producía con esa leve fricción, qué alegoría tan jodidamente etérea. Su pelo, su pelo era un maldito bosque tras la lluvia, una sensación tan reconfortante como haber corrido miles de kilómetros en absoluta libertad. La piel de fuego, el corazón a punto de estallar en mil pedazos. Cada movimiento era una oda a la perfección, una estrategia perfectamente calculada para condenarme al dolor eterno en su ausencia. A veces pienso en ella como un monstruo, una ególatra que no pensó en nadie el día que se quitó la vida, el día que vio que su juventud no era para siempre. Yo la veía incluso más guapa por las mañanas, su piel nunca envejeció a mis ojos. Enamorado, condenado a la autodestrucción.

Odiaba que fumara por las mañanas, que lo primero que oliese al venir al salón fuera mi tabaco barato. Le gustaba que la acariciara como si en cualquier momento pudiera desvanecerse, que mis labios recorrieran su cuerpo como un niño recorre el pueblo donde se crió, las calles de sus amigos, la casa de su infancia. Como si hubiera nacido para vivir entre sus brazos, bajo su mirada, bajo mi admiración. Condenado, sentenciado a mi fin sin ella.

Recuerdo la primera vez que oí su risa. Ojalá pudiera describirla tal y como fue, pero tan sólo puedo aproximarme como pudo  hacerlo Ícaro al sol. Estaba tan cerca, tan cerca de morir con una puta sonrisa… pero tuvo que hacerme esto, tuvo que clavarme el puñal para nunca ser capaz de sacármelo, para nunca volver a respirar, ni derramar una lágrima, ni siquiera poder pronunciar su nombre. Tan sólo existir, ver cómo me consumo y me hago viejo mientras contemplo su imagen imperturbable, su piel perfecta y sus ojos ardientes, sólo para mí. Fuiste mía, y se derritieron mis alas.

El resto ya se sabe, caí y volví al mundo de los mortales, volví a quedarme sin palabras, sin talento, sin vida. Busco en las calles su nombre entre los balcones, entre las farolas solitarias, entre los árboles susurrantes y las puertas desvencijadas. Aún no he cambiado la condenada puerta, cada vez que desafina sueño que es ella volviendo de comprar un gran ramo de flores, una maceta de una planta extravagante. Tan sólo es el viento, tan sólo es mi vida colándose por el alféizar, quedando suspendida en lo alto de un ático. Odio los áticos, odio las puertas que chirrían, odio tener que regar las plantas. Tan sólo lo hago por sentir que me está viendo sonriendo desde algún resquicio de mi soledad.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Un vaso y un papel

En esas horas en las que el mundo se te escapa entre las manos, las horas caen exhaustas al vacío, y tu vida pierde cualquier tipo de significado para terminar colándose entre las rendijas del parqué.

Si pudiera ser, sería escultor. En la vida uno puede ser creador o destructor; me decanto por alegrar un poco este mundo descolorido. Con mis manos crearía formas, trascendería del schiacciato y crearía a un ser capaz de leerme la mente, capaz de seguir mis pasos y absorber mis palabras. Me gustaría verle crecer, ver cómo lo que fue un pequeño proyecto supera mis expectativas, hasta incluso superarme. Despedirme de viejo desde la ventana cuando él se aleja portando mi juventud, mi vida entera. Y después, morir en el silencio. Oh mierda, ya he escrito mi sentencia.

Tal vez debería ser pintor. Plasmar las imágenes clave de mi retina en un óleo enmarcado. Ir a un parque y ser ese señor siniestro que se queda sentado durante horas, cotejando los distintos tonos de luz al atardecer. Mirar el mundo con ojos analizadores, ahorrarme las palabras para los botes de pintura. Ir siempre con mi camisa manchada, los dedos agrietados. Seguir a los grandes, sumergirme en el sfumato, ahogarme entre las lágrimas de mi musa que me ve anhelante al otro lado. Darme cuenta de que no soy como ellos. Subir a una azotea hasta perder todo tipo de orientación. Tener envidia de mis malditos ojos. Caer exhausto en una silla de bar, sumergirme en la ausencia de color tras la barra. Todos los cubatas son iguales, saben al mismo fuego autodestructivo. Mirar mi cigarro ensimismado, acabar en mi piso tirado en el suelo. Una mujer desnuda entre las sábanas, mi cama vacía.

Puede que incluso mi vida esté tras los telones. Holden dijo una vez que un actor deja de ser bueno en cuanto se da cuenta de que lo es, y termina siendo como el resto. La vanagloria de los grandes terminaría cegándome tras haber visto las puertas del verdadero talento. Mi alma enfermiza sucumbiría a las artes escondidas tras el fondo del escenario. Mujeres ansiosas de fama buscarían entre mis pantalones la salida a una vida abocada en el hieratismo de la sociedad, la vida parecería demasiado bella entregada a un arte tan vivo, tan embustero. Maldita sea, ya lo veo. Hermosas mujeres de piel blanquecina y piernas interminables saldrían de mis sábanas dándome sus putas tarjetas. Nunca encontraría a aquella a la que siempre amé, la que iba a todas mis obras tras un abrigo anónimo y un pequeño sombrero de fieltro negro. Siempre se quedó al otro lado de la calle, ensimismada en una utopía con mi nombre de título. En cuanto a mí, al final acabaría en algún maldito callejón, hastiado del vacío de mi interior. Los personajes que hice a lo largo de mi vida se me antojarán estúpidos, exagerados, absolutamente falsos, quiméricos. Otra vida condenada al fracaso.

Qué puedo ser, sino escritor. Ya tengo la mitad de mi vida hecha, ya estoy frente al escritorio con mi vaso tintineante de whisky mañanero. Soy un hombre de inspiraciones difíciles, duermo cuando por un momento me dejo de odiar. Vista mi obra, prefiero ser actor. Al menos ahí follas varias veces a la semana. Tal vez sea un vulgar arquetipo, y tan sólo sea un errante buscando un maldito final. O tal vez no sea nadie, y tan sólo sueñe por salir de un mar de palabras. Lo que no soy, es un buen escritor, ni actor, ni escultor. Tampoco la mujer de mi vida me sonríe tras la ventana. No soy nadie, si eso es lo que quieres leer. Absolutamente nadie.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Aquí debería escribir tu nombre

Te escribo estas palabras porque no encuentro otra manera de impresionarte. El mundo cambia y a mi paso sólo veo gente pasar, no les sigo el ritmo, nunca lo haré. Una vez vi tu figura tras el cristal de la cafetería, recortada en un sillón y tras una novela. Tu mirada escrutaba las páginas analizando cada estructura, buscando algo que te arrancara alguna emoción. Tus manos acariciaban el tomo, dulcemente, en un intento de convencer al texto para revelarte sus más profundas intenciones. Entonces me enamoré de ti.

Siempre te imaginé como un alma inquieta, en busca de alguien al que fuiste diseñando con pequeños detalles de tu vida. Alguien que supiera hacer un buen café, que consiguiera abarcarte solamente con sus brazos. Su voz tenía que ser grave, no demasiado, en la tonalidad perfecta. Unos ojos oscuros, una piel de doble filo. Un alma fuerte y valiente pero que dejara un hueco lo suficientemente grande en su corazón como para estar cómodamente entre sus paredes. Pequeños aspectos que te condicionarían como alguien que busca a ese ser especial.

Me gusta la forma en la que me miraste la primera vez que te hablé. Siempre tratas de desvelar lo más puro de mi alma, mi vida resumida en un par de muecas y expresiones. Tus manos fluyen, delicadas, exultantes, escondidas tras horas pasando páginas. Las palabras salen solas a tu lado, sólo quiero estar unos minutos más, y que se pare el tiempo, y que nunca dejes de hablar.

Las calles abarrotadas de la ciudad me devuelven a mis pensamientos, al frío asfalto de noviembre encapotado por el anonimato. Ignoro quién eres, dónde te escondes, tu nombre, tu dirección o siquiera el color de tu pelo. Sólo sé que existes, y que tras el millón de mujeres que habré de conocer en esta vida, tú aparecerás de repente, cuando no lo pida ni lo requiera, justo cuando pueda vivir sin ti. Y será entonces, cuando lo deje todo como un estúpido y convide mi entera existencia a tu servicio. Como el romancero de antes, como aquella vida alocada entre los balcones.