La
carretera transcurría, curva tras curva, dibujando el mismo paisaje, con
pequeñas variaciones en la distancia.
La
misma música, la misma canción. El sol brillaba con el esplendor de la mañana,
y el coche volvía a describir otra curva. Mi hermana no tardaría en marearse y
balbucear a mi padre su malestar con la mirada perdida. Yo respiraba hondo y
trataba de no mostrar empatía, mirando fijamente al horizonte y pensando en lo
que quedaba hasta llegar.
No
recuerdo si habrán pasado ya casi diez años desde aquella escena, o si fue la
penúltima vez que toda la familia fue a aquella casa. Pero lo recuerdo como si
fuera ayer, y es lo que más me duele, porque la herida no deja de sangrar.
Hace
una semana, la misma carretera no brillaba. No oía la misma canción, no pensaba
en que en dos horas estaría en casa de mi abuela y que ella me daría un fuerte
abrazo mascullando entre lágrimas lo mucho que habíamos crecido. Tenía el
corazón en un puño, lo sentía botar en mi pecho intentando salir mientras el
coche se acercaba a aquel horrible instante. Tenía pánico, no quería afrontar
lo que iba a suceder, no quería verla débil y quebrar todos mis recuerdos. No quería
asumir que el tiempo acaba con el ser humano y se lo lleva de esta existencia,
para grabar a fuego y sangre sus pasos en el resto de nuestras vidas. Y no
olvidar, y sufrir.
Tras
una hora más en el coche, los pantanos hicieron su presencia en el paisaje. Grandes
superficies de agua con un brillo verdoso, dentro de un hermoso paisaje de
vegetación. Recuerdo cuando fuimos a bañarnos, cuando yo llevaba un bañador
entero con volantes amarillos y mis pequeños pies trataban de no resbalarse en
esa superficie pringosa, pasito a pasito, prudente. Recuerdo cuando me adentré
en la oscuridad del agua, y nadé como un perrito intentando no asustarme ante
semejante abismo. Cuando mi padre me cogía y me ahorraba el inmenso esfuerzo
para seguir flotando, y todo era simplemente perfecto. Ni siquiera recuerdo
haberlo visto en mi último viaje, apenas recuerdo nada que no fueran mis
pensamientos intentando facilitarme el trago en una secuencia borrosa. El viaje
más largo de mi maldita historia.
Recuerdo
aquellas tardes calurosas en su casa, en ese salón tan extraño que se hizo a
base de reformas complementarias en la vivienda. El viento recorría toda la
estancia, atravesaba el pasillo y daba un fuerte golpe en la puerta del
recibidor, que se cerraba súbitamente de un portazo. Mi abuela veía su serie
subtitulada mientras hacía punto, y yo leía los subtítulos a pesar de que
estaban en castellano. Era sorda, aunque yo siempre pensé que en el fondo nos
mentía y oía nuestros más oscuros pensamientos, porque siempre tenía la
respuesta apropiada. Nuestro lenguaje era peculiar, una mezcla de señas interminables,
grandes muecas intentando vocalizar y mensajes garabateados en papeles que
aparecían ocasionalmente. Siempre era yo quien le buscaba con paciencia las
gafas (¡¡Esas no, las de cerca!!) o
el pastillero, quien me quedaba con
ella intentando batir los huevos en un enorme barreño haciendo dulces mientras la
sartén chisporroteaba aceite hirviendo, y quien escuchaba todas sus plegarias a
su Dios, al que siempre intentó presentarme, antes de irme a dormir.
Hace
mucho que dejé de rezar, cuando vi que el mundo seguía transcurriendo inmutable
a mis plegarias sobre la paz mundial, sobre la ausencia de enfermedades, sobre
la buena fe del maldito universo, y cuando la gente seguía siendo cruel, y las
guerras seguían asolando a las poblaciones. Y sin embargo, seguía escuchándola,
y seguía cogiendo sus pequeñas plegarias y postales de vírgenes y
guardándomelas en mis libros como marcapáginas. Porque seguía queriéndola con
locura, aunque no soportara seguir yendo a esas misas eternas.
Cuando
te necesitaba, gritaba tu nombre fuerte desde la cocina. Hace una semana volví
a escuchar su voz en mi cabeza y no pude evitar desmoronarme. Permanece grabada,
como si la hubiera escuchado ayer, como si ayer mismo estuviera trasteando en
la cocina, como si ya no estuviera muerta. Como si nada hubiera cambiado, y
estas navidades pudiera volver a hablar con ella y contarle mi vida mientras
ella sonríe expectante. Como si la realidad fuera una neblina de negación que
cubre mis más profundos recuerdos, y les barniza con mayor fiabilidad y
realismo.
Tras
las puertas del hospital, se trazaba un enorme pasillo, blanco, interminable a
cada paso atemorizado que dábamos mi hermana y yo pasando umbrales de nuevas
salas. “No quiero” susurraba con cada
nueva puerta, con cada esquina a la izquierda a describir. “No puedo verla así, ¡¡NO PUEDO!!”, mis ojos iban de un lado a otro
del edificio buscando la condenada puerta donde estaba sufriendo. Sentía a mi
hermana más débil que yo, más abrumada por lo que iba a pasar, y traté de
recomponerme antes de asomarme a la habitación y ver la camilla.
Y
ahí estaba, dormida. Su respiración era automática, forzada. Su cuerpo se había
quedado en los huesos, perdiendo ese tono rosado en las mejillas que tenía
después de comer o cuando se enfadaba. No quedaba nada de ella, ni siquiera su
memoria, tan sólo era una persona más a una pequeña distancia de la muerte.
Fue
entonces cuando deseé por todo lo que había en la tierra que no abriera los
ojos y no nos viera ahí, afligidas y temblorosas. Que nunca supiera que
estuvimos en la habitación donde su corazón dejaría de latir, que no nos
encaminamos cuatro horas antes en el coche sólo para eso, y que lo que quedara
de mi recuerdo permaneciera ingrávido en la inexistencia. Deseé que no me
olvidara al abrir los ojos, que no fuera capaz de reconocer a su nieta de doce
años, la que le ordenaba el costurero y aprendía ganchillo con ella. Tan sólo
deseé que dejara de sufrir, y todo quedara en una pesadilla.
Temía
que a partir de ese momento todo se quebrara en mis pensamientos, y sin embargo
ahora luce con demasiada fuerza, con demasiada estabilidad. Los recuerdos cada
día brillan más lustrosos, más reforzados con mis momentos de silencio. No dejo
de oír su voz, su apelación con mi mote, sus pasos azorados por la cocina y sus
murmullos de esfuerzo cuando batía con imbatible fuerza esa espesa masa de
rosquillas. No dejo de recorrer ese pasillo de baldosas y pasar la mayor parte
de mi infancia entre esas paredes, no dejo de sufrir. Hacía dos años que no la
veía, y aquel día no quise que me viera.
Nunca
pensé que fuera a escribir una elegía desde el fondo de mis más profundos
pensamientos, desde un componente tan anímico e indescriptible como es el amor
hacia una persona que ha guiado tus fortalezas y determinaciones durante tanto
tiempo. Sé que nunca terminó por olvidarme, a pesar de su enfermedad. Sé que
sus recuerdos se guardaron con sentimiento antes de desaparecer, y confío en
que sea una dibujante mínima para poder plasmarlos en estas palabras. Nunca serán
suficientes, pero no deja de ser su legado, su vida a mi lado y tras mis ojos,
sus esperanzas y fuerzas en sus hijos y nietos. Gracias por ser la mejor abuela
del maldito universo, y por dejar la mayor huella que uno puede dejar en esta
existencia, más allá de tu nombre escrito en la posteridad. Descansa en paz, y
tómate un respiro de esa enorme vida que has tenido, para sentarte a recordar
con una sonrisa. Siempre tendré un trato tácito con tu Dios por el que de vez
en cuando nos hablaremos a ver si pasa algo en este universo, sólo porque
insististe demasiado en ello. Porque si no lo haces tú, nadie lo hará mejor.
Precioso homenaje, me ha emocionado mucho.
ResponderEliminarUna despedida preciosa, me quedo con esta Ester y con todas y cada una de las anécdotas que aquí has reflejado, las personas que han sido buenas y sencillas contigo sacan lo mejor de ti. Miri
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