Tan sólo sé que era por la
mañana, porque el sol había salido hacía unas horas, e intentaba ponerse al día
cogiendo temperatura. Me recuerdo bajando del porche resguardado del jardín y colindante con la casa, tres escalones, para después encaminar el sendero construido con
grandes bloques de granito sobre el cemento, hasta el jardín impoluto, de
césped apenas atravesado por dos enormes pinos y un pozo al fondo, pegado a los
setos medianeros con la siguiente propiedad.
Anduve un poco por el césped,
hasta que me senté, y me tumbé boca arriba. Hacía frío, sentía el césped
húmedo, y me puse las manos a modo de almohada, entrecruzadas detrás de mi
cabeza. Miré hacia las copas de los árboles atravesadas apenas por los rayos
del sol, y sentí cómo las luces de mis familiares se apagaban y el silencio
extendía un gran manto negro sobre mi cuerpo. Tenía dieciséis años, mi abuela
acababa de morir, y fue la primera vez que sentí cómo el silencio, la nada, es
siempre el preludio del dolor.
Una
noche más, como cualquier otra amante de un día anónimo, abrí la puerta del
portal y traspasé el umbral de la otra dimensión, aquella zona donde el tiempo
se paraliza y las nubes parecen despejarse, dejando un pequeño claro en su
interior.
A
pesar de ello, el suelo estaba mojado. Sentí las botas golpear contra un
charco, chapoteando levemente, una y otra vez, hasta que alcé la vista al cielo
oscuro y detuve mis pasos. Mis ojos se encontraron con los de la luna, y
mantuvimos las miradas durante unos instantes que se quedaron suspendidos
frágilmente en la eternidad.
Te
miré, te quedaste callada, expectante, buscándome una respuesta con tu puñetera
arma invisible. Hacía mucho tiempo que no hablábamos, más de un año, más de dos,
refugiada en capítulos protagonizados por el estruendo provocado. Sabías que no
iba a ser fácil, así que levantaste una mano, rozándome el cuello, acariciando
la mandíbula, hasta posar tu mano sobre mi cara. Cerré los ojos e inspiré
profundamente mientras me temía lo que iba a pasar, aun así inmutable. Fue entonces
cuando, con la otra mano, te introdujiste en mi pecho, y sentí un fuerte
crujido.
Y
fue ahí cuando nos volvimos a encontrar.
“Mi
gran compañero, cuánto tiempo. Qué ha sido de ti, joder, sería irónico decir
que te he echado de menos, pero qué coño, algo de verdad tendría esa sentencia.
Sin ti me ha sido imposible escribir algo de provecho. Vente, ayúdame con esta
sangre que me sale a borbotones, y vayamos a tomar algo para acompañar tus lúgubres
historias”.
Es
complicado describir esto, pero me alegra volver a ver la sangre en mis venas,
sentirla espesa, caliente, deslizarse por mi cuerpo. La reconfortante sensación
de tener algo roto por dentro, de estar perturbado en ciertos sentidos. De volver
a encontrarme contigo y fusionarnos hasta que el silencio se da el relevo con
los primeros pasos del nuevo día. Porque eso significa que podemos ser
diferentes al resto del mundo, y por ello sentirnos alguien durante los pocos
años que nos da la vida para recorrer estas tierras.
Esta
vez es distinto, pero en cierto modo semejante. Los años me han sorprendido con cientos de experiencias, pequeños
capítulos insignificantes de forma aislada pero que pueden dar lugar a un
compendio algo razonable, arañado por mi personalidad violenta y siempre
anegada en el dramatismo. Y aun así hay algo básico que nos caracterizaba a
ambos protagonistas de este absurdo texto. El hecho de que a veces sintamos que
el mundo se para y no tenemos dónde ir.