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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

viernes, 30 de agosto de 2013

When you are ready

La campanilla situada encima de la puerta repiqueteó cuando pasé por el umbral de la tienda. La atmósfera se tornó cargada, pesada y encogida por el polvo acumulado y el sol directo asentado sobre los tablones de madera durante años. Un hombre de mirada enigmática situado en el mostrador levantó la vista del periódico, y con apenas un ademán con la barbilla me dio a entender que podía pasearme a mis anchas por entre lo disponible.

Poco a poco, la peculiar tienda dejó que me fuera adentrando en sus más recónditos secretos. Vi un tocador victoriano con apenas unos dejes de desuso y abandono, un sofá tapizado de una textura tan suave y aterciopelada que quise ser su eterno durmiente, una lámpara recargada que parecía haber presidido un auténtico salón de baile, y una cantidad de géneros, estilos y épocas que me impresionaba que la estancia aún albergara más y más sorprendentes muebles en su interior. Sin embargo, sentí que sólo me estaba dando un anticipo mientras me susurraba “cuando estés preparado”.

Fue entonces cuando, apartando una sábana enmohecida, lo encontré.

Su estructura se alzaba altiva, orgullosa de que en un tiempo fue una auténtica belleza. La madera estaba raída, y su antiguo color apenas permanecía en unos pequeños tramos uniformes. Aún se podían deducir los tramos tallados en los bordes, formando largas y curvadas líneas en motivos vegetales. Y aun en el estado decrépito del armazón, el espejo permanecía íntegro, impertérrito, constante, esperándome.

Qué puedo decir, era un espejo. Un espejo muy antiguo, de esos que son de pie y ligeramente inclinados 
para dar una curiosa ilusión óptica. No obstante, a medida que me fui acercando, veía que un individuo completamente distinto a mí se acercaba del otro lado, justo con los mismos movimientos, hasta que nos quedamos a apenas unos centímetros delimitados por el cristal, mirándonos de manera absorta.

Puedo asegurar, por todo lo que soy, que la persona reflejada no era yo.

Su mirada era brillante, exitosa, minuciosamente estudiada para poder analizar a la gente en lo que dura un apretón de manos. Un hombre matemáticamente calculado para dar la mejor impresión, para saludar de la manera exacta y decir las palabras convenientes. Su cara estaba dispuesta de una manera antisimétrica, en un desorden que la hacía perfecta. Su sonrisa demasiado amplia, los ojos ligeramente entornados. Hasta podría haber olido el éxito que transpiraba ese hombre. Éxito, llevaba un traje caro y el pelo ligeramente peinado hacia atrás, en un estilo desenfadado que dejaba unos pocos mechones pasearse por su frente ante una pequeña brisa. Llevaba una alianza, y un reloj bastante caro –pude deducirlo por la semejanza con los relojes de los escaparates, sabía lo mismo de relojes que de la cosecha de vino de 1982 en la zona de la Toscana- y un par de gemelos se entreveían refulgiendo a cada movimiento de la muñeca. Completamente lo contrario a lo que yo podría ser.

Ahora mismo, me puedo imaginar un poco la situación de entonces. Mi cara de pasmarote, confuso y ligeramente alienado, contemplado a un anti-ego reflejado en un espejo. Lo que ello podría ser, significar, me tiene obnubilado desde que abandoné la tienda.

No compré el espejo. Estaba claro, ni tenía dinero ni tenía las ganas de ver a un ricachón de sonrisa profident contemplar mi piso de mierda.

Tal vez fuera una representación de lo que me gustaría: una vida perfecta, casado y tal vez con un par de críos, una casa en las afueras, una hipoteca no demasiado inflada y un trabajo que me permita todo esto y todo un armario de trajes italianos. Saberlo todo acerca de las relaciones con los empresarios, de lo que puede decir un apretón de manos o una mirada confiada, y enfundarme en ese traje de hipocresía todos y cada uno de los días, para que al final mi mujer acabe harta de mi ausencia, se tire al chico que corta los rosales mientras yo estoy en la oficina (aunque me la puede chupar una secretaria), nuestros hijos acaben mal criados y con un montón de sociopatías por nuestra falta de dedicación y el exceso de frialdad en los tratos, y que al perro que me he imaginado antes lo termine atropellando porque ni siquiera me fijé al dar marcha atrás para largarme de esa maldita casa para siempre. Seguro que todo esto me lo invento para no compadecerme de mí mismo, para intentar cambiar mi vida hacia algo que realmente me guste y no terminar atropellando a un perro y con un divorcio que me deje en la ruina. Seguro, que es eso.

Llueve, apenas puedo sacar las manos de los bolsillos del abrigo. Deambulo, meditabundo, y llego a un parque. Miro mis zapatos, mojados y embarrados. Tal vez ese espejo me recordó lo miserable que soy. Como Dickens me dio a pensar en Grandes Esperanzas, una persona puede ser perfectamente feliz y estable consigo misma, hasta que otro le recuerda que puede ser diferente. Qué se puede deducir cuando ese otro es un espejo.

Pero… ¿qué es lo que tengo que cambiar? ¿Mi forma de vida? ¿Mi personalidad, o simplemente la apariencia que tengo? Ese hombre llevaba un buen traje, una sonrisa perfecta, un estándar cumplido en su totalidad. Más que seguirle, imitarle, lo que me pide el cuerpo es decirle lo miserable que es su vida, porque yo al menos soy consciente de que no soy feliz.

El autoengaño, compañero de tantos y tantos humanos en este planeta. No estás gordo, no eres tonto, no te hace falta leer más ni aprender más sobre la vida para hablar deliberadamente sobre las cosas como hacen el resto. No te hace falta corregir tus faltas, reconocer tus errores. Eres así, piensas como piensas, y no puedes cambiarlo porque eres así. Es una tautología tan absurda que la gente se la cree basándose en su simplicidad. A todos y cada uno de ellos, me gustaría reventarles ese espejo en la cabeza. Somos humanos, unos más que otros, pero prácticamente todos tenemos un cerebro y posibilidades de desarrollarlo. Ser simplemente buenas personas, tener humildad, respeto y un poco de picardía en la ironía para animar las cosas. Partir de la buena fe a la hora de argumentar, no gritar, discutir, compartir opiniones y dogmas de vida. Un mínimo de respeto a la palabra convivencia pacífica.


Vivimos bajo estándares, bajo órdenes de los grandes, bajo información manipulada y violada hasta que nos llegan apenas dos palabras distorsionadas del auténtico y neutral mensaje, la presión moral, la autoestima, los objetivos imposibles, los sucesos que llevan a la nada. Siento que me absorbe el espejo, que lentamente me acaricia desde que soy un niño y me obliga a mirar, a hacerme a su imagen, a amarla y desearla. Y el resto, es una barbaridad. El sexo ha de ser silencioso y en tu propia casa y bajo la insignia de matrimonio, los argumentos políticos han de estar resguardados bajo un partido concreto, la crisis es culpa de gente a la que nunca tendremos cojones de decírselo a la cara, siempre es mejor, a la espalda y sin argumentar. A todos y cada uno de vosotros, os reventaría mi espejo en la cabeza. La universidad se vuelve tan cara que absolutamente ningún joven con esperanzas y mileurista podrá pisar sus suelos –valga decirlo- más que desgastados (que digo yo, dónde irán los miles de euros si no es al mantenimiento o al sueldo de los profesores que apenas les da tiempo a conocernos). La educación se vuelve resumida, cutre, deshilachada y sin ganas de vivir, como una puta cansada de su trabajo eterno y repetitivo. Y ese espejo nos dice que, puede que en algún momento, lleguemos a esos estándares y acabemos engañando a la mujer con la que duermes al lado o criando a unos niños a tu mierda de imagen y semejanza basada en el materialismo y el ansia de cumplimiento de falsas expectativas. Así, hoy día, es el mundo en el espejo del anticuario, que nunca se planteó que me lo fuera a llevar porque nunca iba a admitir la realidad.

sábado, 24 de agosto de 2013

Buen café para cuarenta minutos de verborrea

Os presento a la Ester del pasado.

Cada cierto tiempo, y con distintos aspectos de mi vida, ocurre que tengo esas ganas de revivir esas experiencias pasado cierto tiempo. Mi afición –por llamarlo de alguna manera- de volver a vivir esos momentos, creo que la adquirí cuando era una niña. El primer libro que me releí fue La historia interminable, y de ahí siguieron las otras seis veces.

El año pasado, tras unos diez años sin tocar el libro (joder, que ya tengo veinte), volví a acariciar sus páginas bicolor entre mis manos. Ese aroma que lo habré respirado mil veces, esa sensación extraña al volver a desentrañar la inscripción al revés de la primera página. Ese, fue el libro de mi infancia-adolescencia primeriza.

Aquella última vez que lo leí, creí percibir más aspectos de los que tenía en la memoria, pero a su vez se veían magnificados por extrañas reacciones en mi subconsciente. Jamás una araña gigante me había infundado tanto temor, o el respeto que le profería a aquel centauro bicentenario, o la predilección y confianza en el propio ÁURYN. Esto me puede sugerir que de pequeños vemos el mundo con unas lentes increíblemente aumentadas (ignorando la ironía de mis cinco dioptrías) que nos ofrecen un mundo distorsionado, exaltado en ciertos aspectos, y que puede que nos determinen en una gran faceta de nuestra personalidad.

Heme allí, en el tren traqueteante, con el sol atravesando la parte este de las ventanas, con las piernas encogidas y apoyada en un respaldo de otro sillón. Han cambiado tantas cosas desde entonces, pero sinceramente, fue como leer un libro revestido de un encantamiento o hechizo brutal.
Lo mismo me ha pasado con otros libros, donde tengo que nombrar por excelencia a Carlos Ruiz Zafón. Michael Ende me enseñó los límites difuminados y fácilmente transitables de la imaginación mediante personajes imposibles y sucesos simplemente fantásticos, pero Zafón me enseñó la belleza auténtica de las palabras. Unos por un lado, y otros por otro, y es por esto por lo que no se puede comparar a Follet con Poe (aunque algunas engreídas lo vayan gritando como cotorras alienadas por una sola gota de cultura), narrativa con retórica, simplemente incomparables. De pequeña me paseaba por la biblioteca cuando mi padre nos llevaba a mi hermana y a mí, y yo subía  a la segunda planta, y me paseaba por entre los libros de adultos buscando el más grande de todos. Precisamente por Ende, me gustaban las historias interminables, que me tuvieran ensoñada durante días y días seguidos, que no pudiera dejar de leer y que un día me encerrara en el sótano de mi colegio y me refugiara con una manta y apenas un bocata y una manzana para pasar unos días leyendo hasta terminar (mi colegio no tenía sótano, por desgracia). Gracias a este criterio de selección encontré al Príncipe de los ladrones, que me llamó la atención dentro de la literatura juvenil, pero especialmente conocí a Ken Follet. Un hombre tan prolífico como exhaustivamente documentado, una novela con una gran base histórica sobre la que desarrollar sus dramas, me tuvo desde siempre absorbida. 

Aunque fue años más tarde cuando descubrí que le ponían muy cachondo las pelirrojas en sus siguientes libros.

El caso –es evidente que me disperso en esta materia- es que hay libros que sólo se pueden leer en determinados intervalos de edad para sentir lo mismo. Por eso considero tan importante releer una buena obra, porque te suscita otras sensaciones, otros sentimientos. Es lo que me decide a darle a mi hijo del futuro La historia interminable cuando sea el momento exacto, y ver si desencadena en lo mismo. Simplemente pienso que mi pasión por los libros fue infundada, y para ello tiene que haber un detonante.

He de decir que tanto la literatura como los simples dibujos animados han cambiado. De pequeña madrugaba (no exagero, a las siete de la mañana) para ver los dibujos. Y no sé si el problema es suyo o es mío, pero con los de hoy día no siento lo mismo. Lo que me divirtió Las supernenas no se puede comparar con las mierdas en 3D de hoy, lo siento (y por favor, metamos a Bob Esponja y Hora de Aventuras en el cajón de “dibujos especialmente para los no-niños”, porque son demasiado brutales xD). No sé, puede que sea cosa mía.

Mucha gente no sabe el verdadero valor que tiene continuar con la palabra, y reformarla a tu gusto para las siguientes generaciones. Y no lo digo en un sentido dictatorial, puesto que en algún momento el niño tiene que valerse por sí mismo y aprender a seleccionar contenido, y es precisamente por eso por lo que es tan importante  encender esa llama por la cultura antes de que no haya opción y se inicie el Modo Automático. Criar a un hijo puede ser algo relativamente fácil, pero también puede ser un auténtico lienzo donde en el futuro se hará una obra de arte. Ahora estamos hablando de la Ester del futuro.

Está bien, estudio Derecho y Administración de Empresas, hasta yo misma digo que no da mucho rango al arte o expansión sensorial. Lo reconozco, pero podemos decir otra vez que son dos campos distintos. La verdad es que hasta que no he dado auténtica materia en Derecho no me he dado cuenta de que soy terca, y soy tan terca que muchas veces la arrogancia se levanta del sillón y también habla –medio ebria, mi arrogancia siempre está ebria porque habla sin pensar- y empiezan a discutir en mi cabeza que trata de defender lo que piensa. Defender, y hacerlo por encima de todo. Porque cree que está en lo cierto, y he de suponer que en un campo tan taxativo y a la vez tan variable como el Derecho puede bailar a sus anchas. La faceta asquerosa y a la vez más cierta, es que no todo el mundo piensa como debería ser, y con esto me refiero a la más básica moral.

Temo el día en el que me den la torta en la cara. Ya sabéis, el día en el que la justicia no esté de mi lado y realmente tenga que afrontarlo. Soy tan terca como moralista, y cuando una persona te pregunta lo típico de ¿defenderías a un asesino? Nunca soy capaz de responderle completamente segura de que esté respondiendo bien, porque puede que la Ester del futuro me contradiga. He ahí mi dicotomía.


Bueno, aquí queda un poquito de todo. Buen café para cuarenta minutos de verborrea.

domingo, 11 de agosto de 2013

Y esta, va dedicada a la música

Normalmente distingo lo que me gusta de lo que no por la reacción de mi cuerpo. Algo tan sencillo como la piel. Si se me eriza, debe ser brutal. Lo que te arranca una fuerte inspiración, te encanta, te envuelve y te canta hasta el fin de los tiempos. Aunque, cabe decir, que no todo lo que escucho tiene tanta trascendencia corporal.

Ignoro los orígenes exactos, ni la verdadera intención de los buenos músicos (hasta donde me puedo imaginar, me pierde la impotencia por la ignorancia), pero puedo adivinar que pocos son los que buscan erizar la piel a sus espectadores, porque no es precisamente la música más alta, más ruidosa o más repetitiva, sino, al menos para mí, la que tiene un pedacito de su alma.

Hay que decir, que me gusta el death metal, el rock y metal clásico, las baladas, epic metal y tal vez trash, incluido el nu metal, grunge, rock alternativo, pero también la música clásica, las canciones híbridas con un montón de estilos pero con piano o guitarra… tengo una enorme diversidad y cada día descubro otro género, pero lo que siempre busco es sentir que el grupo me está dando algo de ellos. Sí, especialmente el metal me dice mucho más que una canción estándar.

Porque yo cuando escribo, dejo algo de mí, espero que el resto lo hagan conmigo. No por retribución (ni mucho menos), sino por una cuestión de perfección. La verdadera música es la que te arranca algo, tanto para bien como para mal. Un cantante gritando en una buena canción puede estar clamando al mundo por su autodestrucción, la mano del hombre guiada por el afán de poder, del mismo modo que una balada se convierte en una elegía por la persona que no está o por lo fugaz que puede ser la vida vista como un tren. Que te dicen mucho, joder, y poco a poco cambian tu modo de ver las cosas.

Hay veces que pienso que al escuchar una canción sacas más de una persona que si quedaras con ella en un café y le hicieras un cuestionario hasta que os obligaran a salir porque tienen que cerrar. Otra forma de ver a la gente, parecido a leer una obra lírica del autor. Es otra cara, no la cara social, sino la propia cara interna.

Lo irónico del arte es que no necesariamente te hace sentir mejor cuando lo practicas, puesto que no siempre decides lo que quieres dejar plasmado. Una pintura, un largometraje, una fotografía, una canción, una obra de teatro, un libro, un baile, un beso… ¿por qué no un beso? Incluso el sexo es arte. Pero de eso puede que hable en otra ocasión, porque esta va dedicada a la música.

Hay muchos tipos de conciertos, pero lo que tienen en común es la expectación de los miembros protagonistas. Lo que esperan, lo que no, y lo que realmente se produce. Siempre pienso (pícaramente) que los músicos nunca obtienen lo que desean, porque su rendimiento es mucho mayor al perceptible. Si no te sale como quieres, te pasas horas, días y meses practicando, y siempre queda un deje de perfección incompleta. Cuando un espectador llega y les dice “me ha gustado, ha estado genial” no creo que obtengan todo lo que quieren como mínimo recibir. Yo les entiendo, es una cuestión de proporcionalidad, autoexigencia y no conformismo con uno mismo.

Porque si hay algo en lo que creo es en que una de las facetas del arte que más me gusta es la realizada por personas atormentadas. Personas que tienen una idea en la cabeza que nunca termina de desaparecer, atormentándoles por no poder salir en condiciones. Y se pasan la vida intentándolo, frustrándose y perfeccionando lo imposible. No digo que únicamente sean estos los que me gustan, sino que especialmente me llaman la atención. Puede sonar un poco sádico.

Y como muchas veces en la vida, se hace necesario variar, para lo que viene genial escuchar esas canciones que te hacen sonreír sin que te des cuenta. Tanto talento como las que te encogen y acongojan el corazón. Las que te recuerdan tu vida como una película antigua, las que profundizan en cosas que consideras banales o en personas que no sabes lo muchísimo que amas hasta entonces. Joder, claro que son necesarias, mi vida es una barca y unos pies en el césped del mismo modo que es una tarde lluviosa en una calle empedrada.


Para todos estos momentos, siempre la música se sentará a tu lado y se tomará, con gusto, otra copa contigo.