La campanilla situada encima de la puerta repiqueteó cuando
pasé por el umbral de la tienda. La atmósfera se tornó cargada, pesada y
encogida por el polvo acumulado y el sol directo asentado sobre los tablones de
madera durante años. Un hombre de mirada enigmática situado en el mostrador
levantó la vista del periódico, y con apenas un ademán con la barbilla me dio a
entender que podía pasearme a mis anchas por entre lo disponible.
Poco a poco, la peculiar tienda dejó que me fuera adentrando
en sus más recónditos secretos. Vi un tocador victoriano con apenas unos dejes
de desuso y abandono, un sofá tapizado de una textura tan suave y aterciopelada
que quise ser su eterno durmiente, una lámpara recargada que parecía haber
presidido un auténtico salón de baile, y una cantidad de géneros, estilos y
épocas que me impresionaba que la estancia aún albergara más y más
sorprendentes muebles en su interior. Sin embargo, sentí que sólo me estaba
dando un anticipo mientras me susurraba “cuando estés preparado”.
Fue entonces cuando, apartando una sábana enmohecida, lo
encontré.
Su estructura se alzaba altiva, orgullosa de que en un
tiempo fue una auténtica belleza. La madera estaba raída, y su antiguo color
apenas permanecía en unos pequeños tramos uniformes. Aún se podían deducir los
tramos tallados en los bordes, formando largas y curvadas líneas en motivos
vegetales. Y aun en el estado decrépito del armazón, el espejo permanecía
íntegro, impertérrito, constante, esperándome.
Qué puedo decir, era un espejo. Un espejo muy antiguo, de esos
que son de pie y ligeramente inclinados
para dar una curiosa ilusión óptica. No
obstante, a medida que me fui acercando, veía que un individuo completamente
distinto a mí se acercaba del otro lado, justo con los mismos movimientos,
hasta que nos quedamos a apenas unos centímetros delimitados por el cristal,
mirándonos de manera absorta.
Puedo asegurar, por todo lo que soy, que la persona
reflejada no era yo.
Su mirada era brillante, exitosa, minuciosamente estudiada
para poder analizar a la gente en lo que dura un apretón de manos. Un hombre
matemáticamente calculado para dar la mejor impresión, para saludar de la
manera exacta y decir las palabras convenientes. Su cara estaba dispuesta de
una manera antisimétrica, en un
desorden que la hacía perfecta. Su sonrisa demasiado amplia, los ojos
ligeramente entornados. Hasta podría haber olido el éxito que transpiraba ese
hombre. Éxito, llevaba un traje caro y el pelo ligeramente peinado hacia atrás,
en un estilo desenfadado que dejaba unos pocos mechones pasearse por su frente
ante una pequeña brisa. Llevaba una alianza, y un reloj bastante caro –pude
deducirlo por la semejanza con los relojes de los escaparates, sabía lo mismo
de relojes que de la cosecha de vino de 1982 en la zona de la Toscana- y un par
de gemelos se entreveían refulgiendo a cada movimiento de la muñeca. Completamente
lo contrario a lo que yo podría ser.
Ahora mismo, me puedo imaginar un poco la situación de
entonces. Mi cara de pasmarote, confuso y ligeramente alienado, contemplado a
un anti-ego reflejado en un espejo. Lo
que ello podría ser, significar, me tiene obnubilado desde que abandoné la
tienda.
No compré el espejo. Estaba claro, ni tenía dinero ni tenía
las ganas de ver a un ricachón de sonrisa profident
contemplar mi piso de mierda.
Tal vez fuera una representación de lo que me gustaría: una
vida perfecta, casado y tal vez con un par de críos, una casa en las afueras,
una hipoteca no demasiado inflada y un trabajo que me permita todo esto y todo
un armario de trajes italianos. Saberlo todo acerca de las relaciones con los
empresarios, de lo que puede decir un apretón de manos o una mirada confiada, y
enfundarme en ese traje de hipocresía todos y cada uno de los días, para que al
final mi mujer acabe harta de mi ausencia, se tire al chico que corta los
rosales mientras yo estoy en la oficina (aunque me la puede chupar una
secretaria), nuestros hijos acaben mal criados y con un montón de sociopatías
por nuestra falta de dedicación y el exceso de frialdad en los tratos, y que al
perro que me he imaginado antes lo termine atropellando porque ni siquiera me
fijé al dar marcha atrás para largarme de esa maldita casa para siempre. Seguro
que todo esto me lo invento para no compadecerme de mí mismo, para intentar
cambiar mi vida hacia algo que realmente me guste y no terminar atropellando a
un perro y con un divorcio que me deje en la ruina. Seguro, que es eso.
Llueve, apenas puedo sacar las manos de los bolsillos del
abrigo. Deambulo, meditabundo, y llego a un parque. Miro mis zapatos, mojados y
embarrados. Tal vez ese espejo me recordó lo miserable que soy. Como Dickens me
dio a pensar en Grandes Esperanzas, una
persona puede ser perfectamente feliz y estable consigo misma, hasta que otro
le recuerda que puede ser diferente. Qué se puede deducir cuando ese otro es un
espejo.
Pero… ¿qué es lo que tengo que cambiar? ¿Mi forma de vida?
¿Mi personalidad, o simplemente la apariencia que tengo? Ese hombre llevaba un
buen traje, una sonrisa perfecta, un estándar cumplido en su totalidad. Más que
seguirle, imitarle, lo que me pide el cuerpo es decirle lo miserable que es su
vida, porque yo al menos soy consciente de que no soy feliz.
El autoengaño, compañero de tantos y tantos humanos en este
planeta. No estás gordo, no eres tonto, no te hace falta leer más ni aprender
más sobre la vida para hablar deliberadamente sobre las cosas como hacen el
resto. No te hace falta corregir tus faltas, reconocer tus errores. Eres así,
piensas como piensas, y no puedes cambiarlo porque eres así. Es una tautología tan absurda que la gente se la cree
basándose en su simplicidad. A todos y cada uno de ellos, me gustaría
reventarles ese espejo en la cabeza. Somos humanos, unos más que otros, pero prácticamente
todos tenemos un cerebro y posibilidades de desarrollarlo. Ser simplemente
buenas personas, tener humildad, respeto y un poco de picardía en la ironía para
animar las cosas. Partir de la buena fe a la hora de argumentar, no gritar,
discutir, compartir opiniones y dogmas de vida. Un mínimo de respeto a la
palabra convivencia pacífica.
Vivimos bajo estándares, bajo órdenes de los grandes, bajo
información manipulada y violada hasta que nos llegan apenas dos palabras
distorsionadas del auténtico y neutral mensaje, la presión moral, la
autoestima, los objetivos imposibles, los sucesos que llevan a la nada. Siento que
me absorbe el espejo, que lentamente me acaricia desde que soy un niño y me
obliga a mirar, a hacerme a su imagen, a amarla y desearla. Y el resto, es una
barbaridad. El sexo ha de ser silencioso y en tu propia casa y bajo la insignia
de matrimonio, los argumentos políticos han de estar resguardados bajo un
partido concreto, la crisis es culpa de gente a la que nunca tendremos cojones
de decírselo a la cara, siempre es mejor, a la espalda y sin argumentar. A todos
y cada uno de vosotros, os reventaría mi espejo en la cabeza. La universidad se
vuelve tan cara que absolutamente ningún joven con esperanzas y mileurista
podrá pisar sus suelos –valga decirlo- más que desgastados (que digo yo, dónde
irán los miles de euros si no es al mantenimiento o al sueldo de los profesores
que apenas les da tiempo a conocernos). La educación se vuelve resumida, cutre,
deshilachada y sin ganas de vivir, como una puta cansada de su trabajo eterno y
repetitivo. Y ese espejo nos dice que, puede que en algún momento, lleguemos a
esos estándares y acabemos engañando a la mujer con la que duermes al lado o
criando a unos niños a tu mierda de imagen y semejanza basada en el
materialismo y el ansia de cumplimiento de falsas expectativas. Así, hoy día,
es el mundo en el espejo del anticuario, que nunca se planteó que me lo fuera a llevar porque nunca iba a admitir la realidad.