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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

martes, 8 de octubre de 2013

Una satírica y macabra historia acerca de la justicia

La luz amarillenta de la lámpara de mesa dejaba ver, en su foco proyectado hasta la superficie horizontal más cercana, pequeñas, diminutas partículas de polvo flotar en el aire. Tiré el bolígrafo más que sudoroso por el uso continuado y me eché hacia atrás en la silla, suspirando mientras buscaba otro cigarro en el paquete medio doblado en un cajón. Me picaba la cara, llevaba días sin afeitarme. Ignoraba en qué momento tiré la corbata en la silla de enfrente del escritorio, y en qué otro acumulé semejante cantidad de vasos de cartón de la cafetería del otro lado de la calle. En aquel momento la noche sentó su manto de oscuridad tras mi ventana, y la persiana cortaba en largos trazos y simétricos la luz de la farola en el tercer piso del edificio. Ruido continuo de sirenas de policía, narcotraficantes en su hora feliz, algún que otro chillido de esas mujeres que continuaban con hombres que las maltrataban hasta la tentativa de homicidio. Y yo, tan solo, ignorante, aquella noche no me puse la capa para detener el crimen.

Me podía definir en aquel entonces como un abogado de mala muerte, de esos que se ponían la camisa del día anterior y tapaban las manchas de café con los tirantes, que iban cargados con carpetas de casos sin 
resolver e iban recogiendo la mierda de los juzgados sin ánimo de obtener alguna recompensa pecuniaria. 

Pasaba días enteros completamente saturado, agobiado y hastiado con la idea de vidas dependientes de mis palabras, siempre insuficientes, siempre demasiado generales, siempre sin estudiarlas lo suficiente, nunca como me hubiera gustado. En aquel entonces era cuando dormía menos, pero cuando de verdad, dormía bien.

La razón era tan sencilla como que siempre tenía la sensación de que hacía lo mejor por la justicia. Las vidas que me confiaban el resto de sus años llegaban a mi “despacho”, una sala que contaba con la fortuna de disponer de cuatro paredes, una ventana carcomida con una persiana al borde del desprendimiento, una silla destartalada y una mesa repleta hasta los topes de archivos y casos todavía sin investigar, unos cuantos códigos, leyes y expedientes de casos de hace veinte años en adelante en el suelo, y mi mirada de comprensión hasta límites inimaginables. Esas vidas se sentaban, aprehendían su alma entre sus manos y me la entregaban, porque siempre, siempre había una justificación personal que me llevaba a acompañarlos hasta el final; maltrato, defensa propia, necesidad, accidente… todas y cada una de esas razones las sostenía, por pequeñas que fueran, y las cuidaba y estudiaba durante menos de 48 horas para presentarme a los juzgados una mañana en las que las presentaba como tesoros, pues era tan puro que nunca tuve que inventarme justificaciones legales para poder sostenerlas. Unas veces ganaba, y otras perdía, dependiendo de los jueces y de la transmisión de confianza por parte de mis testigos, pero siempre tenía esa sensación de haber dado lo mínimo por sus vidas.

Un día llegó una madre a mi descompuesto habitáculo. Apenas adiviné su llegada unos segundos antes cuando en medio del silencio escuché unos pequeños pasos de tacón medio sobre la moqueta verdosa y mugrienta del pasillo. Llevaba un bolso muy pequeño con los bordes desgastados por el uso, y en su mano sostenía un pañuelo, temblorosa, al igual que su mirada. En esa clase de momentos, sacaba mi libreta de hojas amarillentas y un bolígrafo y trascribía a la perfección y con el máximo detalle todas y cada una de sus palabras, muchas de ellas deducidas entre la voz entrecortada y los llantos repentinos. Mi día a día entre almas destrozadas.

Aquella mujer vino por su hija, asesinada brutalmente el día anterior. Fue en medio de un parque, unos chavales la quemaron viva. Le echaron cinco litros de gasolina tras andar persiguiéndola durante varios días, la golpearon y después tiraron una colilla en aquel bulto mojado y sollozante que suplicaba algo de misericordia. Ardió en apenas unos segundos, y ni siquiera alertaron a alguien durante la siguiente hora.

La madre me pedía justicia, me suplicaba una respuesta del poder jurídico por una vez a su favor. En su voz no se deducía venganza, rabia, ira y ni siquiera falta de perdón. Simplemente se leía la tristeza, tan profunda, de que en ese momento su hija no estuviera con ella comprando los ingredientes para la humilde cena que tenían prevista cocinar juntas para el Día de Acción de Gracias para el resto de la familia. Sus ojos, pétreos, fríos, dejaron a un lado el sentimiento de venganza para reclamar una respuesta racional del Estado.

Aquel caso me secuestró toda la noche anterior y varias horas de la mañana siguiente, hasta que apresurado tuve que coger mi maletín imposible de cerrar repleto de carpetas y hojas con apuntes rápidamente garabateados durante aquellas horas y correr hasta la Sala donde se celebraba el juicio. Aquellos chavales no eran precisamente del gremio humilde y de mala muerte de la ciudad; ignoro lo que andarían haciendo a esas horas, pero no estaban sus respectivas mansiones y haciendas precisamente cerca de aquel parque. Contaban con auténticos cazadores como abogados, fieras y perversas criaturas que abrieron automáticamente sus maletines y sólo sacaron una escueta carpeta, perfectamente grapada e impecable. Lo tenían todo perfectamente planificado.

Alegaron que los acusados ignoraban en su totalidad los efectos de echar a alguien gasolina y tirar una colilla, que no se podía prever que eso fuera a causar un riesgo probable. Los esbozaron, pintaron y retocaron mediante palabrería redundante y propia de comerciales de la teletienda ante el jurado como auténticos santos, niños inocentes del barrio rico del Estado que tan sólo andaban perdidos por aquel parque y que dios sabe cómo, acabaron en semejante malentendido. Mi rabia latía por mi sangre emponzoñada, teñida de ese negro opaco que conforma el hambre de ser escuchado con objetividad. Cuando llegó mi turno, los miembros del jurado me miraban con escepticismo, todos del lado de aquellas inocentes almas y no de mi pobre cliente. La madre, al otro lado del estrado, testificó poniendo su corazón sobre la mesa, conteniéndose la opinión subjetiva sobre los jóvenes y solamente exponiendo la verdad. Finalmente puse todas las cartas sobre la sala confiando en la ley y en la justicia derivada de los jueces aplicando estrictamente lo escrito. Aquel día, sin embargo, no tuve suerte.

Los jóvenes salieron con una pena mínima, si acaso por los desperfectos provocados en el parque. Ignoro, de verdad que ignoro en qué momento se produjo ese desequilibrio en el universo, pero jamás le pedí un centavo a aquella mujer porque en mi vida me había sentido tan desgraciado por no haber obtenido algo tan claro y evidente. No tenía ganas de continuar viviendo en aquel asqueroso mundo de mierda.


Dimos nuestra libertad hace muchísimos años a cambio de unos estándares de orden, de organización, de leyes y de justicia. Nos comprometimos con los gobernantes a pagar unos impuestos con los que se levantarían los cimientos de una sociedad civilizada, donde se castigarían a los culpables y se recompensarían a las víctimas. Con el paso de los años, y a medida de que los fabricantes de bombillas se dieron cuenta de que si reducían su duración desmejorando la calidad aumentarían exponencialmente sus ventas, los abogados vieron que había tantas lagunas en las leyes que uno podía comprar a un jurado sin pestañear. Los tiempos cambiaron y me hice demasiado viejo como para seguir manteniendo aquellas miradas, cada vez provistas de menos y menos esperanza. Me recuerdo como un joven con muchísimas esperanzas, con proyectos inimaginables de compensación moral por lo trabajado, con cenas en casas de aquellas familias en agradecimiento por mi labor. Aquel día de Acción de Gracias cené solo un cartón de comida china en el puesto ambulante de la esquina, y me emborraché con vino barato para terminar paseando por aquel parque, donde quemaron a la chica con toda una vida por vivir. El rastro arrasado por el fuego del césped, de los árboles colindantes, del camino de piedra que se dirigía hacia la zona interior del recinto, estaba tan reciente que se podía escuchar a la naturaleza gritando por semejante destrucción. Vomité mi cena y mi festín, y di las gracias a Dios por darme vida en aquella existencia que hacía esquina por unos cuantos dólares por una mamada. Qué gran puta, qué gran decepción y qué gran descompensación terminó por dejarme tirado en aquel lugar carbonizado hacía apenas unos días, llorando como un niño recién nacido, que quería volver al vientre de su madre donde nunca tuvo que agonizar hasta el punto de no querer seguir viviendo.