La luz amarillenta de la lámpara de mesa dejaba ver, en su foco
proyectado hasta la superficie horizontal más cercana, pequeñas, diminutas
partículas de polvo flotar en el aire. Tiré el bolígrafo más que sudoroso por
el uso continuado y me eché hacia atrás en la silla, suspirando mientras
buscaba otro cigarro en el paquete medio doblado en un cajón. Me picaba la
cara, llevaba días sin afeitarme. Ignoraba en qué momento tiré la corbata en la
silla de enfrente del escritorio, y en qué otro acumulé semejante cantidad de
vasos de cartón de la cafetería del otro lado de la calle. En aquel momento la
noche sentó su manto de oscuridad tras mi ventana, y la persiana cortaba en largos
trazos y simétricos la luz de la farola en el tercer piso del edificio. Ruido continuo
de sirenas de policía, narcotraficantes en su hora feliz, algún que otro
chillido de esas mujeres que continuaban con hombres que las maltrataban hasta
la tentativa de homicidio. Y yo, tan solo, ignorante, aquella noche no me puse
la capa para detener el crimen.
Me podía definir en aquel entonces como un abogado de mala
muerte, de esos que se ponían la camisa del día anterior y tapaban las manchas
de café con los tirantes, que iban cargados con carpetas de casos sin
resolver
e iban recogiendo la mierda de los juzgados sin ánimo de obtener alguna
recompensa pecuniaria.
Pasaba días enteros completamente saturado, agobiado y
hastiado con la idea de vidas dependientes de mis palabras, siempre
insuficientes, siempre demasiado generales, siempre sin estudiarlas lo suficiente,
nunca como me hubiera gustado. En aquel entonces era cuando dormía menos, pero
cuando de verdad, dormía bien.
La razón era tan sencilla como que siempre tenía la
sensación de que hacía lo mejor por la justicia. Las vidas que me confiaban el
resto de sus años llegaban a mi “despacho”, una sala que contaba con la fortuna
de disponer de cuatro paredes, una ventana carcomida con una persiana al borde
del desprendimiento, una silla destartalada y una mesa repleta hasta los topes
de archivos y casos todavía sin investigar, unos cuantos códigos, leyes y
expedientes de casos de hace veinte años en adelante en el suelo, y mi mirada
de comprensión hasta límites inimaginables. Esas vidas se sentaban, aprehendían
su alma entre sus manos y me la entregaban, porque siempre, siempre había una justificación personal
que me llevaba a acompañarlos hasta el final; maltrato, defensa propia,
necesidad, accidente… todas y cada una de esas razones las sostenía, por pequeñas
que fueran, y las cuidaba y estudiaba durante menos de 48 horas para
presentarme a los juzgados una mañana en las que las presentaba como tesoros,
pues era tan puro que nunca tuve que inventarme
justificaciones legales para poder sostenerlas. Unas veces ganaba, y otras
perdía, dependiendo de los jueces y de la transmisión de confianza por parte de
mis testigos, pero siempre tenía esa sensación de haber dado lo mínimo por sus
vidas.
Un día llegó una madre a mi descompuesto habitáculo. Apenas
adiviné su llegada unos segundos antes cuando en medio del silencio escuché
unos pequeños pasos de tacón medio sobre la moqueta verdosa y mugrienta del
pasillo. Llevaba un bolso muy pequeño con los bordes desgastados por el uso, y
en su mano sostenía un pañuelo, temblorosa, al igual que su mirada. En esa
clase de momentos, sacaba mi libreta de hojas amarillentas y un bolígrafo y
trascribía a la perfección y con el máximo detalle todas y cada una de sus
palabras, muchas de ellas deducidas entre la voz entrecortada y los llantos
repentinos. Mi día a día entre almas destrozadas.
Aquella mujer vino por su hija, asesinada brutalmente el día
anterior. Fue en medio de un parque, unos chavales la quemaron viva. Le echaron
cinco litros de gasolina tras andar persiguiéndola durante varios días, la
golpearon y después tiraron una colilla en aquel bulto mojado y sollozante que suplicaba
algo de misericordia. Ardió en apenas unos segundos, y ni siquiera alertaron a
alguien durante la siguiente hora.
La madre me pedía justicia, me suplicaba una respuesta del
poder jurídico por una vez a su favor. En su voz no se deducía venganza, rabia,
ira y ni siquiera falta de perdón. Simplemente se leía la tristeza, tan
profunda, de que en ese momento su hija no estuviera con ella comprando los
ingredientes para la humilde cena que tenían prevista cocinar juntas para el
Día de Acción de Gracias para el resto de la familia. Sus ojos, pétreos, fríos,
dejaron a un lado el sentimiento de venganza para reclamar una respuesta
racional del Estado.
Aquel caso me secuestró toda la noche anterior y varias
horas de la mañana siguiente, hasta que apresurado tuve que coger mi maletín
imposible de cerrar repleto de carpetas y hojas con apuntes rápidamente
garabateados durante aquellas horas y correr hasta la Sala donde se celebraba
el juicio. Aquellos chavales no eran precisamente del gremio humilde y de mala
muerte de la ciudad; ignoro lo que andarían haciendo a esas horas, pero no
estaban sus respectivas mansiones y haciendas precisamente cerca de aquel
parque. Contaban con auténticos cazadores como abogados, fieras y perversas
criaturas que abrieron automáticamente sus maletines y sólo sacaron una escueta
carpeta, perfectamente grapada e impecable. Lo tenían todo perfectamente planificado.
Alegaron que los acusados ignoraban en su totalidad los
efectos de echar a alguien gasolina y tirar una colilla, que no se podía prever que eso fuera a
causar un riesgo probable. Los esbozaron, pintaron y retocaron mediante
palabrería redundante y propia de comerciales de la teletienda ante el jurado
como auténticos santos, niños inocentes del barrio rico del Estado que tan sólo
andaban perdidos por aquel parque y que dios sabe cómo, acabaron en semejante
malentendido. Mi rabia latía por mi sangre emponzoñada, teñida de ese negro
opaco que conforma el hambre de ser escuchado con objetividad. Cuando llegó mi
turno, los miembros del jurado me miraban con escepticismo, todos del lado de
aquellas inocentes almas y no de mi pobre cliente. La madre, al otro lado del
estrado, testificó poniendo su corazón sobre la mesa, conteniéndose la opinión
subjetiva sobre los jóvenes y solamente exponiendo la verdad. Finalmente puse
todas las cartas sobre la sala confiando en la ley y en la justicia derivada de
los jueces aplicando estrictamente lo escrito. Aquel día, sin embargo, no tuve
suerte.
Los jóvenes salieron con una pena mínima, si acaso por los desperfectos
provocados en el parque. Ignoro, de verdad que ignoro en qué momento se produjo
ese desequilibrio en el universo, pero jamás le pedí un centavo a aquella mujer
porque en mi vida me había sentido tan desgraciado por no haber obtenido algo
tan claro y evidente. No tenía ganas de continuar viviendo en aquel asqueroso
mundo de mierda.
Dimos nuestra libertad hace muchísimos años a cambio de unos
estándares de orden, de organización, de leyes y de justicia. Nos comprometimos
con los gobernantes a pagar unos impuestos con los que se levantarían los
cimientos de una sociedad civilizada, donde se castigarían a los culpables y se
recompensarían a las víctimas. Con el paso de los años, y a medida de que los
fabricantes de bombillas se dieron cuenta de que si reducían su duración
desmejorando la calidad aumentarían exponencialmente sus ventas, los abogados
vieron que había tantas lagunas en las leyes que uno podía comprar a un jurado
sin pestañear. Los tiempos cambiaron y me hice demasiado viejo como para seguir
manteniendo aquellas miradas, cada vez provistas de menos y menos esperanza. Me
recuerdo como un joven con muchísimas esperanzas, con proyectos inimaginables
de compensación moral por lo trabajado, con cenas en casas de aquellas familias
en agradecimiento por mi labor. Aquel día de Acción de Gracias cené solo un
cartón de comida china en el puesto ambulante de la esquina, y me emborraché
con vino barato para terminar paseando por aquel parque, donde quemaron a la
chica con toda una vida por vivir. El rastro arrasado por el fuego del césped,
de los árboles colindantes, del camino de piedra que se dirigía hacia la zona
interior del recinto, estaba tan reciente que se podía escuchar a la naturaleza
gritando por semejante destrucción. Vomité mi cena y mi festín, y di las
gracias a Dios por darme vida en aquella existencia que hacía esquina por unos
cuantos dólares por una mamada. Qué gran puta, qué gran decepción y qué gran
descompensación terminó por dejarme tirado en aquel lugar carbonizado hacía
apenas unos días, llorando como un niño recién nacido, que quería volver al
vientre de su madre donde nunca tuvo que agonizar hasta el punto de no querer
seguir viviendo.