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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

sábado, 27 de septiembre de 2014

El grito más ahogado

Aquella noche se había puesto su mejor vestido, el que estaba colgado de la percha, en el lugar menos accesible del armario, prácticamente impoluto, brillante, cargado de expectaciones y esperanzas.

Se miró al espejo, de cuerpo entero, giró un poco el tronco mientras mantenía la mirada, examinando todos sus complejos y virtudes. Le gustaba la línea que formaba su cadera, cómo conectaba con las piernas en una suave línea ondulada. Cómo insinuaba su cuello la línea invisible entre sus pechos, el gran vacío que nunca le gustó, y que sin embargo siempre terminó por definirla. Sus brazos tersos, su piel casi inexplorada de la nuca, que trazaba el sendero de su espalda. Su sonrisa, sumida en la oscuridad y el olvido. Sus ojos, completamente oscuros y vacíos de todo júbilo y juventud, encadenados a una vida más que odiada.

Y sin embargo, ahí estaba, de pie, con aquel vestido con el que llegó, esperando que aquel día las cosas fueran diferentes. Recogió todos los proyectos de vestuario y los dobló cuidadosamente, cada uno en su sitio en el armario, expectantes por una futura ocasión. Fue al baño, se atusó el pelo, lo peinó levemente, dejando que las ondas se definieran hasta su terminación en su pecho. Aquel día no iba a recogérselo en un moño estratégico para no molestar durante el resto de la jornada, ni tampoco iba a detestar los brotes de rebeldía que dejaban esos mechones frontales. Repasó su mirada con un lápiz negro que encontró en su antiguo equipaje, de cuando era joven y tan sólo un aprendiz del gran reto de la vida. Buscó sus únicos tacones, aún envueltos cuidadosamente con ese papel crujiente, y esparció con el dedo un par de gotas de su perfume. Trató de sonreír, pensando incluso que se vería extraño después de tanto tiempo.

Salió de la habitación, bajando las escaleras con cuidado. Todo estaba preparado, había estado cocinando durante horas y la casa tenía un aroma a comida horneada y a las flores que cogió por la mañana, y que yacían en un jarrón improvisado. Todo estaba meticulosamente perfecto para la ocasión, el momento en el que construyó todas sus aspiraciones y la confirmación de aquella vida, aún ajena.

Se sentó en el sofá, cruzó las piernas y sintió el suave contacto de la seda del vestido con su piel. Se mantuvo con la espalda recta, las piernas cruzadas cuidadosamente, un tacón bailando en el aire mientras el tiempo pasaba. El reloj tocó las nueve, ni siquiera sabía por qué estaba tan nerviosa, si todo aquel plan era demasiado estúpido. No se iba a acordar, era pedir demasiado cuando nunca había obtenido nada, o casi nunca.

Hacía veinte años que llegó a aquella casa, con sus maletas y una enorme sonrisa en la cara. Sus ojos brillaban, imaginaba un millón de posibilidades con su vida al lado de su alma gemela. A medida que descubría una nueva habitación, todo parecía más sublime e increíble. Todavía recordaba el entusiasmo y energía que desprendía, los pensamientos que le hacían pensar que todo iba a ser perfecto, inimaginable, la vida que siempre soñó. Él la miraba con ternura, mientras le contaba detalles impensables sobre todo lo que tenían por delante, y lo mucho que la amaba. Lo especial y extraordinario que era su amor, que les diferenciaría siempre del resto del universo. La única vida que se imaginaba junto a ella, la única mujer con la que podría llegar a vivir y a la única a la que le haría el amor dejando su alma y persona. Jamás olvidaría lo increíble y especial que se imaginó aquel día, el día en el que brilló más que las estrellas.

A la media hora se le había dormido el pie que estaba apoyado en el suelo, y se le estaba empezando a entumecer la pierna. Tuvo que reacomodarse y apoyar la espalda en el sofá, alisando el vestido para evitar que se doblara. Tenía que tener cuidado de que la comida se estropeara con el calor, si pasaba un rato más debería meterla en la nevera. Tan sólo esperaría un poco más, seguramente le salió un tema de última hora, no tardaría demasiado. Hoy no podía ser como siempre.

Soñó que la acariciaba, que le susurraba que no era nadie sin ella y que el mundo simplemente se congelaba cuando estaban juntos. La luna iluminaba sus siluetas levemente cubiertas por las sábanas, y el silencio que reinaba creaba la melodía perfecta. Recordaba el suave viento que mecía las cortinas de las ventanas abiertas, el tenue ulular de un búho en el árbol del patio de atrás, el propio sonido de la vieja casa asentándose una vez más, y el contacto tan completo que tenía con él, como nunca antes había sido. Llegó a sonreír mientras estaba dormida en sus recuerdos oxidados, hasta que el reloj tocó las doce.

Se despertó aturdida, la casa yacía sumida en la oscuridad, tuvo que ir tanteando para encender algunas lámparas. Dio un traspié con un tacón, maldijo y se lo quitó. El pelo le molestaba en la cara, buscó una goma y se lo recogió en un moño. Miró la mesa perfectamente dispuesta y tan sólo quería llorar, llorar y tirarlo todo.

Cuando él llegó a casa, apenas pudo abrir la puerta. Apestaba a alcohol y tenía la mirada perdida, tambaleándose con cada paso. Estaba enfadada, triste y decepcionada, nada de ello tenía sentido y se lo había confirmado una vez más. Vivía en la sombra, la miseria de no ser siquiera reconocido como persona, la mayor estafa jamás hecha, la que tiene como precio la propia vida y libertad. Posó la mirada sobre ella, de arriba a abajo, y farfulló algo de lo que puedo extraer que le había preguntado por qué llevaba ese vestido, por qué olía la comida tan rara y por qué se había pintado como una puta.

Fue entonces cuando le dio una bofetada, tan fuerte y oportuna que se desplazó hacia la pared dentro de la propia fuerza del golpe y su estado de embriaguez. Se quedó en vilo, la volvió a mirar y le respondió con un golpe en la cara que le partió el labio. Saboreó la sangre y el dolor, y volvió a la misma decadencia de siempre. Antes de que se recompusiera, y mientras él gritaba que era lo peor que le había pasado en la vida y que la odiaba, ella subía las escaleras y hacía memoria sobre todo lo que se tenía que llevar de esa casa: su ropa, sus libros y las fotos de su familia. No le cabría más en la maleta así que no podía contar con todo lo que podría haber amado en esos veinte años, aunque tampoco habría gran cosa. Tan sólo era ceniza, un negro y vil rastro de la farsa y decepción.

Vivió durante tantos años esperando que algo le dijera que había alcanzado todo lo que en algún momento había soñado, que el sueño se le hizo demasiado grande y cayó súbitamente por su surrealismo. Era demasiado utópico ¿verdad?, ser feliz, lo único a lo que aspiró durante toda su vida. Hace veinte años pensó que lo había conseguido, pero sin duda el primer golpe de todos fue el que acabó con sus sueños.

Y luego vinieron más, claro que sí, nunca quiso darse cuenta pero era una víctima de su abismo, de la completa falta de aspiraciones y la frustración y dependencia de aquel hombre, junto al despreciable arrepentimiento que tendía a sentir al día siguiente cuando el moratón había adquirido una sombra oscura en su cara o sus brazos. Pensaba que todo aquello había cambiado, como le había prometido la última vez en la que apenas podía levantarse de la cama, y que con el tiempo se le había ido la tontería de la cabeza, que era algo temporal. La única que podía aspirar a una solución era ella, si es que en algún momento decidía salir de la oscuridad y volver a salir a la luz del día.

Cerró la maleta entre los gritos de su marido, que había empezado a llamarla puta y escoria. Ya no le importaba, durante todo aquel tiempo pensó que podía hacer algo tan imposible como cambiar a un monstruo, una bestia como miles que hay en el mundo y que abusan de la sociedad, de la gente, de la buena fe del universo, del amor incondicional que proporcionan las personas. Todo aquello no era más que mierda, de la que estaba pringada hasta los ojos, que perdieron aquel brillo hace demasiado tiempo.


Fuera empezó a llover, y el cielo descargó su cólera. No sabía siquiera si iba a haber algún autobús a esa hora, pero no podía esperar más, no podía seguir más en aquel agujero que había acabado con ella, minando toda esperanza y ganas de vivir. Comenzó a caminar la calle tras la que tarde  o temprano llegaría a la estación. De vez en cuando pasaba algún que otro coche, pero nadie paraba. Nadie parecía ver a aquella alma que arrastraba sus cadenas hasta por fin liberarse de su propia prisión, hasta por fin gritar y ser oída por alguien en aquella maldita soledad. Tan sólo quería salir de aquel mundo tan violado y destrozado y descansar, cerrar los ojos y volver a aquel momento en el que las sábanas mecían ante el sol y su vida tan sólo consistía en adónde iría aquella tarde a explorar tras merendar.