Aquella
noche se había puesto su mejor vestido, el que estaba colgado de la percha, en
el lugar menos accesible del armario, prácticamente impoluto, brillante,
cargado de expectaciones y esperanzas.
Se
miró al espejo, de cuerpo entero, giró un poco el tronco mientras mantenía la
mirada, examinando todos sus complejos y virtudes. Le gustaba la línea que
formaba su cadera, cómo conectaba con las piernas en una suave línea ondulada. Cómo
insinuaba su cuello la línea invisible entre sus pechos, el gran vacío que
nunca le gustó, y que sin embargo siempre terminó por definirla. Sus brazos tersos,
su piel casi inexplorada de la nuca, que trazaba el sendero de su espalda. Su
sonrisa, sumida en la oscuridad y el olvido. Sus ojos, completamente oscuros y
vacíos de todo júbilo y juventud, encadenados a una vida más que odiada.
Y
sin embargo, ahí estaba, de pie, con aquel vestido con el que llegó, esperando
que aquel día las cosas fueran diferentes. Recogió todos los proyectos de
vestuario y los dobló cuidadosamente, cada uno en su sitio en el armario,
expectantes por una futura ocasión. Fue al baño, se atusó el pelo, lo peinó
levemente, dejando que las ondas se definieran hasta su terminación en su
pecho. Aquel día no iba a recogérselo en un moño estratégico para no molestar
durante el resto de la jornada, ni tampoco iba a detestar los brotes de
rebeldía que dejaban esos mechones frontales. Repasó su mirada con un lápiz
negro que encontró en su antiguo equipaje, de cuando era joven y tan sólo un
aprendiz del gran reto de la vida. Buscó sus únicos tacones, aún envueltos
cuidadosamente con ese papel crujiente, y esparció con el dedo un par de gotas
de su perfume. Trató de sonreír, pensando incluso que se vería extraño después
de tanto tiempo.
Salió
de la habitación, bajando las escaleras con cuidado. Todo estaba preparado,
había estado cocinando durante horas y la casa tenía un aroma a comida horneada
y a las flores que cogió por la mañana, y que yacían en un jarrón improvisado. Todo
estaba meticulosamente perfecto para la ocasión, el momento en el que construyó
todas sus aspiraciones y la confirmación de aquella vida, aún ajena.
Se
sentó en el sofá, cruzó las piernas y sintió el suave contacto de la seda del
vestido con su piel. Se mantuvo con la espalda recta, las piernas cruzadas
cuidadosamente, un tacón bailando en el aire mientras el tiempo pasaba. El
reloj tocó las nueve, ni siquiera sabía por qué estaba tan nerviosa, si todo
aquel plan era demasiado estúpido. No se iba a acordar, era pedir demasiado
cuando nunca había obtenido nada, o casi nunca.
Hacía
veinte años que llegó a aquella casa, con sus maletas y una enorme sonrisa en
la cara. Sus ojos brillaban, imaginaba un millón de posibilidades con su vida
al lado de su alma gemela. A medida que descubría una nueva habitación, todo
parecía más sublime e increíble. Todavía recordaba el entusiasmo y energía que
desprendía, los pensamientos que le hacían pensar que todo iba a ser perfecto,
inimaginable, la vida que siempre soñó. Él la miraba con ternura, mientras le
contaba detalles impensables sobre todo lo que tenían por delante, y lo mucho
que la amaba. Lo especial y extraordinario que era su amor, que les
diferenciaría siempre del resto del universo. La única vida que se imaginaba
junto a ella, la única mujer con la que podría llegar a vivir y a la única a la
que le haría el amor dejando su alma y persona. Jamás olvidaría lo increíble y
especial que se imaginó aquel día, el día en el que brilló más que las
estrellas.
A
la media hora se le había dormido el pie que estaba apoyado en el suelo, y se
le estaba empezando a entumecer la pierna. Tuvo que reacomodarse y apoyar la
espalda en el sofá, alisando el vestido para evitar que se doblara. Tenía que
tener cuidado de que la comida se estropeara con el calor, si pasaba un rato
más debería meterla en la nevera. Tan sólo esperaría un poco más, seguramente
le salió un tema de última hora, no tardaría demasiado. Hoy no podía ser como
siempre.
Soñó
que la acariciaba, que le susurraba que no era nadie sin ella y que el mundo
simplemente se congelaba cuando estaban juntos. La luna iluminaba sus siluetas
levemente cubiertas por las sábanas, y el silencio que reinaba creaba la
melodía perfecta. Recordaba el suave viento que mecía las cortinas de las
ventanas abiertas, el tenue ulular de un búho en el árbol del patio de atrás,
el propio sonido de la vieja casa asentándose una vez más, y el contacto tan
completo que tenía con él, como nunca antes había sido. Llegó a sonreír
mientras estaba dormida en sus recuerdos oxidados, hasta que el reloj tocó las
doce.
Se
despertó aturdida, la casa yacía sumida en la oscuridad, tuvo que ir tanteando
para encender algunas lámparas. Dio un traspié con un tacón, maldijo y se lo
quitó. El pelo le molestaba en la cara, buscó una goma y se lo recogió en un
moño. Miró la mesa perfectamente dispuesta y tan sólo quería llorar, llorar y
tirarlo todo.
Cuando
él llegó a casa, apenas pudo abrir la puerta. Apestaba a alcohol y tenía la
mirada perdida, tambaleándose con cada paso. Estaba enfadada, triste y
decepcionada, nada de ello tenía sentido y se lo había confirmado una vez más. Vivía
en la sombra, la miseria de no ser siquiera reconocido como persona, la mayor
estafa jamás hecha, la que tiene como precio la propia vida y libertad. Posó la
mirada sobre ella, de arriba a abajo, y farfulló algo de lo que puedo extraer
que le había preguntado por qué llevaba ese vestido, por qué olía la comida tan
rara y por qué se había pintado como una puta.
Fue
entonces cuando le dio una bofetada, tan fuerte y oportuna que se desplazó
hacia la pared dentro de la propia fuerza del golpe y su estado de embriaguez. Se
quedó en vilo, la volvió a mirar y le respondió con un golpe en la cara que le
partió el labio. Saboreó la sangre y el dolor, y volvió a la misma decadencia
de siempre. Antes de que se recompusiera, y mientras él gritaba que era lo peor
que le había pasado en la vida y que la odiaba, ella subía las escaleras y
hacía memoria sobre todo lo que se tenía que llevar de esa casa: su ropa, sus
libros y las fotos de su familia. No le cabría más en la maleta así que no
podía contar con todo lo que podría haber amado en esos veinte años, aunque
tampoco habría gran cosa. Tan sólo era ceniza, un negro y vil rastro de la farsa
y decepción.
Vivió
durante tantos años esperando que algo le dijera que había alcanzado todo lo
que en algún momento había soñado, que el sueño se le hizo demasiado grande y
cayó súbitamente por su surrealismo. Era demasiado utópico ¿verdad?, ser feliz,
lo único a lo que aspiró durante toda su vida. Hace veinte años pensó que lo
había conseguido, pero sin duda el primer golpe de todos fue el que acabó con
sus sueños.
Y
luego vinieron más, claro que sí, nunca quiso darse cuenta pero era una víctima
de su abismo, de la completa falta de aspiraciones y la frustración y
dependencia de aquel hombre, junto al despreciable arrepentimiento que tendía a
sentir al día siguiente cuando el moratón había adquirido una sombra oscura en
su cara o sus brazos. Pensaba que todo aquello había cambiado, como le había
prometido la última vez en la que apenas podía levantarse de la cama, y que con
el tiempo se le había ido la tontería de la cabeza, que era algo temporal. La única
que podía aspirar a una solución era ella, si es que en algún momento decidía
salir de la oscuridad y volver a salir a la luz del día.
Cerró
la maleta entre los gritos de su marido, que había empezado a llamarla puta y escoria. Ya no le importaba, durante todo aquel tiempo pensó que
podía hacer algo tan imposible como cambiar a un monstruo, una bestia como
miles que hay en el mundo y que abusan de la sociedad, de la gente, de la buena
fe del universo, del amor incondicional que proporcionan las personas. Todo aquello
no era más que mierda, de la que estaba pringada hasta los ojos, que perdieron
aquel brillo hace demasiado tiempo.
Fuera
empezó a llover, y el cielo descargó su cólera. No sabía siquiera si iba a
haber algún autobús a esa hora, pero no podía esperar más, no podía seguir más
en aquel agujero que había acabado con ella, minando toda esperanza y ganas de
vivir. Comenzó a caminar la calle tras la que tarde o temprano llegaría a la estación. De vez en cuando
pasaba algún que otro coche, pero nadie paraba. Nadie parecía ver a aquella
alma que arrastraba sus cadenas hasta por fin liberarse de su propia prisión,
hasta por fin gritar y ser oída por alguien en aquella maldita soledad. Tan sólo
quería salir de aquel mundo tan violado y destrozado y descansar, cerrar los
ojos y volver a aquel momento en el que las sábanas mecían ante el sol y su
vida tan sólo consistía en adónde iría aquella tarde a explorar tras merendar.