Jueves, Ocho de la mañana. A estas horas ya estaría andando
desde la parada del Metro hasta la facultad.
Esta mañana, las cosas son
diferentes, y tengo tres horas para estudiar. Tengo sueño, y ahora mismo el ensañamiento no me tienta lo suficiente
como para estudiarlo mejor. Así que rebusco en mis documentos, el cajón
desastre de mis escritos.
Tanta fortuna que encontré un documento escrito cuando iba a
Primero de la carrera, hace ya dos años; una reflexión deprimente sobre la
nueva vida y estilo universitario, sobre lo inmunda que se puede considerar
la compañía rivalista. He de reconocer que hay veces en las que sé que esas
palabras son mías, pero no recuerdo la oscuridad de su contexto.
Dos años han pasado, y tampoco habría mucho más que decir. Lo
que sospeché se hizo cierto, y las compañías se fueron matizando; unos más,
unos menos, pero la misma tónica en general. Rivalismo, competencia, mierda, mierda por
todas partes. Pues ahora súmale la falta de respeto de ciertos profesores.
Siento cierta debilidad por el arte de la enseñanza. Cuando veo
a un profesor entrar el primer día voy elaborando un perfil, un boceto de sus
rasgos principales para poder determinar si es un buen profesor. En la materia de Derecho, la repetición constante de
generaciones que durante años siguen teniendo el perfil de postergar los
estudios hasta lo más prorrogable deben haber creado, sin duda, un aura de
cansancio en los magistri españoles
de universidades públicas, que tienden a pagarla con los pobres ignorantes
víctimas de Bolonia. Si pudiera comparar la adaptación de Bolonia a mi universidad
y especialmente a mi carrera, sería como si a uno de esos ancianos de
principios de la década le empiezas a enseñar cómo funciona un ordenador, la
inmensa era de Internet y la evolución de la industria del videojuego y del
grunge en las últimas décadas en tan sólo una semana. Tan absurdamente
inabarcable, como absurdo en su aplicación práctica.
Se nos exige participación, asistencia y servidumbre a los
caprichos. Sinceramente se creen que al llegar a nuestras casas nos dedicamos a
comernos los mocos y preguntarnos qué haremos el fin de semana. Nunca, nunca
hay razón de menos como para ponernos trabajos de más, y siempre, siempre hay
una excusa por la que restregarnos la mierda de poca diligencia que tienen los
estudiantes españoles. Nunca estudiamos lo suficiente, y a un ritmo de dos o
tres trabajos por semana de extensión considerable, exposiciones y controles
por tema aún tenemos que llevar el temario de la lección del día siguiente más
que resabido. Todo controlado, nada dominado en la maestría.
Incompetencia, arrogancia y falta de escrúpulos a la hora de
mandar. Últimamente me encuentro con profesores que más que exigir respeto por
su cátedra o doctorado esperan que les limpie la baba mientras duermen y les
haga el desayuno por las mañanas mientras plancho la colada de toda su familia,
ignorando el resto de cosas que pueden conformar lo que consideraría mi vida; recuerdo que este año me planteé
retomar el teatro, y no me he vuelto a acordar del tema hasta que a mediados de
noviembre tengo el calendario lleno de advertencias de estudio, prácticas y
exámenes por delante, y me pregunté si tenía algún proyecto a comienzos de año.
La carrera es, literalmente, una carrera
sin pausa, sin un puto respiro para valorar lo que te estás haciendo, lo que
construyes a tu paso, sin una consideración por parte de quien debería ser tu
mentor. Enseñanza sobrevalorada, porque no es más que arrogancia de sus
estudios y miles de artículos en toda España, Europa y Estados Unidos, mientras
sólo aprendes a permanecer tres horas sin pausa sentado en una silla y con cara
de no querer suicidarte y esparcir tus sesos por su estúpido traje y corbata
chillona.
No hace demasiado vi uno de esos especímenes de los que
pocos quedan (de hecho, sólo habré visto dos o tres en mi vida universitaria de
cerca de treinta profesores) que son profesores entusiastas. En materia más teórica que práctica, se les reconoce
por su hiperactividad, por su energía plena y por ese leve saltito que hacen al
pie del estrado, como si en cualquier momento se fueran a sentar a nuestro lado
y explicarnos el arte de la materia que enseña. Esos, son los auténticos mentores, los que te acompañan y viven
ese cuatrimestre contigo, por muy complicada que sea la materia objeto de
inyección. Lo pienso y lamento la vez que no supe apreciar a uno de ellos por
ser mi primer año en la universidad. El otro día tuve el honor de recibir la
clase de uno de ellos sobre el artículo 464 del Código Civil y casi me echo a
llorar a sus pies pidiendo que me acompañara al menos el resto del curso.
Porque los profesores nos pueden tratar mal, pueden no sólo
pasar de nosotros sino odiarnos, como si le obligáramos a continuar en la
enseñanza de algo que termina hastiándole. Qué quiere que le diga, de verdad,
el Estatuto del Estudiante al parecer es una baza para poder violarnos a horas
más que extralectivas y con todo tipo de pruebas y exámenes en nuestro tiempo
de estudio en casa. Qué quiere que le diga, si no le gusta, deje la enseñanza.
No es tan horrible darse cuenta de que no estás siguiendo el
camino que deberías, a veces la vida te lo deja justo en tus narices para que
reacciones de una maldita vez; gente que profesa la fe lo interpretaría como señales, yo sólo veo consciencia mental
de que no eres feliz. La visión del mundo depende enteramente de la actitud que
lleves por él. Si hay estudiantes que te odian… creo que no hay mucho que
enlazar.
Sin duda, depende de los estudiantes, y si son unos hijos de
puta que te denuncian a la mínima bien puedes acogerte a ese Estatuto y darles
bien por culo, en eso estoy de acuerdo. Pero, estudiantes medios, que van a sus
clases, cogen apuntes y a los que ves una expresión de profundo cansancio en su
mirada, no vendría mal que les preguntaran
de vez en cuando si les viene bien esa última práctica, decisión o mandamiento
incondicional. Sólo es una sugerencia, una sugerencia de alguien que ha
conocido tanto la buena como la mala fe de los profesores.
Nada, las ocho y media y me vuelvo a los asesinatos, materia
cuya profesora me martiriza por ser una fortuita ignorante. No tiene la culpa,
simplemente no tiene tiempo; y una mierda, he visto profesores que han hecho lo
imposible en menos tiempo y no me han llegado a dar ganas de llorar ante su
falta de empatía. Sigo echando veneno por mis palabras, y sigo con esa
sensación de injusticia cuando termino de escribir. Supongo que el día que la
tenga, será que he perdido ese espíritu rebelde e inconformista, que siempre
trataré que parta desde una base de respeto mutuo; que luego ya se pasen de ese
límite, es el pasaje a la crítica, claro está.
Buenos días por la mañana ;D