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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

jueves, 14 de noviembre de 2013

Conformismo bajo coacción

Jueves, Ocho de la mañana. A estas horas ya estaría andando desde la parada del Metro hasta la facultad. 
Esta mañana, las cosas son diferentes, y tengo tres horas para estudiar. Tengo sueño, y ahora mismo el ensañamiento no me tienta lo suficiente como para estudiarlo mejor. Así que rebusco en mis documentos, el cajón desastre de mis escritos.

Tanta fortuna que encontré un documento escrito cuando iba a Primero de la carrera, hace ya dos años; una reflexión deprimente sobre la nueva vida y estilo universitario, sobre lo inmunda que se puede considerar la compañía rivalista. He de reconocer que hay veces en las que sé que esas palabras son mías, pero no recuerdo la oscuridad de su contexto.

Dos años han pasado, y tampoco habría mucho más que decir. Lo que sospeché se hizo cierto, y las compañías se fueron matizando; unos más, unos menos, pero la misma tónica en general. Rivalismo, competencia, mierda, mierda por todas partes. Pues ahora súmale la falta de respeto de ciertos profesores.

Siento cierta debilidad por el arte de la enseñanza. Cuando veo a un profesor entrar el primer día voy elaborando un perfil, un boceto de sus rasgos principales para poder determinar si es un buen profesor. En la materia de Derecho, la repetición constante de generaciones que durante años siguen teniendo el perfil de postergar los estudios hasta lo más prorrogable deben haber creado, sin duda, un aura de cansancio en los magistri españoles de universidades públicas, que tienden a pagarla con los pobres ignorantes víctimas de Bolonia. Si pudiera comparar la adaptación de Bolonia a mi universidad y especialmente a mi carrera, sería como si a uno de esos ancianos de principios de la década le empiezas a enseñar cómo funciona un ordenador, la inmensa era de Internet y la evolución de la industria del videojuego y del grunge en las últimas décadas en tan sólo una semana. Tan absurdamente inabarcable, como absurdo en su aplicación práctica.

Se nos exige participación, asistencia y servidumbre a los caprichos. Sinceramente se creen que al llegar a nuestras casas nos dedicamos a comernos los mocos y preguntarnos qué haremos el fin de semana. Nunca, nunca hay razón de menos como para ponernos trabajos de más, y siempre, siempre hay una excusa por la que restregarnos la mierda de poca diligencia que tienen los estudiantes españoles. Nunca estudiamos lo suficiente, y a un ritmo de dos o tres trabajos por semana de extensión considerable, exposiciones y controles por tema aún tenemos que llevar el temario de la lección del día siguiente más que resabido. Todo controlado, nada dominado en la maestría.

Incompetencia, arrogancia y falta de escrúpulos a la hora de mandar. Últimamente me encuentro con profesores que más que exigir respeto por su cátedra o doctorado esperan que les limpie la baba mientras duermen y les haga el desayuno por las mañanas mientras plancho la colada de toda su familia, ignorando el resto de cosas que pueden conformar lo que consideraría mi vida; recuerdo que este año me planteé retomar el teatro, y no me he vuelto a acordar del tema hasta que a mediados de noviembre tengo el calendario lleno de advertencias de estudio, prácticas y exámenes por delante, y me pregunté si tenía algún proyecto a comienzos de año. La carrera es, literalmente, una carrera sin pausa, sin un puto respiro para valorar lo que te estás haciendo, lo que construyes a tu paso, sin una consideración por parte de quien debería ser tu mentor. Enseñanza sobrevalorada, porque no es más que arrogancia de sus estudios y miles de artículos en toda España, Europa y Estados Unidos, mientras sólo aprendes a permanecer tres horas sin pausa sentado en una silla y con cara de no querer suicidarte y esparcir tus sesos por su estúpido traje y corbata chillona.

No hace demasiado vi uno de esos especímenes de los que pocos quedan (de hecho, sólo habré visto dos o tres en mi vida universitaria de cerca de treinta profesores) que son profesores entusiastas. En materia más teórica que práctica, se les reconoce por su hiperactividad, por su energía plena y por ese leve saltito que hacen al pie del estrado, como si en cualquier momento se fueran a sentar a nuestro lado y explicarnos el arte de la materia que enseña. Esos, son los auténticos mentores, los que te acompañan y viven ese cuatrimestre contigo, por muy complicada que sea la materia objeto de inyección. Lo pienso y lamento la vez que no supe apreciar a uno de ellos por ser mi primer año en la universidad. El otro día tuve el honor de recibir la clase de uno de ellos sobre el artículo 464 del Código Civil y casi me echo a llorar a sus pies pidiendo que me acompañara al menos el resto del curso.

Porque los profesores nos pueden tratar mal, pueden no sólo pasar de nosotros sino odiarnos, como si le obligáramos a continuar en la enseñanza de algo que termina hastiándole. Qué quiere que le diga, de verdad, el Estatuto del Estudiante al parecer es una baza para poder violarnos a horas más que extralectivas y con todo tipo de pruebas y exámenes en nuestro tiempo de estudio en casa. Qué quiere que le diga, si no le gusta, deje la enseñanza.

No es tan horrible darse cuenta de que no estás siguiendo el camino que deberías, a veces la vida te lo deja justo en tus narices para que reacciones de una maldita vez; gente que profesa la fe lo interpretaría como señales, yo sólo veo consciencia mental de que no eres feliz. La visión del mundo depende enteramente de la actitud que lleves por él. Si hay estudiantes que te odian… creo que no hay mucho que enlazar.

Sin duda, depende de los estudiantes, y si son unos hijos de puta que te denuncian a la mínima bien puedes acogerte a ese Estatuto y darles bien por culo, en eso estoy de acuerdo. Pero, estudiantes medios, que van a sus clases, cogen apuntes y a los que ves una expresión de profundo cansancio en su mirada, no vendría mal que les preguntaran de vez en cuando si les viene bien esa última práctica, decisión o mandamiento incondicional. Sólo es una sugerencia, una sugerencia de alguien que ha conocido tanto la buena como la mala fe de los profesores.


Nada, las ocho y media y me vuelvo a los asesinatos, materia cuya profesora me martiriza por ser una fortuita ignorante. No tiene la culpa, simplemente no tiene tiempo; y una mierda, he visto profesores que han hecho lo imposible en menos tiempo y no me han llegado a dar ganas de llorar ante su falta de empatía. Sigo echando veneno por mis palabras, y sigo con esa sensación de injusticia cuando termino de escribir. Supongo que el día que la tenga, será que he perdido ese espíritu rebelde e inconformista, que siempre trataré que parta desde una base de respeto mutuo; que luego ya se pasen de ese límite, es el pasaje a la crítica, claro está.

Buenos días por la mañana ;D

martes, 8 de octubre de 2013

Una satírica y macabra historia acerca de la justicia

La luz amarillenta de la lámpara de mesa dejaba ver, en su foco proyectado hasta la superficie horizontal más cercana, pequeñas, diminutas partículas de polvo flotar en el aire. Tiré el bolígrafo más que sudoroso por el uso continuado y me eché hacia atrás en la silla, suspirando mientras buscaba otro cigarro en el paquete medio doblado en un cajón. Me picaba la cara, llevaba días sin afeitarme. Ignoraba en qué momento tiré la corbata en la silla de enfrente del escritorio, y en qué otro acumulé semejante cantidad de vasos de cartón de la cafetería del otro lado de la calle. En aquel momento la noche sentó su manto de oscuridad tras mi ventana, y la persiana cortaba en largos trazos y simétricos la luz de la farola en el tercer piso del edificio. Ruido continuo de sirenas de policía, narcotraficantes en su hora feliz, algún que otro chillido de esas mujeres que continuaban con hombres que las maltrataban hasta la tentativa de homicidio. Y yo, tan solo, ignorante, aquella noche no me puse la capa para detener el crimen.

Me podía definir en aquel entonces como un abogado de mala muerte, de esos que se ponían la camisa del día anterior y tapaban las manchas de café con los tirantes, que iban cargados con carpetas de casos sin 
resolver e iban recogiendo la mierda de los juzgados sin ánimo de obtener alguna recompensa pecuniaria. 

Pasaba días enteros completamente saturado, agobiado y hastiado con la idea de vidas dependientes de mis palabras, siempre insuficientes, siempre demasiado generales, siempre sin estudiarlas lo suficiente, nunca como me hubiera gustado. En aquel entonces era cuando dormía menos, pero cuando de verdad, dormía bien.

La razón era tan sencilla como que siempre tenía la sensación de que hacía lo mejor por la justicia. Las vidas que me confiaban el resto de sus años llegaban a mi “despacho”, una sala que contaba con la fortuna de disponer de cuatro paredes, una ventana carcomida con una persiana al borde del desprendimiento, una silla destartalada y una mesa repleta hasta los topes de archivos y casos todavía sin investigar, unos cuantos códigos, leyes y expedientes de casos de hace veinte años en adelante en el suelo, y mi mirada de comprensión hasta límites inimaginables. Esas vidas se sentaban, aprehendían su alma entre sus manos y me la entregaban, porque siempre, siempre había una justificación personal que me llevaba a acompañarlos hasta el final; maltrato, defensa propia, necesidad, accidente… todas y cada una de esas razones las sostenía, por pequeñas que fueran, y las cuidaba y estudiaba durante menos de 48 horas para presentarme a los juzgados una mañana en las que las presentaba como tesoros, pues era tan puro que nunca tuve que inventarme justificaciones legales para poder sostenerlas. Unas veces ganaba, y otras perdía, dependiendo de los jueces y de la transmisión de confianza por parte de mis testigos, pero siempre tenía esa sensación de haber dado lo mínimo por sus vidas.

Un día llegó una madre a mi descompuesto habitáculo. Apenas adiviné su llegada unos segundos antes cuando en medio del silencio escuché unos pequeños pasos de tacón medio sobre la moqueta verdosa y mugrienta del pasillo. Llevaba un bolso muy pequeño con los bordes desgastados por el uso, y en su mano sostenía un pañuelo, temblorosa, al igual que su mirada. En esa clase de momentos, sacaba mi libreta de hojas amarillentas y un bolígrafo y trascribía a la perfección y con el máximo detalle todas y cada una de sus palabras, muchas de ellas deducidas entre la voz entrecortada y los llantos repentinos. Mi día a día entre almas destrozadas.

Aquella mujer vino por su hija, asesinada brutalmente el día anterior. Fue en medio de un parque, unos chavales la quemaron viva. Le echaron cinco litros de gasolina tras andar persiguiéndola durante varios días, la golpearon y después tiraron una colilla en aquel bulto mojado y sollozante que suplicaba algo de misericordia. Ardió en apenas unos segundos, y ni siquiera alertaron a alguien durante la siguiente hora.

La madre me pedía justicia, me suplicaba una respuesta del poder jurídico por una vez a su favor. En su voz no se deducía venganza, rabia, ira y ni siquiera falta de perdón. Simplemente se leía la tristeza, tan profunda, de que en ese momento su hija no estuviera con ella comprando los ingredientes para la humilde cena que tenían prevista cocinar juntas para el Día de Acción de Gracias para el resto de la familia. Sus ojos, pétreos, fríos, dejaron a un lado el sentimiento de venganza para reclamar una respuesta racional del Estado.

Aquel caso me secuestró toda la noche anterior y varias horas de la mañana siguiente, hasta que apresurado tuve que coger mi maletín imposible de cerrar repleto de carpetas y hojas con apuntes rápidamente garabateados durante aquellas horas y correr hasta la Sala donde se celebraba el juicio. Aquellos chavales no eran precisamente del gremio humilde y de mala muerte de la ciudad; ignoro lo que andarían haciendo a esas horas, pero no estaban sus respectivas mansiones y haciendas precisamente cerca de aquel parque. Contaban con auténticos cazadores como abogados, fieras y perversas criaturas que abrieron automáticamente sus maletines y sólo sacaron una escueta carpeta, perfectamente grapada e impecable. Lo tenían todo perfectamente planificado.

Alegaron que los acusados ignoraban en su totalidad los efectos de echar a alguien gasolina y tirar una colilla, que no se podía prever que eso fuera a causar un riesgo probable. Los esbozaron, pintaron y retocaron mediante palabrería redundante y propia de comerciales de la teletienda ante el jurado como auténticos santos, niños inocentes del barrio rico del Estado que tan sólo andaban perdidos por aquel parque y que dios sabe cómo, acabaron en semejante malentendido. Mi rabia latía por mi sangre emponzoñada, teñida de ese negro opaco que conforma el hambre de ser escuchado con objetividad. Cuando llegó mi turno, los miembros del jurado me miraban con escepticismo, todos del lado de aquellas inocentes almas y no de mi pobre cliente. La madre, al otro lado del estrado, testificó poniendo su corazón sobre la mesa, conteniéndose la opinión subjetiva sobre los jóvenes y solamente exponiendo la verdad. Finalmente puse todas las cartas sobre la sala confiando en la ley y en la justicia derivada de los jueces aplicando estrictamente lo escrito. Aquel día, sin embargo, no tuve suerte.

Los jóvenes salieron con una pena mínima, si acaso por los desperfectos provocados en el parque. Ignoro, de verdad que ignoro en qué momento se produjo ese desequilibrio en el universo, pero jamás le pedí un centavo a aquella mujer porque en mi vida me había sentido tan desgraciado por no haber obtenido algo tan claro y evidente. No tenía ganas de continuar viviendo en aquel asqueroso mundo de mierda.


Dimos nuestra libertad hace muchísimos años a cambio de unos estándares de orden, de organización, de leyes y de justicia. Nos comprometimos con los gobernantes a pagar unos impuestos con los que se levantarían los cimientos de una sociedad civilizada, donde se castigarían a los culpables y se recompensarían a las víctimas. Con el paso de los años, y a medida de que los fabricantes de bombillas se dieron cuenta de que si reducían su duración desmejorando la calidad aumentarían exponencialmente sus ventas, los abogados vieron que había tantas lagunas en las leyes que uno podía comprar a un jurado sin pestañear. Los tiempos cambiaron y me hice demasiado viejo como para seguir manteniendo aquellas miradas, cada vez provistas de menos y menos esperanza. Me recuerdo como un joven con muchísimas esperanzas, con proyectos inimaginables de compensación moral por lo trabajado, con cenas en casas de aquellas familias en agradecimiento por mi labor. Aquel día de Acción de Gracias cené solo un cartón de comida china en el puesto ambulante de la esquina, y me emborraché con vino barato para terminar paseando por aquel parque, donde quemaron a la chica con toda una vida por vivir. El rastro arrasado por el fuego del césped, de los árboles colindantes, del camino de piedra que se dirigía hacia la zona interior del recinto, estaba tan reciente que se podía escuchar a la naturaleza gritando por semejante destrucción. Vomité mi cena y mi festín, y di las gracias a Dios por darme vida en aquella existencia que hacía esquina por unos cuantos dólares por una mamada. Qué gran puta, qué gran decepción y qué gran descompensación terminó por dejarme tirado en aquel lugar carbonizado hacía apenas unos días, llorando como un niño recién nacido, que quería volver al vientre de su madre donde nunca tuvo que agonizar hasta el punto de no querer seguir viviendo.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Nepenthe

Justo aquella noche, tu piel se decidió por brillar más que nunca.

Tal vez fuera la luz de la luna sobre la almohada, reflejada en el espejo del otro lado de la habitación, reflejada en tus ojos, pero aquella noche parecías un ángel traído desde el rincón eterno del universo.

Imágenes que te recuerdan que estás vivo, que sientes, tocas, hueles… aquella noche estaba embriagado por ti. Por tus latidos, por todo tu ser a mi lado. Tal vez fuera la euforia, la ansiedad por ser la única noche, pero sé que bebí de tu piel como un andante en el desierto tras días de sequía y que me derretí entre tus manos y tus labios como aquel hielo que se queda a la luz del sol en el suelo de la terraza en pleno verano, que me integré como uno solo en tus sonidos, en tu respiración. Tan sólo quería estar siempre a tu lado.

Y hoy, no estás.

Esa frase, curiosamente, es lo único que permanece de ti.

Mi pierna me lo recuerda, se retuerce y quema en tu ausencia. Me recuerda que estoy vivo, que siento, que me duele y que me muero con el paso de los años sin ti. Odio mi respiración y mis latidos porque no estás para escucharlos, porque yo no puedo escuchar los tuyos. Me odio por no tenerte, por recordarte y recordármelo, por ansiar tu presencia y tan sólo expirar con ansiedad, con anhelo, con un último gemido antes de caer abatido por el sufrimiento. Estoy cansado de esperarte.

Tú querías una casa en la Toscana, entre los viñedos y cultivos interminables. Querías tender las sábanas blancas mientras la ligera brisa de verano acariciaba tus mechones desenfadados, y querías que yo llegara, te oliera, que acariciara, mi cara con tu cara, y que te besara como siempre te besaba, como si te fueras a ir en cualquier minuto. Vivías, en el fondo, de mi desesperación por tenerte. Y yo no hacía nada para evitar ese sufrimiento.

Te quería, te amaba y hoy día te amo. Nunca me prometiste nada de eso, pero yo soñaba con levantarte y llevarte a la habitación con la que siempre soñaste. Sumergirme en tu pelo, escuchar a tu propio cuerpo guiarme hasta la habitación más secreta y escondida, de esa de la que tú no tienes llave. Entrar, cerrar suavemente, sentarme en un sillón y escucharte hasta quedarme dormido, hasta que tú te acabaras durmiendo en la unión de mi brazo con mi pecho. Hasta que te quedaras dormida con esa cara en la que se esbozaba una sonrisa recién traída del subconsciente.

Dada mi lógica, soy de los que creen que hay alguien especialmente creado para nuestro cuerpo. Alguien que reacciona, que pasea por los laberintos que forman los arbustos del jardín de tu inconsciente. Que se sienta, permanece, se enraíza hasta no poder levantarse. Y, poco a poco, imposible decir cada cuánto, se va cubriendo por una y otra capa de piedra, costumbre, sumisión, dependencia, amor, necesidad, hasta poder llegar a quedar en apenas una expresión pétrea.

Tú fuiste mi ángel, mi ser, mi mundo entero. Soy capaz de adivinarlo porque de todas fuiste la única que me hizo suspirar cuando sonreías. Joder, tan cerca que te tuve y lo poco que me decidí a apreciarte. Nunca jamás sería suficiente, porque al final te acabé perdiendo. Porque al final acabé, simplemente, vacío.

La gente lo supera sabes, pasa página y sigue con sus vidas. Se vuelven a levantar por las mañanas y siguen andando y cogiendo trenes sin rumbo durante el resto de sus años, durante el resto de sus latidos y respiraciones. Ojalá, por todo lo que alguna vez tuve, que me hubieras dejado como a un loco más, sin conocerte. Que me hubieras librado de este pungente sufrimiento. Que nunca te hubiera visto leer en aquella hamaca con el sol irradiando sobre tu pelo color miel. Que nunca te hubiera besado, acariciado la espalda con ese suave vestido que llevabas los días de sol… que nunca te hubiera hecho gemir de aquella forma tan magistral. Joder, cuanto más lo pienso, más me sumerjo en mi locura, mi locura, porque al fin y al cabo es lo único que puedo decir que es mío.

A la mierda mi casa, mi coche, mis propiedades. Quiero tus ojos y tu forma de mirar al mundo, tu forma de coger las naranjas en el mercado y buscar algo que nunca supe qué. Quiero ser tuyo, estoy cansado de mi piel de tortuga derrotada. Quiero abrazarte por las noches, dios, eso es lo que más anhelo. Un último brindis por ti, una última balada por lo que fuimos, una última elegía por lo que quise que fuéramos.



viernes, 30 de agosto de 2013

When you are ready

La campanilla situada encima de la puerta repiqueteó cuando pasé por el umbral de la tienda. La atmósfera se tornó cargada, pesada y encogida por el polvo acumulado y el sol directo asentado sobre los tablones de madera durante años. Un hombre de mirada enigmática situado en el mostrador levantó la vista del periódico, y con apenas un ademán con la barbilla me dio a entender que podía pasearme a mis anchas por entre lo disponible.

Poco a poco, la peculiar tienda dejó que me fuera adentrando en sus más recónditos secretos. Vi un tocador victoriano con apenas unos dejes de desuso y abandono, un sofá tapizado de una textura tan suave y aterciopelada que quise ser su eterno durmiente, una lámpara recargada que parecía haber presidido un auténtico salón de baile, y una cantidad de géneros, estilos y épocas que me impresionaba que la estancia aún albergara más y más sorprendentes muebles en su interior. Sin embargo, sentí que sólo me estaba dando un anticipo mientras me susurraba “cuando estés preparado”.

Fue entonces cuando, apartando una sábana enmohecida, lo encontré.

Su estructura se alzaba altiva, orgullosa de que en un tiempo fue una auténtica belleza. La madera estaba raída, y su antiguo color apenas permanecía en unos pequeños tramos uniformes. Aún se podían deducir los tramos tallados en los bordes, formando largas y curvadas líneas en motivos vegetales. Y aun en el estado decrépito del armazón, el espejo permanecía íntegro, impertérrito, constante, esperándome.

Qué puedo decir, era un espejo. Un espejo muy antiguo, de esos que son de pie y ligeramente inclinados 
para dar una curiosa ilusión óptica. No obstante, a medida que me fui acercando, veía que un individuo completamente distinto a mí se acercaba del otro lado, justo con los mismos movimientos, hasta que nos quedamos a apenas unos centímetros delimitados por el cristal, mirándonos de manera absorta.

Puedo asegurar, por todo lo que soy, que la persona reflejada no era yo.

Su mirada era brillante, exitosa, minuciosamente estudiada para poder analizar a la gente en lo que dura un apretón de manos. Un hombre matemáticamente calculado para dar la mejor impresión, para saludar de la manera exacta y decir las palabras convenientes. Su cara estaba dispuesta de una manera antisimétrica, en un desorden que la hacía perfecta. Su sonrisa demasiado amplia, los ojos ligeramente entornados. Hasta podría haber olido el éxito que transpiraba ese hombre. Éxito, llevaba un traje caro y el pelo ligeramente peinado hacia atrás, en un estilo desenfadado que dejaba unos pocos mechones pasearse por su frente ante una pequeña brisa. Llevaba una alianza, y un reloj bastante caro –pude deducirlo por la semejanza con los relojes de los escaparates, sabía lo mismo de relojes que de la cosecha de vino de 1982 en la zona de la Toscana- y un par de gemelos se entreveían refulgiendo a cada movimiento de la muñeca. Completamente lo contrario a lo que yo podría ser.

Ahora mismo, me puedo imaginar un poco la situación de entonces. Mi cara de pasmarote, confuso y ligeramente alienado, contemplado a un anti-ego reflejado en un espejo. Lo que ello podría ser, significar, me tiene obnubilado desde que abandoné la tienda.

No compré el espejo. Estaba claro, ni tenía dinero ni tenía las ganas de ver a un ricachón de sonrisa profident contemplar mi piso de mierda.

Tal vez fuera una representación de lo que me gustaría: una vida perfecta, casado y tal vez con un par de críos, una casa en las afueras, una hipoteca no demasiado inflada y un trabajo que me permita todo esto y todo un armario de trajes italianos. Saberlo todo acerca de las relaciones con los empresarios, de lo que puede decir un apretón de manos o una mirada confiada, y enfundarme en ese traje de hipocresía todos y cada uno de los días, para que al final mi mujer acabe harta de mi ausencia, se tire al chico que corta los rosales mientras yo estoy en la oficina (aunque me la puede chupar una secretaria), nuestros hijos acaben mal criados y con un montón de sociopatías por nuestra falta de dedicación y el exceso de frialdad en los tratos, y que al perro que me he imaginado antes lo termine atropellando porque ni siquiera me fijé al dar marcha atrás para largarme de esa maldita casa para siempre. Seguro que todo esto me lo invento para no compadecerme de mí mismo, para intentar cambiar mi vida hacia algo que realmente me guste y no terminar atropellando a un perro y con un divorcio que me deje en la ruina. Seguro, que es eso.

Llueve, apenas puedo sacar las manos de los bolsillos del abrigo. Deambulo, meditabundo, y llego a un parque. Miro mis zapatos, mojados y embarrados. Tal vez ese espejo me recordó lo miserable que soy. Como Dickens me dio a pensar en Grandes Esperanzas, una persona puede ser perfectamente feliz y estable consigo misma, hasta que otro le recuerda que puede ser diferente. Qué se puede deducir cuando ese otro es un espejo.

Pero… ¿qué es lo que tengo que cambiar? ¿Mi forma de vida? ¿Mi personalidad, o simplemente la apariencia que tengo? Ese hombre llevaba un buen traje, una sonrisa perfecta, un estándar cumplido en su totalidad. Más que seguirle, imitarle, lo que me pide el cuerpo es decirle lo miserable que es su vida, porque yo al menos soy consciente de que no soy feliz.

El autoengaño, compañero de tantos y tantos humanos en este planeta. No estás gordo, no eres tonto, no te hace falta leer más ni aprender más sobre la vida para hablar deliberadamente sobre las cosas como hacen el resto. No te hace falta corregir tus faltas, reconocer tus errores. Eres así, piensas como piensas, y no puedes cambiarlo porque eres así. Es una tautología tan absurda que la gente se la cree basándose en su simplicidad. A todos y cada uno de ellos, me gustaría reventarles ese espejo en la cabeza. Somos humanos, unos más que otros, pero prácticamente todos tenemos un cerebro y posibilidades de desarrollarlo. Ser simplemente buenas personas, tener humildad, respeto y un poco de picardía en la ironía para animar las cosas. Partir de la buena fe a la hora de argumentar, no gritar, discutir, compartir opiniones y dogmas de vida. Un mínimo de respeto a la palabra convivencia pacífica.


Vivimos bajo estándares, bajo órdenes de los grandes, bajo información manipulada y violada hasta que nos llegan apenas dos palabras distorsionadas del auténtico y neutral mensaje, la presión moral, la autoestima, los objetivos imposibles, los sucesos que llevan a la nada. Siento que me absorbe el espejo, que lentamente me acaricia desde que soy un niño y me obliga a mirar, a hacerme a su imagen, a amarla y desearla. Y el resto, es una barbaridad. El sexo ha de ser silencioso y en tu propia casa y bajo la insignia de matrimonio, los argumentos políticos han de estar resguardados bajo un partido concreto, la crisis es culpa de gente a la que nunca tendremos cojones de decírselo a la cara, siempre es mejor, a la espalda y sin argumentar. A todos y cada uno de vosotros, os reventaría mi espejo en la cabeza. La universidad se vuelve tan cara que absolutamente ningún joven con esperanzas y mileurista podrá pisar sus suelos –valga decirlo- más que desgastados (que digo yo, dónde irán los miles de euros si no es al mantenimiento o al sueldo de los profesores que apenas les da tiempo a conocernos). La educación se vuelve resumida, cutre, deshilachada y sin ganas de vivir, como una puta cansada de su trabajo eterno y repetitivo. Y ese espejo nos dice que, puede que en algún momento, lleguemos a esos estándares y acabemos engañando a la mujer con la que duermes al lado o criando a unos niños a tu mierda de imagen y semejanza basada en el materialismo y el ansia de cumplimiento de falsas expectativas. Así, hoy día, es el mundo en el espejo del anticuario, que nunca se planteó que me lo fuera a llevar porque nunca iba a admitir la realidad.

sábado, 24 de agosto de 2013

Buen café para cuarenta minutos de verborrea

Os presento a la Ester del pasado.

Cada cierto tiempo, y con distintos aspectos de mi vida, ocurre que tengo esas ganas de revivir esas experiencias pasado cierto tiempo. Mi afición –por llamarlo de alguna manera- de volver a vivir esos momentos, creo que la adquirí cuando era una niña. El primer libro que me releí fue La historia interminable, y de ahí siguieron las otras seis veces.

El año pasado, tras unos diez años sin tocar el libro (joder, que ya tengo veinte), volví a acariciar sus páginas bicolor entre mis manos. Ese aroma que lo habré respirado mil veces, esa sensación extraña al volver a desentrañar la inscripción al revés de la primera página. Ese, fue el libro de mi infancia-adolescencia primeriza.

Aquella última vez que lo leí, creí percibir más aspectos de los que tenía en la memoria, pero a su vez se veían magnificados por extrañas reacciones en mi subconsciente. Jamás una araña gigante me había infundado tanto temor, o el respeto que le profería a aquel centauro bicentenario, o la predilección y confianza en el propio ÁURYN. Esto me puede sugerir que de pequeños vemos el mundo con unas lentes increíblemente aumentadas (ignorando la ironía de mis cinco dioptrías) que nos ofrecen un mundo distorsionado, exaltado en ciertos aspectos, y que puede que nos determinen en una gran faceta de nuestra personalidad.

Heme allí, en el tren traqueteante, con el sol atravesando la parte este de las ventanas, con las piernas encogidas y apoyada en un respaldo de otro sillón. Han cambiado tantas cosas desde entonces, pero sinceramente, fue como leer un libro revestido de un encantamiento o hechizo brutal.
Lo mismo me ha pasado con otros libros, donde tengo que nombrar por excelencia a Carlos Ruiz Zafón. Michael Ende me enseñó los límites difuminados y fácilmente transitables de la imaginación mediante personajes imposibles y sucesos simplemente fantásticos, pero Zafón me enseñó la belleza auténtica de las palabras. Unos por un lado, y otros por otro, y es por esto por lo que no se puede comparar a Follet con Poe (aunque algunas engreídas lo vayan gritando como cotorras alienadas por una sola gota de cultura), narrativa con retórica, simplemente incomparables. De pequeña me paseaba por la biblioteca cuando mi padre nos llevaba a mi hermana y a mí, y yo subía  a la segunda planta, y me paseaba por entre los libros de adultos buscando el más grande de todos. Precisamente por Ende, me gustaban las historias interminables, que me tuvieran ensoñada durante días y días seguidos, que no pudiera dejar de leer y que un día me encerrara en el sótano de mi colegio y me refugiara con una manta y apenas un bocata y una manzana para pasar unos días leyendo hasta terminar (mi colegio no tenía sótano, por desgracia). Gracias a este criterio de selección encontré al Príncipe de los ladrones, que me llamó la atención dentro de la literatura juvenil, pero especialmente conocí a Ken Follet. Un hombre tan prolífico como exhaustivamente documentado, una novela con una gran base histórica sobre la que desarrollar sus dramas, me tuvo desde siempre absorbida. 

Aunque fue años más tarde cuando descubrí que le ponían muy cachondo las pelirrojas en sus siguientes libros.

El caso –es evidente que me disperso en esta materia- es que hay libros que sólo se pueden leer en determinados intervalos de edad para sentir lo mismo. Por eso considero tan importante releer una buena obra, porque te suscita otras sensaciones, otros sentimientos. Es lo que me decide a darle a mi hijo del futuro La historia interminable cuando sea el momento exacto, y ver si desencadena en lo mismo. Simplemente pienso que mi pasión por los libros fue infundada, y para ello tiene que haber un detonante.

He de decir que tanto la literatura como los simples dibujos animados han cambiado. De pequeña madrugaba (no exagero, a las siete de la mañana) para ver los dibujos. Y no sé si el problema es suyo o es mío, pero con los de hoy día no siento lo mismo. Lo que me divirtió Las supernenas no se puede comparar con las mierdas en 3D de hoy, lo siento (y por favor, metamos a Bob Esponja y Hora de Aventuras en el cajón de “dibujos especialmente para los no-niños”, porque son demasiado brutales xD). No sé, puede que sea cosa mía.

Mucha gente no sabe el verdadero valor que tiene continuar con la palabra, y reformarla a tu gusto para las siguientes generaciones. Y no lo digo en un sentido dictatorial, puesto que en algún momento el niño tiene que valerse por sí mismo y aprender a seleccionar contenido, y es precisamente por eso por lo que es tan importante  encender esa llama por la cultura antes de que no haya opción y se inicie el Modo Automático. Criar a un hijo puede ser algo relativamente fácil, pero también puede ser un auténtico lienzo donde en el futuro se hará una obra de arte. Ahora estamos hablando de la Ester del futuro.

Está bien, estudio Derecho y Administración de Empresas, hasta yo misma digo que no da mucho rango al arte o expansión sensorial. Lo reconozco, pero podemos decir otra vez que son dos campos distintos. La verdad es que hasta que no he dado auténtica materia en Derecho no me he dado cuenta de que soy terca, y soy tan terca que muchas veces la arrogancia se levanta del sillón y también habla –medio ebria, mi arrogancia siempre está ebria porque habla sin pensar- y empiezan a discutir en mi cabeza que trata de defender lo que piensa. Defender, y hacerlo por encima de todo. Porque cree que está en lo cierto, y he de suponer que en un campo tan taxativo y a la vez tan variable como el Derecho puede bailar a sus anchas. La faceta asquerosa y a la vez más cierta, es que no todo el mundo piensa como debería ser, y con esto me refiero a la más básica moral.

Temo el día en el que me den la torta en la cara. Ya sabéis, el día en el que la justicia no esté de mi lado y realmente tenga que afrontarlo. Soy tan terca como moralista, y cuando una persona te pregunta lo típico de ¿defenderías a un asesino? Nunca soy capaz de responderle completamente segura de que esté respondiendo bien, porque puede que la Ester del futuro me contradiga. He ahí mi dicotomía.


Bueno, aquí queda un poquito de todo. Buen café para cuarenta minutos de verborrea.

domingo, 11 de agosto de 2013

Y esta, va dedicada a la música

Normalmente distingo lo que me gusta de lo que no por la reacción de mi cuerpo. Algo tan sencillo como la piel. Si se me eriza, debe ser brutal. Lo que te arranca una fuerte inspiración, te encanta, te envuelve y te canta hasta el fin de los tiempos. Aunque, cabe decir, que no todo lo que escucho tiene tanta trascendencia corporal.

Ignoro los orígenes exactos, ni la verdadera intención de los buenos músicos (hasta donde me puedo imaginar, me pierde la impotencia por la ignorancia), pero puedo adivinar que pocos son los que buscan erizar la piel a sus espectadores, porque no es precisamente la música más alta, más ruidosa o más repetitiva, sino, al menos para mí, la que tiene un pedacito de su alma.

Hay que decir, que me gusta el death metal, el rock y metal clásico, las baladas, epic metal y tal vez trash, incluido el nu metal, grunge, rock alternativo, pero también la música clásica, las canciones híbridas con un montón de estilos pero con piano o guitarra… tengo una enorme diversidad y cada día descubro otro género, pero lo que siempre busco es sentir que el grupo me está dando algo de ellos. Sí, especialmente el metal me dice mucho más que una canción estándar.

Porque yo cuando escribo, dejo algo de mí, espero que el resto lo hagan conmigo. No por retribución (ni mucho menos), sino por una cuestión de perfección. La verdadera música es la que te arranca algo, tanto para bien como para mal. Un cantante gritando en una buena canción puede estar clamando al mundo por su autodestrucción, la mano del hombre guiada por el afán de poder, del mismo modo que una balada se convierte en una elegía por la persona que no está o por lo fugaz que puede ser la vida vista como un tren. Que te dicen mucho, joder, y poco a poco cambian tu modo de ver las cosas.

Hay veces que pienso que al escuchar una canción sacas más de una persona que si quedaras con ella en un café y le hicieras un cuestionario hasta que os obligaran a salir porque tienen que cerrar. Otra forma de ver a la gente, parecido a leer una obra lírica del autor. Es otra cara, no la cara social, sino la propia cara interna.

Lo irónico del arte es que no necesariamente te hace sentir mejor cuando lo practicas, puesto que no siempre decides lo que quieres dejar plasmado. Una pintura, un largometraje, una fotografía, una canción, una obra de teatro, un libro, un baile, un beso… ¿por qué no un beso? Incluso el sexo es arte. Pero de eso puede que hable en otra ocasión, porque esta va dedicada a la música.

Hay muchos tipos de conciertos, pero lo que tienen en común es la expectación de los miembros protagonistas. Lo que esperan, lo que no, y lo que realmente se produce. Siempre pienso (pícaramente) que los músicos nunca obtienen lo que desean, porque su rendimiento es mucho mayor al perceptible. Si no te sale como quieres, te pasas horas, días y meses practicando, y siempre queda un deje de perfección incompleta. Cuando un espectador llega y les dice “me ha gustado, ha estado genial” no creo que obtengan todo lo que quieren como mínimo recibir. Yo les entiendo, es una cuestión de proporcionalidad, autoexigencia y no conformismo con uno mismo.

Porque si hay algo en lo que creo es en que una de las facetas del arte que más me gusta es la realizada por personas atormentadas. Personas que tienen una idea en la cabeza que nunca termina de desaparecer, atormentándoles por no poder salir en condiciones. Y se pasan la vida intentándolo, frustrándose y perfeccionando lo imposible. No digo que únicamente sean estos los que me gustan, sino que especialmente me llaman la atención. Puede sonar un poco sádico.

Y como muchas veces en la vida, se hace necesario variar, para lo que viene genial escuchar esas canciones que te hacen sonreír sin que te des cuenta. Tanto talento como las que te encogen y acongojan el corazón. Las que te recuerdan tu vida como una película antigua, las que profundizan en cosas que consideras banales o en personas que no sabes lo muchísimo que amas hasta entonces. Joder, claro que son necesarias, mi vida es una barca y unos pies en el césped del mismo modo que es una tarde lluviosa en una calle empedrada.


Para todos estos momentos, siempre la música se sentará a tu lado y se tomará, con gusto, otra copa contigo.

domingo, 28 de julio de 2013

Now that I’m free

Aquel día la cafetería estaba repleta de esa clase de gente que, por motivos desconocidos, les da por salir en un día que saben perfectamente que va a llover y posiblemente no puedan ir a ningún sitio, y sin embargo, salen, en busca de un techo mejor que el de su casa donde leer el periódico, tomarse el mismo café (o peor, valga decir), o simplemente convivir en un microclima de sociedad.

Me puedo identificar con esa clase de personas que les gustan los días “turbios”, esos de cielos encapotados y un aire nostálgico; seguramente vendrá de mi preferencia por la soledad en estos días desde la infancia, o tal vez me haya dado ese pandémico aire de camisa de cuadros y una apariencia de hipócrita reflexión en sus miles de fotografías… que no!

Sí, aquel día estaba sola, leyendo una novela que promete más por su amplitud que por su contenido, y cuya escritura no es especialmente reveladora, pero que decides leértela por eso de que el siguiente libro te sepa mejor en comparación (no es lo normal… ¿verdad?), como una especie de baremo con el que siempre el siguiente será mejor… es igual, no es el argumento de la historia. Simplemente estaba sola, en mi mesa, a mi quehacer, cuando el murmullo atmosférico de la sala se vio atenuado por un par de voces orientadas en la esquina poco iluminada de la cafetería.
En aquel recóndito cruce de paredes se encontraban dos individuos enfrentados. Como era de esperar, la espalda del oyente no me dijo gran cosa, sino que la especial relevancia la ostentaba el personaje que no dejaba de parlotear. Parlotear, bramar, ladrar, mugir, cualquier tipo de onomatopeya o calificativo despectivo que realce mi especial sensación de vómito al dejar que sus palabras llegaran, de algún modo pasivo, a mi oído.
Y es que lo curioso era que, a pesar de que llevaría, desde que empecé a oír forzada, cerca de un cuarto de hora hablando, no dijo absolutamente nada. Desde pequeño te enseñan a subrayar los textos y sacar un “tema”, la idea esencial concentrada en un par de líneas, y que te ayuda luego a desarrollar el texto… pues este hombre no dijo absolutamente nada en lo que sería un monólogo trascrito en unas 3 o 4 páginas. Son gente fácil de reconocer, por el simple hecho de que te quedas igual cuando hablan. No sé si al resto del mundo les molesta tanto como a mí, pero de verdad… me ponen de los nervios.

Los más graciosos –por decirlo de alguna manera- son los que hablan por hablar creyendo que están diciendo algo realmente interesante, revelador o merecedor de un halago por su ingenio y cultura. Antes, al menos para mí, las personas eran esferas introvertidas que ibas descubriendo poco a poco, extrayendo los aspectos interesantes de su vida. Hoy, gran parte de la población que tiene medios y modos de ser culto e instruido, es fachada, por ser genial, por cumplir, por aparentar algo que nunca han intentado ser. Yo lo reconozco, no tengo muchísimo que ofrecer. No canto como un ángel, no bailo como una diosa y mucho menos tengo un talento oculto en los instrumentos. Lo único a lo que me aferro desde siempre han sido los libros, los que he engullido, vuelto a engullir y saboreado años después con aires de nostalgia, y los nuevos que airean mis oxidadas técnicas para escribir. Eso mismo que leo y releo hasta que, más o menos, lo califico como pasable viniendo de mis pulsaciones en el teclado.

A lo que iba, esta clase de individuos no se reconocen (o eso espero, porque hay que tener huevos) ni esperan hacerlo hasta que les preguntan en su esencia sobre un tema del que habrán estado hablando como un papagayo durante media hora, con abuso del polisíndeton, oraciones subordinadas relativas (cada vez las uso menos por puro conductismo) introducidas por una cantidad reiterativa de nexos con la intención de “explicar”. Explicar… realmente me pregunto si es posible explicar sin saber, es pura contradicción.

Hoy me quito el sombrero y las ganas de escribir, porque simplemente estoy harta de una clase de gente que se expande y se expande, educando a generaciones sobre pilares tan poco sólidos como sus propios conocimientos. Si no lo sabes, lo buscas, te informas, estudias y ya después argumentas, pedazo de ignorante de mierda. Estoy harta de discutir con gente que corre cortinas de “su opinión” cuando se habla de temas serios, donde o te mojas con inteligencia e investigación o te quedas en la orilla como mero espectador, que no hay variedad de opiniones como los temas deontológicos o simplemente morales, sino que es una cuestión de raciocinio, de lógica, de pensar una fracción de tiempo tras escuchar una explicación neutral.

Y si intentas explicarlo neutralmente (teniendo en cuenta mi excesiva pasión en las explicaciones), te tachan de pedante o intolerante. Gente que tiene un puto catálogo de respuestas patéticas y que te dejan peor que antes, incluso un poquito más ignorante (como la televisión de mierda, la única que hay en España prácticamente en lo que se refiere a televisión pública o privada). Gente que no reconoce tu mérito en algo porque no le gusta, porque no quiere probarlo o porque no le sale del soberano nabo (aunque eso no te lo dicen eh, para eso está el catálogo) y espera que le tires rosas por su dedicación a algún sector de lo que ellos consideran arte, hobby, afición, oficio, dedicación. Me pierde la impotencia.
Y ahí seguía hablando el hombre eh, como si le estuvieran apuntando con un calibre 38 en la nuca para que soltara todo lo que le surgiera por la cabeza, sin procesar, sin tratar, sin contrastar con la maldita realidad. Que yo sólo pido la Wikipedia por dios, que no pido más xD.

Creo, en esencia, que cada vez nos obcecamos más por no ver.

lunes, 3 de junio de 2013

Ni "filo" ni "sofía"

Y así es como “mi país” me da la patada hasta más no volver.

Lo único que siento en estos momentos es vergüenza, vergüenza por un país de mierda que me echa porque no quiere a nadie más en sus putos restos consumidos de lo que antaño pudo ser algo parecido a una verdadera civilización.

Definitivamente, ya no queda nada de lo que fuimos, absolutamente nada de lo mucho que nos ha ofrecido la historia. Ahora se meten con los filósofos, los que forjaron tantas facetas del conocimiento que sin ellos ni siquiera tendríamos conciencia de lo que hay más allá de las costas. El afán por la investigación se desliza entre los dedos, y con ello las propias esperanzas del país por ver que un español alcanza el colofón de un premio universal.

Y todo esto, porque la educación se desploma. Día tras día nuevos anteprotectos de leyes y mierdas de articulados van menoscabando la forma que algún día tuvo la educación, basada en un auténtico texto de principios. De PRINCIPIOS, ¡joder NADA DE IDEOLOGÍAS! Ni partidismos, ni inclinaciones religiosas, ABSOLUTAMENTE NADA POLÍTICO QUE LES PUEDA PERJUDICAR… espera. Tal vez sea eso. Tal vez lo que quieren es eliminar la autonomía racional.

Y justo entonces he dejado de escribir. Hoy es 3 de junio de 2013 y acabo de barajar la posibilidad de que nuestra sociedad prefiera nuestra ignorancia absoluta con el fin de manipular nuestras mentes, blancas, maleables, completamente dependientes. No puedo decir que nunca me lo haya imaginado, el gran George Orwell nos ha puesto a muchísimas personas los pelos de punta imaginando una auténtica alienación involuntaria, con la cual ni siquiera recordemos algo más que Eurasia y una guerra sin acabar. El Gran 
Hermano, la policía del pensamiento… ¿Y si todo esto, por inimaginable que fuera, esté ocurriendo?

Ahora mismo no sé qué decir, la impotencia irradia por cada uno de mis poros mientras veo el resto de generaciones que nos quedan consumirse al abismo. El resto de la historia que queda por contar se resume, fácilmente, en manipulación en masa para el control oligocrático. En mi mente tan sólo aparecen imágenes de violación, utilización y absoluto control de masas inconscientes. Mis manos tiemblan, mi mente imagina a mis propios hijos bramar estupideces partidistas. Si tan sólo pudiera hablar con uno de los legisladores de esa aberración que llevan elaborando durante más de 20 años, lo único que le diría es “Que te jodan por cultivar esta mierda de país, porque lo único que vais a cosechar es mierda”.

Y lo saben, no me haga reír, claro que lo saben. Son perfectamente conscientes de lo fácil que es la sociedad española de manipular con unas cuantas cámaras y un comunicado estatal de hombres trajeados haciéndose llamar “legisladores”. Con cada clase comprendo más la mierda en la que se consume la ley española, lo violada que está siendo la Constitución y lo distorsionadas que quedan las palabras de “libertad de pensamiento” y “bienestar social”. Cada día descubro que más y más personas son ignorantes por elección, eligen un camino tan sencillo como descompuesto, tan absurdo como masticado… tan estúpido como pensar si quiera que eso es un camino.

No sé siquiera lo que estoy escribiendo. Estoy obnubilada, con una resaca tan grande que una noche eterna de desenfreno e inconsciencia. Estoy tan cansada que apenas tengo fuerzas para gritar. Sólo diré que mi verdadera pasión por aprender comenzó en una de aquellas clases de filosofía donde el profesor infundía un respeto inimaginable, y mi cara era de completa admiración por las cosas que podía llegar a saber.

La ciencia o búsqueda del saber, filo-sofía. Valiente mierda de política, de verdad. No puedo más que reírme, por dios, el mundo se derrumba y nosotros mismos rompemos los putos pilares. Ahora además de vagos de mierda, los españoles seremos, y esta vez con razón, unos jodidos incompetentes. Gente inculta, pero de la que no quiere saber porque no les han enseñado a quererlo. Por muy estúpido que suene, cualquier persona tiene que haber tenido un estímulo en su vida para descubrir más allá de lo que se le ofrece a simple vista.


Y… ya está, aquí me quedo por hoy. No tengo ni ganas ni tengo oyentes, ni siquiera siento que tengo voz. Como hoy día, la manifestación del individuo queda relegada a unas voces de unos perroflautas ahogadas en la miseria.

domingo, 5 de mayo de 2013

Y lo bien que me he quedado

Hay veces en las que alguna película o algún libro me devuelven a una triste realidad que inútilmente trato de cambiar; soy una ignorante.

Lo que yo llamaría una ignorante de libro, de aquellas que no trascienden más allá de los contenidos dados. Hace algunos años me enseñaron las Guerras Mundiales y me quedé en algunos párrafos disueltos entre fotos y contenidos tan escuetos como didácticos. Hace menos me enseñaron a los grandes de la literatura española, y tan sólo memoricé sus nombres y obras como un puto papagayo para por fin soltarlos en una hoja oficial el día tan esperado como temido. Y ahí me quedé, quizá con un libro importante que me tuve que leer. Pero nada más. Pronto todo aquello se fue por el retrete por el simple paso del tiempo. Una cosa tan absurda como contraproducente.

Hay veces en las que me sorprendo cuando escucho a gente que se aprende una estúpida frase y la repite como un loro como si aquello demostrase su más ínfima inteligencia. De hecho, les pregunto acerca de cuál es su argumentación o cómo llegaron a esas conclusiones, y creo que su expresión debe ser la misma que cuando si a mí ahora mismo me preguntan por un autor de los que se fue por el retrete. Absoluta perplejidad y confianza máxima en su fuente, aunque la suya no fuera un libro sino un estúpido arrogante que se aprovechó de la ignorancia masiva.

Aunque no lo parezca, el fenómeno de masas no tiene casi nunca una justificación racional, si acaso la del líder que aprovecha la contingencia de analfabetismo o si acaso un alfabetismo sin desarrollar. Lo lamentable es que hoy día nos encontremos en auténticas dictaduras, cuando los medios de comunicación nos posibilitan acceder a fuentes que ni de lejos podrían haber contado nuestros padres en su formación básica. 

Actualmente, los líderes se aprovechan de nuestra raquítica formación sobre economía, política o la sociología básica que mueve nuestros cuerpos en la sociedad, y nos meten semejantes supositorios por el culo cargados de corrupción y en sí una auténtica mofa sobre nosotros que nos quedamos plácidamente dormidos ignorantes de la pocilga donde nos revolcamos. La que nosotros mismos hemos construido cuando decidimos dejar de investigar sobre nuestros límites en conocimientos. No sabemos lo que significa la verdadera crisis, la falta de oferta de dinero en el país o el endeudamiento hasta los dientes, lo que ya venían diciendo algunos eruditos tanto españoles como europeos mientras nosotros seguíamos construyendo nuestra ciénaga por omisión. La justicia yace tan muerta como nuestras ganas de aprender, respaldada por gente guiada más por el dinero de los delincuentes que por la más básica moral. No sé si es realmente por dinero, porque creo que ahora mismo no pagan a varios de los ignorantes que están en mi clase. La verdad es que me gustaría preguntárselo, pero lo bueno de las mentes alienadas es que no necesitan justificación y pueden absolver a dos padres que prácticamente mataron a su hijo al no impedir que vomitara lo que comía durante un mes y medio llevándolo al hospital. A mí, simplemente, me sale una risa macabra de lo más profundo de mi ser al ver que incluso la gente en vías de abogados o jueces ya está corrupta en su propia moral.

Si por mí fuera, las clases se darían en jardines, vuelta al modelo estoico y de los filósofos griegos en general. Andar por las calles para hacerse entre ellas, aplicar lo aprendido en base a unos preceptos morales universales; igualdad, libertad, pensamiento autónomo, capacidad de razonar por sus propios medios. Si fuera por mí, leería cada uno de los libros que me hicieron suspirar y los analizaría con mis alumnos motivados y realmente interesados por sus páginas. Que viniera quien quisiera, a la mierda las faltas de asistencia y los putos controles que sólo muestran el estrés de una noche en vela. Yo misma lo reconozco, aquellas noches dieron frutos que hoy yacen podridos en un jarrón. Lo que sé es porque realmente me interesaba, si acaso, en vez de ser olvidado entre fotos y más fotos de los libros. Hoy día, en la universidad, si no encuentras motivación debes enterrarte en lo más profundo y realmente torturarte hasta conseguirlo. 

Aunque la mierda vuelve a ser la misma, los catedráticos nos vuelven a tratar como niños ante expectativas mejores empeoradas por las putas generaciones que nos preceden. No les culpo totalmente, siempre ha habido eruditos motivados, pero soy de las que piensa que la universidad se recuerda por los momentos en clase más que por las resacas mañaneras. Al menos en ciertos aspectos, no soy amiga de la amnesia temporal.
Y cuando la sufro, me siento estúpida. Cuando ignoro grandes hitos de la historia y nombres claves en las ciencias y letras, me cago en todo lo que memoricé y no trascendí más. Cierto que aún soy joven, y al menos supe apreciarlo en los momentos en los que di arte y latín para sumergirme entre sus dogmas. Capiteles, fachadas, pináculos, doseletes… tan sólo leves pinceladas de lo que realmente me pueden ofrecer.

El problema que le encuentro a la educación actual es que básicamente consiste en sentar a un alumno en una silla y ponerle un plato exquisito en la mesa. Simplemente situárselo a unos centímetros de su alcance, para que vea lo que no puede probar. Que no pueda siquiera coger una cuchara y saborear la primera cobertura. Y antes de que se dé cuenta, quitárselo, para que no le coja ganas. Y después se le pone otro plato distinto, y se repite la operación.

Consiste básicamente en una tentación rebuscada, si eso cuando no te has aburrido de ese sadomasoquismo que conforma el sistema educativo de hoy día. Los contenidos se reducen hasta el absurdo, y los profesores van apresurados de un tema a otro obligándote, casi hasta la súplica, que mires las páginas. Es inevitable aburrirse, no lo voy a negar.

Desde mi gran abismo de ignorancia asumida, creo que se necesita hacer una conexión cerebral antes de inyectar grandes dosis de aprendizaje comprimido. Que los alumnos vean que todo eso es para que luego puedan defenderse en la vida con algo más que amenazas o frases estereotipadas. Porque llegará un momento en el que todo aquello que pudimos albergar en nuestro cerebro en los años más receptivos se resume a estúpidas conversaciones en el metro o en una sala de conferencias. El hombre es tan estúpido que se resume las cosas para que generaciones posteriores lo tengan más fácil, pero no entiende que ello supone que no aprendan una mierda de lo que en realidad es. Y cuando eres uno de ellos, y te das cuenta, si aún conservas tu conciencia de ser humano como una mente infinita, te cagas en el sistema porque te hayan tirado todos aquellos años por la borda.

viernes, 22 de marzo de 2013

Fade to Black

Hay días en los que salgo a la calle y el cielo irradia una luz fruto de la lucha con las nubes, la impaciencia por salir aunque no se la vea, aunque el sol no dé la cara ante el mundo. Esos días cierro los ojos, molesta, odio la claridad escondida, la que brilla más por ausencia que por verdadera acción.

Cada vez veo más y más vidas vacías, de esas que no encuentras ni sentido ni interés en investigar, porque no son más que mierda superficial. Todo ha quedado reducido de manera progresiva a una auténtica mierda, escoria de lo que antaño fue simplemente maravilloso. Ignoro la evolución exactamente del mismo modo que los coetáneos tampoco sabrían describir la guerra de manera neutral, pero el resultado es el mismo; una pérdida, una victoria, una auténtica masacre.

A veces sueño con vivir en una época donde el aire de las imágenes en blanco y negro se mezclara con las vidas de hoy, y que hubiéramos sido capaces de mantenernos firmes ante todo lo que se nos ha dado, en vez de prostituirlo e integrarlo como si siempre lo hubiéramos tenido. La ingratitud invade las calles, las mentes ignorantes, vacías y sin ganas de completarse. El ser humano usará un diez por ciento de sus capacidades, pero si hoy tenemos más posibilidades las ganas de descubrirlo se escurren entre las calles.

Y por qué, sino por la propia tolerancia. La asunción de todo lo que nos rodea nos convierte en meras ovejas cambiadas de redil. Nos habituamos, y al instante pastamos como si siempre hubiera sido así. Y sí que es cierto que vivimos en una gran contingencia internacional e hipocresía de los gobiernos, pero hubo tiempos terribles en los que siquiera se podía hablar en voz alta con estas palabras y aún así la gente era capaz de pensar.

Y hoy, nos desentendemos de todo, y los que hablan parecen no entender. Las palabras son meras armas de la gente astuta, no inteligente y siquiera cultivada. Personas capaces de manipular auténticas masas con sólo un par de frases reiteradas una, y otra, y otra vez. Hasta que al final acabas extasiado, colérico y unido al fenómeno colectivo.

He de reconocerlo, en eso es casi imposible desistir. Quién sabe lo que seríamos capaces de hacer con un par de frases de auténtica verdad, en vez de condenarnos a la eterna ignorancia. Nos lo quitan todo, nos dejan desnudos ante el abismo, y seguimos cantando nuestras putas canciones. Porque ellos nos lo permiten, porque la vida siempre ha sido así, y porque nunca fue mejor.

Ojalá hubiera de esos cafés donde se reunían los intelectuales en vez de los malditos farfulladores, abocados a la puta mierda de los argumentos irracionales, repetidos como si tuvieran un esquema mental en su cabeza “A esto, digo lo otro” y “Cuando me diga esto le echo en cara tal cosa”. No es más que mierda. Mierda que te ahoga y te reprime porque todo el mundo se revuelca en ella.

La verdad, no sé cómo acabé pensando así. Tal vez fue mi padre, o tal vez fui sola. Quién sabe qué es lo que nos hace, si la licencia a la libertad o el descubrir tú mismo lo que hay con unas determinadas creencias. Que Dios no existe, ni tampoco la democracia. Que el poder corrompe, y que lo aceptamos y abrazamos con gracia y éxtasis. Que las palabras son tan falsas como los dientes de plástico, como las tetas de silicona o como los actores porno. Que todas y cada una de nuestras vidas están limitadas y que nadie será capaz de hacérnosla ver como un proceso hacia la vida eterna. Que cuando nuestro corazón deja de latir, somos historia.

Tengo los ojos secos, la piel de gallina, los pies en una pequeña banqueta arañada por el uso. Las manos resecas por el frío, el pelo erizado por la lluvia de la mañana. La boca con sabor a café, la respiración confusa. Los dedos sobre el teclado. Mi puto corazón en el puño. Porque no soy capaz de gritar ante el mundo, miro por la maldita ventana con los ojos entrecerrados, intentando hacerme ver más allá de la luz cegadora. Una vida condenada a la impotencia de no poder hacer nada más de lo que me permiten mis cadenas, tal vez pasear por los pocos espacios verdes industrializados o comprar comida manipulada en la tienda de una gran cadena multinacional. Obtener información de fuentes corruptas, escuchar música de mierda comercial. Dormir entre sábanas sintéticas, ponerme unas bragas y un sujetador que me arañan. Inconformismo, y a la vez impotencia.

Creo que esa es la ecuación del mundo actual, el quiero pero no puedo. Yo misma me siento culpable, pero… creo que sé que no lo hago porque no quiero abandonar lo que tengo. Porque me da miedo el mundo de lo incierto, y estoy a salvo dentro de la mierda que sé que será así mañana, tal vez peor, pero al fin y al cabo es la mierda que conozco de siempre. Soy de esas personas que sé lo que hay, y que grita mediante las palabras, algo que hoy, por muy irracional que suene, no funciona, no se oye, se amortigua, rebota en alguna pared, y termina colándose en alguna grieta que conforma la falta de cultura nacional.

sábado, 2 de marzo de 2013

Present Continues

La verdad es que fue una auténtica casualidad que estuviéramos nosotros cuatro frente a la puerta del bar Zanzíbar. Sin embargo, después de todo, no quería estar en otra parte.

Se trataba de una fría noche de Marzo en las que estás medio congelado-medio inconforme con los sofocantes espacios interiores, así que cuando entramos empezó a cargarse el ambiente. Un ligero murmullo inglés llegaba a nuestros oídos como si estuviéramos en un viejo bar londinense. Por qué no, me sentía especial.

Tras la típica licencia que se conceden los artistas e ignorando (o más bien desoyendo) nuestras mermantes posibilidades de volver a casa en metro con el trascurso de aquellos valiosos minutos, nos sentamos en una serie de sillas de madera a lo jardín rústico. El escenario estaba dividido en digamos tres sectores polivalentes, todos ellos rondando el entorno acústico. Las paredes hacían honor al nombre del establecimiento, con una serie de cuadros con fotos de gente de todo el mundo, máscaras tribales y un busto de gran león tallado con la boca semiabierta y con cara más de sorpresa que de verdadera defensa, todo ello sufragado con un cálido color violeta, o rojo, o lo que las luces me daban a entender. Un lugar que respiraba su pequeña historia.

Los músicos se sentaron, guitarras y percusión en mano. Mi amiga iba descalza, y la naturalidad de sus movimientos daba a entender que se sentía como en su casa. Posiblemente estaría más nerviosa que ninguno de nosotros, pero esa es la magia de las luces y un escenario, que el resto nunca nos llegaremos a enterar. Saludó tímidamente, como el discurso del hombre que no sabe qué decir en una boda o la reunión que nunca llega a terminar y de ahí deben salir propuestas, y comenzaron a tocar.
Sabía que mi amiga tenía talento para la música como puede tenerlo cualquier otra voz bonita de esta Tierra, y no tenía ninguna duda cuando empezó a cantar, pero en apenas cinco segundos sabía que ella tenía algo que millones de cantantes en el mundo no llegarían a tener. La capacidad de sumergirte en la música, dejarte llevar por la melodía que arranca tus latidos con su compás, con su tempo te dispara hacia lo más alto de tu mente y te deja flotar, subir y bajar en su eterna ingravidez. Tal vez fuera por el hecho de tenerla a apenas tres metros de distancia o incluso el hecho de que todos estuviéramos dispuestos como un pequeño grupo de amigos escuchando a una de los nuestros, pero la piel se me puso de gallina y empecé a vivir uno de esos episodios que nunca terminarán por olvidarse.

Y su voz trasgredía lo normal con cada verso, con cada palabra perfectamente consabida y adaptada al momento. Durante aquellas horas me imaginé tantos escenarios acompañados de su voz, guitarra y percusión que asustaba que hubiera pasado tanto tiempo, y todos estuviéramos igual de embobados. Ya no sólo la música, sino lo que verdaderamente hace a un músico, es el espíritu con el que la abraza y la amolda a su alma, a su vida, a él mismo.

Porque no hay dos canciones iguales, y nunca se pretendió lo contrario, la mayoría fueron temas propios. Canciones cuyas letras (en un inglés más que perfecto, bendito inglés) idolatraban un mundo existente, cuyas horas transcurrían para todos y cada uno de nosotros, y que había que vivirlo. Un mensaje tan optimista que aun hoy por la mañana con un sobrio café y tras una noche con sus melodías en la cabeza no soy capaz de expresar. Puede que simplemente Frances fuera feliz, o en cambio tuviera una especie de gafas mágicas con las que ver el lado bueno de cada uno de los acontecimientos que nos rodean; la vida pasa de una determinada manera y nosotros somos los que andamos nuestro camino, no podemos dejar la decisión al simple paso del tiempo y dar a entender que no es nuestra voluntad, porque ello significa del mismo modo que te has decidido a pararte en medio de la carretera. La existencia es algo de lo que no nos damos cuenta que terminará hasta que realmente ocurra, y entonces problemas que se nos hicieron ingentes se nos antojarán nimiedades que frenaron nuestros sueños. Los sueños que tenemos que perseguir más que conservar en un tarrito de cristal para que no se marchiten, los sueños que van marcando nuestras metas. La vida puede ofrecer tantas cosas que nosotros mismos nunca llegamos a imaginar lo que nuestras manos y nuestros pies pueden hacer con nuestras ambiciones.

Pies descalzos, un viaje a ninguna parte, un bote en medio de la inexistencia y unos padres desaparecidos en el silencio. Miles de historias acudían a mi cabeza mientras mi amiga se iba haciendo a su propia atmósfera, dejándose llevar como las antiguas ninfas por los bosques sagrados. Movimientos tan fluidos, una risa simplemente adorable y una actitud tan propia de ella, tan innata a su cara que el hecho de no sonreír sería lo realmente extraño en su expresión.

Tampoco es que pueda decir que nuestra amistad se remonta a tiempos inmemoriales donde la vida era más fácil y nuestra relación pura, ni tampoco sabemos nuestras vidas de modo trascendental y magníficamente profundo. Au contraire, de camino al bar venía pensando que no la había visto en dos años, y que su imagen perduraba en mi memoria como aquella chica confiada en su sueño y realmente dispuesta a darlo todo por conseguirlo; envidiable, y lo digo en serio, porque nunca seré capaz de tirar el café y dedicarme a lo que realmente deja mis manos a su hacer hasta caer exhausta de vocablos y estructuras interminables.
Siempre pensé que un alma atormentada era la mejor musa de todo artista, y ello lo he podido comprobar por mi propia experiencia con historias desgarradoras que te arrancan los mejores párrafos. Ayer, sin embargo, el mensaje era distinto, fantástico, prácticamente perfecto. Un ambiente sufragado en una intensidad personal, meticulosa y envuelta en un aura de auténtica sencillez. La vida se resume a este tipo de canciones, de versos y estrofas paralelísticas cuya repetición hace que te lo pienses dos veces. Con los pies en la tierra, anda tu camino, sigue tu vida.

Y todo ello con mensaje reivindicatorio, trascendiendo lo meramente anecdótico. Una cantante chilena con una voluntad profunda de cambio, una canción inglesa sobre una auténtica revolución, tres almas que confluyen en ese espíritu de hacer algo con sus canciones. La esperanza pervive, y por un momento pude llegar a sentirme como en aquellos bares clausurados de los tiempos más represores de la historia.

Sin embargo, hoy también tenemos nuestra libertad limitada; las propias medidas de seguridad o simple generalización de gustos nos obligan a tomar decisiones en nuestra vida no tan adecuadas a nuestras preferencias; estudiar, sacar una nota, buscar un trabajo, una hipoteca, unas cuantas letras de un coche, unos niños que te pervirtieron el resto de padres capullos y desconsiderados, una mujer que perdió la pasión por ti hace años. Somos capaces de hacer lo que queramos, y aun así muchas veces nos condenamos a lo que hace el resto del mundo. Aquella noche en aquel local supe que todos podíamos ser diferentes si abríamos los ojos hacia un mundo que nos ofrece su perfección.

Pies descalzos sobre el campo, pelo suave ondeando al viento, un deslizar de una mano volátil, casi ingrávida, dejada llevar por el abrazo etéreo de la felicidad. Ser feliz con tan poco, con una guitarra y una voz, con unas risas nacidas del corazón y unas cuantas cervezas. Joder, qué perfecto. En aquellas horas apoyé la cabeza en la pared a mi espalda y cerré los ojos, mientras el altavoz aumentaba la intensidad de las canciones. En mis momentos nostálgicos enciendo mi equipo y me pongo jazz, baladas melódicas o simplemente música indie que unos pocos habrán escuchado por el fantástico boca a boca, y me dejo llevar por sus idas y venidas, subidas y bajadas. Durante esa noche deseé que aquel momento permaneciera, se congelara en el presente, y todos pudiéramos revivirlo un millón de veces. Pero ya lo dijo la canción, el presente continúa y ello es lo que lo hace perfecto. Un mensaje tan simple como puede ser la forma de vivir la vida recorriendo una calle embaldosada con millones de sueños que alcanzar, y una mochila destrozada con unos cuantos papeles garabateados a la espalda.

lunes, 25 de febrero de 2013

Choke

No sé qué es exactamente lo que me retiene en la cama por las mañanas, esa fuerza incontrolable, imprevisible, irrefrenable, que durante un instante te ahoga.

Lo piensas, y todo se nubla. El mundo parece oscurecerse bajo un manto de irracionalidad, bajo una frustración palpable. Las manos te tiemblan, los ojos se difuminan. Jamás supe controlar esas situaciones hasta que ocurren, hasta que te acogen de manera lenta, suave, hacia la oscuridad.

Lo asocio a la oscuridad, al tormento que supone no poder pensar. Permanecer tumbado en el suelo sin querer escuchar nada. Odias todo, odias el ruido del ordenador, odias el ruido que hace la persona de al lado con su mera presencia. Lo odias absolutamente todo, incluido a ti mismo.

Y no hago más que pensar que soy un maldito monstruo que intenta hacer las típicas cosas de una persona normal. Que cuando se distrae lo hace todo como le sale por naturaleza, mal, horrible, del revés. Y te quedas como un puto pasmarote mirándote desde fuera y dándote pena por lo estúpido que puedes llegar a ser.

La gente que te conoce te mira con desconcierto, confusos ante esa situación que nadie es capaz de prever. Simplemente estás así, tu antiyo, tu pesadilla. No saber qué hacer con tu vida, creerte solo en un mundo que no está hecho para los débiles, para los que no saben qué hacer cuando no hay alguien al lado. Tu vida se fundamenta en una soledad ficticia, pero lo cierto es que siempre has conseguido tener a alguien a tu lado.

E incluso cuando lo tienes, temes sentirte solo. Pueden pasar meses hasta que te des cuenta, pero cuando llega, como siempre te pasa, te retuerces solo bajo la autotortura. Con la razón la naturaleza nos dio la ponzoña de nuestra muerte; la provocada, la que te consume mucho antes de que tu corazón deje de latir, la que te deja medio asfixiado en la cama, con los ojos llorosos sin explicación… simplemente absurdo.

Lo intento explicar, y se desmorona. Termino siendo como el resto, nunca saldrás por encima del resto. Joder, joder, joder joder. No puedo más, todo esto parece un puto chiste. Parezco uno de esos desequilibrados que terminan dando vueltas en una habitación sin esquinas. Parezco un demente, alienado al haber descubierto el absurdo. Parezco todo aquello que temo llegar realmente a ser.

martes, 12 de febrero de 2013

Tiempo prescindible

Y ahora, el sol brilla, refulgiendo en la superficie expuesta de las hojas. El mundo continúa bajo el amparo de un suave cielo azul, claro, completamente despejado. La vida continúa aun cuando una mísera persona de un millón acentúa lo contrario.

Detrás de todo este rollo existencialista, hay veces que pienso lo que nos depara el tiempo. Destino… fe de los ignorantes. Simplemente no creo algo tan sencillo, algo tan resumible en una frase. Será lo que te depare el destino. A la mierda la ignorancia. Hoy alzo mis brazos ante el eterno interrogante que conforma mi vida.

Del mismo modo que puedo llegar a ser un monstruo, el mundo me ofrece la capacidad de ser lo contrario. Miles de tomos se han escrito ya acerca de las dos mismas facetas, la que te hace la vida más fácil y la que te explica lo contrario. Si bien no somos ni una millonésima parte de lo que nuestro cuerpo nos ofrece ser, nos obcecamos en absurdos conceptos de la mano del hombre. Creamos las máquinas que nos vigilan y construimos la sociedad que nos limita. Porque hay videojuegos en los que se me presentan tantos caminos que me agobia pensar que no los puedo recorrer todos, y me quedo al inicio. No se puede decidir todo de una vez para continuar el resto de nuestras vidas con esa determinación, si realmente quieres vivirlo todo. Siempre quedará vestigio de lo que fuiste ayer, lo que viviste hace años. Nunca será igual que ayer.

Tal vez mejor, o peor. Ese es el interrogante al que me ofrezco. Somos un conjunto de circunstancias que se entremezclan maliciosamente ante la perspectiva de la ignorancia de las víctimas, los cócteles cuyas experimentaciones hacen colores completamente diferentes en su esencia. Nunca se podrá repetir algo igual que antes, y nos torturamos con la idea de poder controlar la aleatoriedad con la estadística. A veces me pregunto si la gente que lo hace no se cae de rodillas y piensa qué coño ha hecho con su vida sino buscarle en sentido a lo que no podremos nunca averiguar. Esa clase de personas hacen que se mueva el mundo.

Porque no estamos determinados, ni lo queremos estar, aprendemos. Más allá de lo dado, cada día descubrimos nuevos ámbitos de actuación. A pesar de nuestros errores, vigentes en muchísimas e incontables facetas de nuestra sociedad, un pequeño sector se reserva a los éxitos más que improbables, más que milagrosos. No es cosa del destino, es cosa de quien aquel día se levantó con esa esperanza, fruto de su estudio y dedicación. No es cosa de Dios, ni de las fuerzas mayores que inventamos aferrados a esperanzas banales para no enloquecer de pura insuficiencia. Es cosa de nuestras manos, nuestros latidos contados que un día quisieron cambiar el mundo. Los brazos que se alzan contra las injusticias, los científicos que se dejan la vida en salvar las de otros. Aquellos que sembraron la discordia y la guerra resultan mezclas maquiavélicas y quién sabe si voluntarias de algunos seres humanos. No nacemos ni buenos, ni malos. Somos un lienzo blanco al que se le apegan millones de situaciones circunstanciales, y nunca, nunca podremos hacer dos cuadros iguales ante idénticas situaciones. La mente de cada uno de los seres vivientes en esta Tierra es tan maravillosa como intrigante, y en esta sociedad tendemos a dar reconocimiento de manera superflua. Nunca llegaremos a saber lo que nos perdimos en la historia con tantas guerras y conflictos. Si pudo haber nacido un nuevo arte, e incluso perder el que tenemos. Porque todas aquellas personas que cambiaron el mundo lo hicieron en un conjunto de circunstancias que de otra manera no podría suceder. La vida está sometida a tanta aleatoriedad que en cualquier momento te puedes encontrar con tu auténtico yo, o simplemente tirarlo por la borda en una vida demarcada por conceptos materialistas, por situaciones completamente prescindibles, absurdas y tópicas. Tan sólo unos pocos afortunados son los que de verdad se vayan de esta existencia sabiendo que hicieron algo bueno por este mundo. Y el resto, a jodernos con hipotecas y peleándonos con nuestros hermanos por el testamento de nuestro padre muerto. Son cosas que simplemente se anteponen a conceptos más básicos de la vida, como quedarte pasmado con los ojos cerrados disfrutando de un soleado –y glacial- día de febrero con los pies descalzos en el césped. Son cosas que, por definición, caen en el absurdo.

jueves, 3 de enero de 2013

Poiné

De todas las horas que contenía el día, aquella podría llegar a ser la más inesperada de todas.

Un viento del oeste levantó una oleada de fina tierra del horizonte. Su falda desgarrada ondeaba ligeramente, sostenida por el cinturón de la mediana espada. El carcaj, sobre la espalda, estaba lleno de flechas talladas con especial atención, todas perfectas. Aquel era el día en el que nada podía ir mal.


Esperaba la orden mientras el sol amenazaba con hacer acto de apariencia. Una luz anaranjada asomaba por la colina, mientras el campamento respiraba aletargado. El resto de su clan estaba tras los bosques, esperando la orden de ataque. Ella era su señal.


Rápidamente, comenzó a bajar la colina, sorteando rocas y raíces prominentes. En apenas unos minutos estaba en el sitio planeado, especialmente elegido para no ser vista aun cuando las flechas silbaran en los oídos del comandante y sus tropas. Ahora sólo debía esperar a que ese bastardo saliera de su tienda tras haberse follado a la puta de ayer. Lentamente deslizó una flecha del carcaj hacia el pequeño soporte de sus dedos en el arco, en posición de disparo.


Aquel general había arrasado con su pueblo, con su vida. Todo aquello que alguna vez pudo planear se quemó en un crepitar constante. Toda su familia, sus amigos y el resto de la existencia arrasada por las llamas. Ahí comenzó su cólera, su grito eterno de venganza.


Para lograr su objetivo, lo mejor siempre había sido un grupo de mercenarios. Tan fácil como vienen, se van, pero son útiles para despejar el camino. Cuando quiso darse cuenta estaba en una orden de insurrectos inconformistas con la nueva política de destrucción. Y hoy, tan sólo debía cargarse al mayor cabrón de la legión, al rey de todo el maldito tablero.


Una flecha, rápida, directa a su objetivo. Más de diez años para aprender el perfeccionamiento de la técnica, junto al combate cuerpo a cuerpo y la propia defensa. Pasó de sentarse en el regazo de su madre las noches tormentosas a pasárselas en un lecho de paja afilando la espada, contando los días para que todo aquello acabara. Los hombres la tenían como uno más, parca en palabras pero directa en sus órdenes. Pronto la ascendieron a capataz del grupo, y cuando quiso darse cuenta estaba al frente de cincuenta hombres. Cincuenta espadas, una nimiedad en comparación con su objetivo, pero guiados por algo mucho más fuerte que la lealtad al superior.


Sabía que moriría en la contienda, porque esa era su guerra, y en ella vería muerto a su objetivo. Una vida en la soledad es una condena aprovechada por los mejores comandantes; los hombres que no tienen nada por lo que vivir son las perfectas espadas, los perfectos escudos y las perfectas almas que enfrentar a miles de inocentes. Ella perdió su vida entera, así que al menos debía perderla con honor. La venganza sólo conlleva más venganza, pero soñaba con el sabor de su sangre borbotando de su maldito y asqueroso cuello. Soñaba con chupar la verdadera gloria del hombre saciado.


Aquel no era su mundo, pero tampoco es el de nadie. De pequeña corría por los campos de trigo en primavera y ayudaba en las cosechas, haciendo mantequilla o cosiendo prendas viejas. Soñaba con casarse con un hombre que la hiciera feliz y con el que tuviera unos cuantos hijos. Lo más parecido habían sido unos cuantos hombres que la follaron contra la pared ignorando las cicatrices de su pecho y espalda, de sus músculos cuarteados o de su mirada fría y cargada de dolor permanente. 


Por fin, la tienda se abrió ligeramente. Una chica salió de la estancia subiéndose el vestido por completo, dejando entrever algunas marcas de violencia en los brazos y el cuello que seguramente no habían sido acordadas: “Maldito cabrón, sal de una puta vez para que pueda volarte la cabeza en una explosión de astillas”. Una vez más, la tela se sacudió hacia un lado, y salió el general, el destructor de su existencia, el creador de un alma más cegada por la ira y sed de venganza. Tensó el arco, escuchando el leve crujir de la cuerda. Recolocó la flecha mientras terminaba de tensar el brazo, moviendo el antebrazo del otro apuntando a la cabeza, siguiendo sus movimientos en dirección a las letrinas, más apartadas del resto de hombres. Era el momento en el que la seguridad era apenas un leve pestañeo de los adormilados del cambio de turno, en el que no querían molestar al superior tras su depravado y cuestionable episodio sexual. Justo cuando se preparaba para mear, soltó la flecha.


El resto fue historia. Cientos de gritos inundaron el campamento y las tropas de la joven arquera irrumpieron por sorpresa. El leve canturreo de los pájaros se sustituyó por la fuerte canción de los aceros entrechocando, los gritos ahogados y los últimos hálitos rematados por los puños de las espadas a modo de sanción espiritual. Salió de su escondrijo mientras sacaba el acero de su funda. Uno a uno sus combatientes caían en sencillos contraataques, iba preparada para algo mucho peor. Sus rivales estaban más confusos por hacer sido despertados hacía unos minutos que por la muerte de su general, y sus golpes apenas servían para su propia defensa. Ignoraba el magnicidio que se produjo casi al final de la batalla, pero tras más de treinta cadáveres en sus brazos no pudo dar el réquiem al comandante. Tal vez hubiera escapado, pero de ser así sería con un maldito tiro cerca de la clavícula gracias al imbécil que se cruzó en el momento justo. Maldijo cientos de veces mientras la contienda se inclinaba a favor de los insurrectos. Una victoria para el resto, pero no para ella.


Cuando apenas quedaban algunos cuerpos moribundos y cientos de cadáveres a lo largo y ancho del campamento, su tropa lo celebró con júbilo. La invitaron a unirse al festín, pero se limitó a coger uno de los caballos de la derrotada legión y salir trotando hacia lo más profundo de los bosques. Los árboles pasaban rápidamente, difuminados en una especie de línea continua de colores verdosos. Se sentía usurpada, tantos años planeando aquel sencillo ataque para que aquel mendigo sangrante anduviera deambulándose en algún lugar de aquel bosque. Ella se merecía escuchar sus últimas palabras mientras su corazón dejaba de latir entre sus brazos y sus ojos descansaran de aquel mundo. Ahora tan sólo estaba corriendo hacia ninguna parte buscando una pista que le podría llevar otra decena de años.


Sabía que todo aquello podía llegar a ser absurdo, pero el corazón manchado por la traición no entiende el más sencillo razonamiento. Las vidas despojadas sin algún tipo de motivo justificado comenzaron toda aquella masacre en la historia, y no parecía terminar hasta que los grandes murieran. Hasta que aquellas mentes controladoras exhalaran su último aliento ahogado por una daga clavada en la garganta, por un fuerte veneno en su copa o por una puta con otras intenciones. Tan sólo debía tener más paciencia, y seleccionar mejor sus ataques. Sería entonces cuando el mundo volvería a la paz, y cuando por fin ella podría descansar de toda aquella batalla sin fin.