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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

sábado, 19 de abril de 2014

Un marinero perdido, un viajante sin fronteras

Su respiración se ha terminado convirtiendo en un suave oleaje en una noche solitaria en la playa. Invariable, arrasa con su suave sonido el silencio vigilante. Su cuerpo queda sumido en su propio océano de paz, completa parsimonia al arbitrio de Morfeo. Sólo durante la noche somos capaces de rendirnos ante algo tan conocido como peligroso, tan inquebrantable en nuestras conciencias como inesperado en su mezcla con otros recuerdos aleatorios remanentes en nuestra imaginación, en nuestra retina transformada hasta el absurdo. Ella sin embargo, parece la sombra de un mar en absoluta calma.

Me quité las sandalias y hundí mis pies en su arena. Casi al instante me abrazó en un mullido descenso, guiándome hacia la orilla. La arena me salpicaba con cada pie que levantaba, con cada pisada que dibujaba trazos de mi presencia por aquel terreno intransitado. Estaba la superficie tan caliente como una noche de verano donde el viento sopla cantándote una melódica canción, junto con la hermosa voz de la luna como solista. Las olas dibujaban nuevas sombras en la arena, y justo cuando me tumbé a tu lado se percataron de mi presencia.

No despertaste, ni siquiera frunciste el ceño como los niños que quieren diez minutos más por las mañanas. Sabías que no iba a despertarte, y permaneciste en tu dulce ensoñación. La cama crujió ruidosamente cuando me tumbé, y me pareció que un gigante iba a destrozar el techo de la casa con semejante algarabía. Y sin embargo, tu cuerpo, de perfil, cubierto por ese fino pijama a dos piezas, seguía en su laboriosa tarea de permanecer impasivo a la luz de las estrellas.

Desnudo, en un par de zancadas me sumergí en el mar. Las aguas corrientes de las olas me hicieron paso en su trascurso, demasiado atareadas en llegar al otro lado de la orilla. Como si no fuera su asunto, me dejaban pasar, me empujaban detrás de ellas en unos cuantos toques alternos, hasta llegar a la zona sin actividad lunar. Hasta llegar a tu epicentro, hasta rodearte con mi brazo y unirme a tu respiración.
Buceé durante años hasta encontrarte, dentro de aquel inmenso mar que conforma la incertidumbre. 

Navegué por mil y una penínsulas y peñascos, islas abandonadas o pobladas por sucias putas que tan sólo querían mi afán por amar y encadenar un alma. Me sumergí en las aguas más oscuras guiado únicamente por un par de palabros tartamudeados por algún marino retirado del oficio, buscando tu luz entre la más completa inexistencia. Hasta que te encontré y te perseguí durante mil y un leguas, mil y una noches, y conseguí la efeméride de tu presencia a mi lado.

Eso me considero, un iluso soñador. Me encanta soñar que todo lo que me costó encontrarte desde aquel vistazo en el metro en esa tarde lluviosa no fue cosa del destino, sino labor de un servidor. Confiando en las coincidencias, en las probabilidades de que cogieras el mismo vagón en la misma línea a la misma hora otra tarde lluviosa. Y esa vez, tratar de hacerte mía con el valor de mis palabras y mis promesas.


Y aquí estás, mi dulce mar, mi sendero recorrido y por recorrer. Seguiré necesitando un par de mapas para surcar el intrincado recorrido desde uno de tus hombros hasta tu cadera, y desde una de tus rodillas hasta tu dedo pulgar. Mi brújula será inútil cuando me contemples bajo esos ojos centelleantes, bajo esa faz tan perfecta que me quita la respiración. Por cada uno de tus besos soy un marinero perdido, un viajante sin fronteras, un guerrero sin nada que perder. Soy la espada que sigue tus órdenes y que dará su acero por mantenerte en esta tierra. Porque mi vida sin ti perdió sentido desde que me permitiste adentrarme en tu océano y surcar la hermosa mente que conforma tu curiosidad por las antigüedades de cualquier mercadillo, las lámparas más oxidadas o los libros más decrépitos, y que en las noches de luna llena me cantas como los ángeles. Como una sirena que encontró la roca donde cantar por el resto de su vida, mientras con el paso de las olas va erosionándose, haciéndose a su forma, amándola por el hecho de ser ella. No somos más que locos sin fronteras, con un par de acantilados donde volar, lanzarnos al vacío con la única esperanza de sentir el viento en nuestra cara durante unos instantes antes de perder la conciencia y forma de ser. Somos capaces de dar nuestra cordura para no sentirnos solos en este mundo, porque cuando encuentras a tu ser en el infinito océano, eres capaz de olvidar que respiras oxígeno, y que tarde o temprano tendrás que salir a la superficie y a la aplastante realidad. 

lunes, 14 de abril de 2014

En casa de mi abuelo las judías se comen solas

En casa de mi abuelo todas las reglas que puedan haberse creado entre los comensales a lo largo de su histórica tradición, son nulas. En su casa, las reglas son dogmáticas, simples, y lo más importante, son suyas.

Las judías se comen solas. Todos permanecemos en silencio mientras masticamos y sorbemos de forma armoniosa, procurando armar el menor ruido posible, que se camufle con el  graznido repiqueteante de la radio y el zumbido del frigorífico procedente de la cocina. Yo miro mi plato, la cabeza siempre gacha. Mi abuelo preside la mesa, y al comienzo de la comida es él quien juzga la calidad de la misma con el primer bocado. Nunca está perfecta, siempre le falta sal o ha sido demasiada. El resto nunca dirá nada al respecto.

Hago demasiado ruido con los cubiertos. Cuando los dejo en el plato, chocan ruidosamente contra la vajilla haciéndome estremecer mi propio estruendo. Mi madre levanta la vista, severa, mientras avergonzado agacho aún más la cabeza hasta rozarme el pecho con la barbilla y las judías se vuelven enormes a mi parecer. Me siento avergonzado por mis pesadas manos, por lo sucias que tengo las uñas de haber intentado cazar ranas durante toda la mañana en el río que hay a un par de kilómetros de la casa, y por lo incompetente que llego a ser al no poder ser capaz de coger los cubiertos como un hombre. Y todos continuamos comiendo.

La radio farfulla propaganda política de la guerra. De vez en cuando, mi estólido abuelo gruñe algún que otro sonido reprobatorio y el resto responde con aquiescencia. Pienso que el silencio de mi padre es por puro respeto, y sueño con que un día le espete que todo lo que está viviendo el país es por culpa de gente toscamente engañada como él, por ser víctimas de un auténtico juego de borregos. Sueño, porque la comida nunca trasciende más allá de alguna interrogativa directa sobre si le pasan la sal o si le acercan una servilleta. Y poco a poco, con los días todo trasciende a algo mucho mayor.

Los bosques que hay cerca de mi casa ya no son tan tranquilos. Las grandes superficies de hierba ahora 
están surcadas por enormes huellas de neumáticos de los automóviles de los militares. Las ranas ya no salen a croar por la mañana, y de nada sirve que controle cada uno de mis pasos para hacer el menor ruido al pisar las plantas cerca de la rivera. Cuando llevo más de media hora agazapado entre un montón de juncos, justo cuando las ranas asoman la cabeza de nuevo, algún que otro camión cargado de gente me vuelve a espantar a todas mis futuras compañeras de verano. Ya ni me acuerdo del tacto de esa superficie gelatinosa que conforma su piel anfibia, ni esa forma tan alterada de mover su cuerpo al producir oxígeno. Ahora las nubes quedan oscurecidas por el turbio humo que sueltan los tubos de escape de la dictadura. Ahora el mundo se echa a dormir durante la opresión.

Como niño, mis preguntas son bastante simples. Por qué un día un grupo de señores quisieron hacerse con el poder a costa del resto del país. Por qué nosotros, simples habitantes de un pueblo alejado del mundo, tenemos que sufrir sus consecuencias. Por qué cada vez que vamos a casa de mis abuelos nos paran un millón de controles y miran a los asientos de atrás y al maletero con desconfianza. Por qué no me dejan tener unos días a una rana en un bote con un par de moscas y unos agujeritos en la tapa si luego la voy a soltar de nuevo en el río. Por qué mi madre ya no sonríe, y mi padre no hace más que leer el periódico y decirme cosas como que sentía que viviera en este mundo tan triste. Y por qué tengo la sensación de que todo esto no es más que el principio de un absoluto caos injustificado.

El viejo puente del pueblo que da a la parte derruida de los antiguos edificios abandonados apenas lo transitamos un par de niños aburridos después de comer, y todos nos sentamos a formularnos estas preguntas los unos a los otros esperando que los padres de alguno las hayan respondido, que la radio haya dicho algo más que esas frases repetitivas, o que los periódicos ofrezcan algo que podamos entender. Seguimos jugando hasta caer muertos del cansancio y de la risa, pero tenemos que irnos antes de que caiga el sol. Las noches de verano ahora las transito en mi cama mirando por la ventana cómo los gatos empiezan su jornada habitual. Otras noches he conseguido hacerme con el periódico de encima de la mesa del comedor e intento aplicar mis pocos conocimientos de lectura sobre los titulares encima de las fotos en blanco y negro, pero no entiendo absolutamente nada y todo es confusión en un mar de tinta. Es inútil tratar de entender cuando nadie quiere que lo concibas. Supongo que lo hacen por protegerme, por tratar de no preocuparme acerca de todo esto que parece ir tan mal.


Los días pasan y se vuelven más grises, y las comidas en la casa de mis abuelos siguen siempre las mismas reglas. Ahora hay menos judías, y la radio está más alta que otras veces. Todos se miran los unos a los otros inquietos, mientras yo miro a mi plato empecinado en sacar algo más de las grecas dibujadas en la vajilla aparte de unas flores en patrón. Porque en casa de mi abuelo no puedo mirar a nadie ni hacer ruido con los cubiertos. Porque hasta que no sea un chico mayor, las cosas no serán de otra forma.

viernes, 11 de abril de 2014

Época de simple ausencia

Tercera vez que borro un par de párrafos escritos hace apenas unos segundos. Hoy es de esos días que no escribo más que mierda.

Ese tópico del escritor frustrado, creo que se debe a lo mismo que a la falta de inspiración que puede sufrir un pintor cuando se le encarga el retrato más sobrio de la historia, o un músico cuando se le pide componer una cancioncilla para el bautizo de su primo el tonto del culo. Porque no le da la gana a su musa despertarse para semejante mierda. Y si te encargan un libro, porque no le sale de las pelotas ponerse a escribir sin sentir el tema con todo su ser.

El ser humano se guía por determinaciones, impulsos que él mismo va dibujando en el fondo de su alma y que de manera inconsciente terminan floreciendo un día totalmente aleatorio. Curiosamente -y eso es de lo que más me fascina de la mente humana- en los momentos más inoportunos es cuando la musa se despierta y, perezosa, acaricia tu mentón susurrándote bonitas palabras y temas auténticos para escribir. Justo, cuando tú no tienes tiempo para ella.

Y si la despiertas cuando está dormida, se enfada. Se arrebulla y gime algún que otro insulto o frase de prórroga. Porque no le da la gana, las cosas no funcionan así en tu mente. No es una fuente interminable y tampoco va a salir cuando tú quieras.

Cuando me refiero a lo inoportuna que puede ser, me refiero concretamente a situaciones cotidianas donde suelo estar rodeado de gente. En el Metro, en el autobús, cruzando la calle, rodeado de mi familia, en cualquier situación donde pertinentemente no tengo un teclado donde plasmarlo. Y me limito a posponerlo, a guardarlo en un cajón temporal en mi mente y prometerme que saldrá tan bien, tan espléndido como me lo dijo mi hermosa musa en ese momento.

Pero la muy puta no soporta que la pospongan. Es orgullosa, reticente y tan sólo quiere ser objeto de tu admiración. Si no estás en aquel instante en el que te mira de esa manera, de “vamos a escribir algo tan bueno que ni lo reconocerás cuando lo leas en un tiempo”, quiere que te arrodilles desesperado y cojas cada una de las palabras que salen de sus labios dibujados por un pincel tan suave que apenas se ve una correcta transición con su piel. Si estás acostado, tumbado en la cama mirando a la nada, quiere que la mires en la oscuridad y materialices sus susurros, y si estás en el Metro cansado del día que has tenido, quiere que susurres en bajo mientras te pones a escribir como un auténtico psicópata mientras las paradas se difuminan entre fuertes sonidos de máquina parlante. Es tan suya, como lo anómalo que tú puedes llegar a ser.


Mis maravillosos tópicos, objeto de tantos escritos a lo largo de un conglomerado de años, son siempre los mismos. Hombres atormentados, mujeres tan hermosas de cuerpo y espíritu como inalcanzables, etéreas y desfragmentadas en la oscuridad, una sociedad tan destruida que tan sólo quedan gritos ahogados en la soledad, un mundo que se derrumba con cada ignorante que suelta un tópico más en los medios de comunicación, un texto que surge de situaciones tan absurdas como mirar a la ventana en una mañana demasiado silenciosa y toda una serie numerada de situaciones de las que nunca he llegado a trascender. Tal vez sea por mi pesimismo actual, porque a todo el mundo le habrá dado por mostrar su alegría de vivir entre botellas y sonrisas opacas, o porque simplemente hoy estoy cansada de mi forma de escribir. Mi musa yace dormida entre los cojines, su silueta se dibuja entre los parpadeos de la luz sacudida por la noche. Ahora me uniré a ella, abrazándole por la espalda y acompasándome a su respiración. Seguramente me gruña que no quiere escribir, pero hoy no me ha hecho falta para hablar de lo mucho que extraño su íntima compañía.