Su respiración
se ha terminado convirtiendo en un suave oleaje en una noche solitaria en la
playa. Invariable, arrasa con su suave sonido el silencio vigilante. Su cuerpo
queda sumido en su propio océano de paz, completa parsimonia al arbitrio de
Morfeo. Sólo durante la noche somos capaces de rendirnos
ante algo tan conocido como peligroso, tan inquebrantable en nuestras
conciencias como inesperado en su mezcla con otros recuerdos aleatorios
remanentes en nuestra imaginación, en nuestra retina transformada hasta el
absurdo. Ella sin embargo, parece la sombra de un mar en absoluta calma.
Me quité
las sandalias y hundí mis pies en su arena. Casi al instante me
abrazó en un mullido descenso, guiándome
hacia la orilla. La arena me salpicaba con cada pie que levantaba, con cada
pisada que dibujaba trazos de mi presencia por aquel terreno intransitado.
Estaba la superficie tan caliente como una noche de verano donde el viento
sopla cantándote una melódica canción, junto con la hermosa voz de la luna como
solista. Las olas dibujaban nuevas sombras en la arena, y justo cuando me tumbé
a tu lado se percataron de mi presencia.
No despertaste, ni siquiera
frunciste el ceño como los niños que quieren diez minutos más
por las mañanas. Sabías que no iba a despertarte,
y permaneciste en tu dulce ensoñación. La cama crujió
ruidosamente cuando me tumbé, y me pareció que un gigante iba a
destrozar el techo de la casa con semejante algarabía.
Y sin embargo, tu cuerpo, de perfil, cubierto por ese fino pijama a dos piezas,
seguía en su laboriosa tarea de permanecer impasivo
a la luz de las estrellas.
Desnudo, en un par de
zancadas me sumergí en el mar. Las aguas corrientes de las olas me
hicieron paso en su trascurso, demasiado atareadas en llegar al otro lado de la
orilla. Como si no fuera su asunto, me dejaban pasar, me empujaban detrás
de ellas en unos cuantos toques alternos, hasta llegar a la zona sin actividad
lunar. Hasta llegar a tu epicentro, hasta rodearte con mi brazo y unirme a tu
respiración.
Buceé
durante años hasta encontrarte, dentro de aquel inmenso
mar que conforma la incertidumbre.
Navegué por mil y una penínsulas
y peñascos, islas abandonadas o pobladas por sucias
putas que tan sólo querían mi afán
por amar y encadenar un alma. Me sumergí en las aguas más
oscuras guiado únicamente por un par de palabros tartamudeados
por algún marino retirado del oficio, buscando tu luz
entre la más completa inexistencia. Hasta que te encontré
y te perseguí durante mil y un leguas, mil y una noches, y
conseguí la efeméride de tu presencia a mi
lado.
Eso me considero, un iluso soñador.
Me encanta soñar que todo lo que me costó
encontrarte desde aquel vistazo en el metro en esa tarde lluviosa no fue cosa
del destino, sino labor de un servidor. Confiando en las coincidencias, en las
probabilidades de que cogieras el mismo vagón en la misma línea
a la misma hora otra tarde lluviosa. Y esa vez, tratar de hacerte mía
con el valor de mis palabras y mis promesas.
Y aquí
estás, mi dulce mar, mi sendero recorrido y por
recorrer. Seguiré necesitando un par de mapas para surcar el
intrincado recorrido desde uno de tus hombros hasta tu cadera, y desde una de
tus rodillas hasta tu dedo pulgar. Mi brújula será
inútil cuando me contemples bajo esos ojos centelleantes,
bajo esa faz tan perfecta que me quita la respiración.
Por cada uno de tus besos soy un marinero perdido, un viajante sin fronteras,
un guerrero sin nada que perder. Soy la espada que sigue tus órdenes
y que dará su acero por mantenerte en esta tierra. Porque
mi vida sin ti perdió sentido desde que me permitiste adentrarme en
tu océano y surcar la hermosa mente que conforma tu
curiosidad por las antigüedades de cualquier mercadillo, las lámparas
más oxidadas o los libros más
decrépitos, y que en las noches de luna llena me
cantas como los ángeles. Como una sirena que encontró
la roca donde cantar por el resto de su vida, mientras con el paso de las olas
va erosionándose, haciéndose a su forma, amándola
por el hecho de ser ella. No somos más que locos sin fronteras,
con un par de acantilados donde volar, lanzarnos al vacío
con la única esperanza de sentir el viento en nuestra
cara durante unos instantes antes de perder la conciencia y forma de ser. Somos
capaces de dar nuestra cordura para no sentirnos solos en este mundo, porque
cuando encuentras a tu ser en el infinito océano, eres capaz de olvidar
que respiras oxígeno, y que tarde o temprano tendrás
que salir a la superficie y a la aplastante realidad.