Se trataba de una fría
noche de Marzo en las que estás medio congelado-medio inconforme con los
sofocantes espacios interiores, así que cuando entramos empezó a cargarse el
ambiente. Un ligero murmullo inglés llegaba a nuestros oídos como si
estuviéramos en un viejo bar londinense. Por qué no, me sentía especial.
Tras la típica licencia
que se conceden los artistas e ignorando (o más bien desoyendo) nuestras
mermantes posibilidades de volver a casa en metro con el trascurso de aquellos
valiosos minutos, nos sentamos en una serie de sillas de madera a lo jardín
rústico. El escenario estaba dividido en digamos tres sectores polivalentes,
todos ellos rondando el entorno acústico. Las paredes hacían honor al nombre
del establecimiento, con una serie de cuadros con fotos de gente de todo el
mundo, máscaras tribales y un busto de gran león tallado con la boca
semiabierta y con cara más de sorpresa que de verdadera defensa, todo ello
sufragado con un cálido color violeta, o rojo, o lo que las luces me daban a
entender. Un lugar que respiraba su pequeña historia.
Los músicos se sentaron,
guitarras y percusión en mano. Mi amiga iba descalza, y la naturalidad de sus
movimientos daba a entender que se sentía como en su casa. Posiblemente estaría
más nerviosa que ninguno de nosotros, pero esa es la magia de las luces y un
escenario, que el resto nunca nos llegaremos a enterar. Saludó tímidamente,
como el discurso del hombre que no sabe qué decir en una boda o la reunión que
nunca llega a terminar y de ahí deben salir propuestas, y comenzaron a tocar.
Sabía que mi amiga tenía
talento para la música como puede tenerlo cualquier otra voz bonita de esta
Tierra, y no tenía ninguna duda cuando empezó a cantar, pero en apenas cinco
segundos sabía que ella tenía algo que millones de cantantes en el mundo no
llegarían a tener. La capacidad de sumergirte en la música, dejarte llevar por
la melodía que arranca tus latidos con su compás, con su tempo te dispara hacia
lo más alto de tu mente y te deja flotar, subir y bajar en su eterna
ingravidez. Tal vez fuera por el hecho de tenerla a apenas tres metros de
distancia o incluso el hecho de que todos estuviéramos dispuestos como un
pequeño grupo de amigos escuchando a una de los nuestros, pero la piel se me
puso de gallina y empecé a vivir uno de esos episodios que nunca terminarán por
olvidarse.
Y su voz trasgredía lo
normal con cada verso, con cada palabra perfectamente consabida y adaptada al
momento. Durante aquellas horas me imaginé tantos escenarios acompañados de su
voz, guitarra y percusión que asustaba que hubiera pasado tanto tiempo, y todos
estuviéramos igual de embobados. Ya no sólo la música, sino lo que verdaderamente
hace a un músico, es el espíritu con el que la abraza y la amolda a su alma, a
su vida, a él mismo.
Porque no hay dos
canciones iguales, y nunca se pretendió lo contrario, la mayoría fueron temas
propios. Canciones cuyas letras (en un inglés más que perfecto, bendito inglés)
idolatraban un mundo existente, cuyas horas transcurrían para todos y cada uno
de nosotros, y que había que vivirlo. Un mensaje tan optimista que aun hoy por
la mañana con un sobrio café y tras una noche con sus melodías en la cabeza no
soy capaz de expresar. Puede que simplemente Frances fuera feliz, o en cambio
tuviera una especie de gafas mágicas con las que ver el lado bueno de cada uno
de los acontecimientos que nos rodean; la vida pasa de una determinada manera y
nosotros somos los que andamos nuestro camino, no podemos dejar la decisión al
simple paso del tiempo y dar a entender que no es nuestra voluntad, porque ello
significa del mismo modo que te has decidido a pararte en medio de la carretera.
La existencia es algo de lo que no nos damos cuenta que terminará hasta que
realmente ocurra, y entonces problemas que se nos hicieron ingentes se nos
antojarán nimiedades que frenaron nuestros sueños. Los sueños que tenemos que
perseguir más que conservar en un tarrito de cristal para que no se marchiten,
los sueños que van marcando nuestras metas. La vida puede ofrecer tantas cosas
que nosotros mismos nunca llegamos a imaginar lo que nuestras manos y nuestros
pies pueden hacer con nuestras ambiciones.
Pies descalzos, un viaje
a ninguna parte, un bote en medio de la inexistencia y unos padres
desaparecidos en el silencio. Miles de historias acudían a mi cabeza mientras
mi amiga se iba haciendo a su propia atmósfera, dejándose llevar como las
antiguas ninfas por los bosques sagrados. Movimientos tan fluidos, una risa
simplemente adorable y una actitud tan propia de ella, tan innata a su cara que
el hecho de no sonreír sería lo realmente extraño en su expresión.
Tampoco es que pueda
decir que nuestra amistad se remonta a tiempos inmemoriales donde la vida era
más fácil y nuestra relación pura, ni tampoco sabemos nuestras vidas de modo
trascendental y magníficamente profundo. Au
contraire, de camino al bar venía pensando que no la había visto en dos
años, y que su imagen perduraba en mi memoria como aquella chica confiada en su
sueño y realmente dispuesta a darlo todo por conseguirlo; envidiable, y lo digo
en serio, porque nunca seré capaz de tirar el café y dedicarme a lo que
realmente deja mis manos a su hacer hasta caer exhausta de vocablos y
estructuras interminables.
Siempre pensé que un alma
atormentada era la mejor musa de todo artista, y ello lo he podido comprobar
por mi propia experiencia con historias desgarradoras que te arrancan los
mejores párrafos. Ayer, sin embargo, el mensaje era distinto, fantástico,
prácticamente perfecto. Un ambiente sufragado en una intensidad personal,
meticulosa y envuelta en un aura de auténtica sencillez. La vida se resume a
este tipo de canciones, de versos y estrofas paralelísticas cuya repetición
hace que te lo pienses dos veces. Con los pies en la tierra, anda tu camino,
sigue tu vida.
Y todo ello con mensaje
reivindicatorio, trascendiendo lo meramente anecdótico. Una cantante chilena
con una voluntad profunda de cambio, una canción inglesa sobre una auténtica
revolución, tres almas que confluyen en ese espíritu de hacer algo con sus
canciones. La esperanza pervive, y por un momento pude llegar a sentirme como
en aquellos bares clausurados de los tiempos más represores de la historia.
Sin embargo, hoy también
tenemos nuestra libertad limitada; las propias medidas de seguridad o simple
generalización de gustos nos obligan a tomar decisiones en nuestra vida no tan
adecuadas a nuestras preferencias; estudiar, sacar una nota, buscar un trabajo,
una hipoteca, unas cuantas letras de un coche, unos niños que te pervirtieron
el resto de padres capullos y desconsiderados, una mujer que perdió la pasión
por ti hace años. Somos capaces de hacer lo que queramos, y aun así muchas
veces nos condenamos a lo que hace el resto del mundo. Aquella noche en aquel
local supe que todos podíamos ser diferentes si abríamos los ojos hacia un
mundo que nos ofrece su perfección.
Pies descalzos sobre el
campo, pelo suave ondeando al viento, un deslizar de una mano volátil, casi
ingrávida, dejada llevar por el abrazo etéreo de la felicidad. Ser feliz con
tan poco, con una guitarra y una voz, con unas risas nacidas del corazón y unas cuantas
cervezas. Joder, qué perfecto. En aquellas horas apoyé la cabeza en la pared a
mi espalda y cerré los ojos, mientras el altavoz aumentaba la intensidad de las
canciones. En mis momentos nostálgicos enciendo mi equipo y me pongo jazz, baladas
melódicas o simplemente música indie que unos pocos habrán escuchado por el
fantástico boca a boca, y me dejo llevar por sus idas y venidas, subidas y bajadas. Durante esa noche deseé que aquel momento
permaneciera, se congelara en el presente, y todos pudiéramos revivirlo un
millón de veces. Pero ya lo dijo la canción, el presente continúa y ello es lo
que lo hace perfecto. Un mensaje tan simple como puede ser la forma de vivir la
vida recorriendo una calle embaldosada con millones de sueños que alcanzar, y una mochila destrozada con unos cuantos papeles garabateados a la espalda.
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