-

Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

lunes, 16 de octubre de 2017

La asquerosa mediocridad de ser normal

Un día como otro cualquiera, de esos en los que el cielo echa a todas las nubes y acampa a sus anchas, estaba en mi cuarto leyendo un libro. Por aquella época, me gustaban los libros gigantes, esos que nunca acaban. De vez en cuando, paraba de leer y cerraba el libro dejando mi dedo atrapado entre las páginas, tan sólo para ver cuánto me quedaba para acabar, y angustiarme con la idea de que la historia tenía los días contados. En ese momento, estaría leyendo un libro de mundos increíbles y personajes inimaginables por mi pequeña mente, cuando de repente ella entró.

Si pudiera definirla de alguna manera, creo que sería alta y fuerte, con el pelo alborotado y la mirada de fuego. De movimientos felinos y la vista fija, atravesándome por completo como si fuera transparente. Parecía que vino de paso, que mi cuarto era uno más para llegar a su verdadero objetivo, pero sacó una silla y se sentó a mi lado. Se quedó mirándome, curiosa y molesta por mi absurda tranquilidad, y empezó a hablarme.

“¿Qué haces aquí tan sola?” susurró con una voz extrañamente melódica.

“Leer” respondí tajantemente. Yo por aquella época no es que fuera muy habladora, más allá del mensaje que quería comunicar no trascendía demasiado de la mano de la retórica.

Se quedó callada unos instantes, en los que parecía pensar la siguiente frase con cautela.

“¿Sabes qué están haciendo el resto de tus amigos?” preguntó.

Se referiría a mis amigos del colegio, la clásica piña de clase de gente de todo tipo.

“No. Tampoco es que me interese” repuse sin interés alguno, intentando volver a mi historia sin apartar la mirada de la página en la que me había quedado, leyendo una y otra vez la misma frase.

“¿Nunca te has planteado si tú eres mejor que ellos?” dijo lentamente, saboreando cada palabra, estudiando cada uno de los músculos que conformaban mi expresión.

En ese momento levanté la mirada del libro, y observé a mi nueva interlocutora.

“¿Por qué me iba a plantear eso?”

Justo después de decir la última sílaba, se me acercó rápidamente, dejando su nariz pegada a la mía hasta tal punto que pude sentir su aliento apestando a ceniza.

“Porque sabes que eres mejor”

Y así fue como empezó la historia que acabó en la asquerosa mediocridad.

Aquella musa que una vez entró en mi habitación, nunca se fue. Poco tiempo después, vino de la mano de la ambición, su jodida compañera de brazos largos y palabras de terciopelo. Qué mala pareja hacen, joder, me puedo pasar días enteros viéndolas pelearse y comiéndome la cabeza, que no me cansan, es una de las drogas más potentes de este maldito mundo.

El problema viene cuando la historia acaba tal y como se llamaba esta mierda de escrito, en absoluta mediocridad. Cuando te das cuenta de que, por mucho que te esfuerces, por mucho que mires al mundo y una calificación o un título te respalde, no eres el mejor. Y nunca lo serás. Y te quedas con tu cara de imbécil esperando que el mundo rectifique y te dé un beso en la frente. De ahí en adelante, es cuando tienes que decidir qué hacer: si levantarte de nuevo y contraatacar, o buscarte una explicación que te aplaque durante un par de meses hasta que vuelvan a pincharte las dos musas de turno.

A día de hoy, no sabría decir cuál es la mejor solución, ya que he probado ambas y sigo igual de jodida tirada en el sillón después de cada una de ellas.

No está bien señalar a culpables, pero hace unos años, cuando era más pequeña y miraba con ojos muy abiertos desde casi el suelo, me hicieron unas alas de cera. Eran preciosas, enormes y con mil detalles fabricados con cera de expectativas, de sueños, de esperanzas. Eran tan grandes y tan bonitas, que creo que me rompieron el espinazo.

Supongo que no estaba hecha para eso.



lunes, 25 de septiembre de 2017

She needed a hero...

De un segundo a otro, la luz irrumpe súbitamente en mi mente.

Es muy probable que el sol entrara silenciosamente a través de la ventana, una rendija tras otra de la persiana a medio cerrar, acariciando cada elemento que iluminaba con el tenue amanecer de fin de semana. Minuto tras minuto, la estancia se iría encendiendo gradualmente en un tono anaranjado, como un susurro apenas audible. Sin embargo, mis pulmones piden una fuerte inspiración mientras abro los ojos al instante, volviendo de la tranquilidad nocturna que logró asentar la oscuridad.

Me incorporo y noto el cuerpo entumecido, como si hubieran pasado siglos y despertara tras una paliza mortal. Poco a poco recupero la sensación en brazos y piernas que me recibieron con un hormigueo generalizado, pudiendo al final abrir y cerrar las manos en un puño. Aquellas manos, casi irreconocibles. Aquella vida dejada atrás.

Ha pasado tiempo, quizás mucho, o quizás no el suficiente. Miles de imágenes recorren mi mente en el momento en el que me pongo a recordar. Tantas experiencias, tantos episodios tan breves como intensos, tantos ojos y miradas cargadas de mensajes sin transmitir. Tantas cicatrices asomando por la ropa que jamás verán el sol.

Hubo una vez que caí a un agujero del que no veía final. Hubo una vez que tuve miedo de la soledad, que se cernía sobre mí sin poder hacerle frente. Hubo una vez en que la vida me dio un empujón y me ofreció una espada. Y hubo una vez que la cogí y aprendí a usarla, torpemente, para abrirme paso entre la oscuridad.

En el fondo, en el puto fondo de mi corazón, agradezco lo que he vivido. Todo aquel sufrimiento y soledad que se fueron acumulando como un enorme riesgo al que me exponía dejando abiertas las defensas más básicas del ser humano. Una enorme hostia que me dijo que la vida no siempre es como uno desea y que hay que saber coger un escudo y clavar los pies en la tierra para ofrecer resistencia. Una enorme hostia que, no sólo requirió defensa, sino un ataque brutal que rompió mis esquemas de vida.

Hace un año el sol del sábado por la mañana me daban ganas de acurrucarme en la cama y llorar hasta que los ojos me ardieran, suplicando que todo aquello fuera una puta pesadilla. El estruendo de las paredes cayendo y de mi vida derrumbándose no me dejaba dormir. Tan sólo pensaba en que me llamaría, y traería de nuevo el orden a mi vida cayendo al abismo. Luego el dolor se convirtió en odio, en una fuerte oscuridad que me espesó la sangre y me hizo vivir día tras día y que tiñó mi mirada de ahí en adelante. Un año después, no deja de ser más que una cicatriz; terriblemente fea, pero una cicatriz, un episodio más del libro de doscientas páginas que debe ser mi vida actualmente.

Igual son demasiadas páginas, estaré exagerando de nuevo.

So that’s what she became

domingo, 25 de junio de 2017

Fast Car

Un día de verano, de aquellos en los que el sol, en su puro afán de protagonismo, inunda las calles y aceras, haciendo imposible la vida normal a cielo descubierto, pasé una tarde más con mi amiga en su piscina, hablando de nuestras simplezas y trivialidades que por aquel entonces nos parecían importantes, riéndonos sin preocupaciones y dejando que las horas transcurrieran sin mayor trascendencia. En aquella piscina, me llegué a pasar horas completas flotando boca arriba, dejando mi cuerpo suspendido en el agua a la merced de las suaves corrientes que creaba el viento con tenues suspiros. En esos momentos, el sonido se aislaba, para llegar a oírse únicamente mi respiración y el ruido blanco que hace el vinilo cuando se acaba la canción. En aquellos momentos, cerraba los ojos, y simplemente me dejaba llevar.

Ayer bajé al sótano que tengo en el corazón. La luz estaba fundida y la escalera parecía a punto de caerse, como si hubieran transcurrido años desde que un alma transitara aquellos pasillos. Tras muchos pasillos enmarcados con puertas cerradas a cal y canto, llegué al final de la estancia, en la que había un montón de armarios y muebles destrozados puestos a modo de barricada que escondía lo que era algo más. Uno a uno, fui apartando cada construcción de madera, como si nada de aquello me fuera propio de algún momento de mi vida, hasta que llegué a una puerta. Esta estaba atravesada de forma errática con tablones de madera clavados en la pared, como si la persona encargada tuviera prisa y estuviera aplicando medidas de emergencia para asegurar su interior. Algunos de estos tablones tenían manchas de sangre con la forma de una mano en su superficie, justo donde tuvo que apoyarlas para clavarlos en la pared. Cogí mi hacha, que había traído para aquel momento, y empecé a golpear, intentando arranchar los tablones de la puerta, uno tras otro, con la mirada fija y la mente en otra parte. Finalmente, se descubrió la puerta desnuda, con una peculiaridad que la diferenciaba del resto y que justificaba su brutal manera de ser cerrada. Aquella puerta no tenía cerradura.

Respiré hondo, puse una mano donde debía estar el pomo, y empujé levemente la puerta, descubriéndose una estancia sumida en la parcial oscuridad. Anduve unos pasos, silenciosa, y vi un sillón verde, grande, con orejas gigantescas que abrigaban a su huésped de la tenue luz de una chimenea reducida a ascuas. Me asomé por una de las orejas, y ahí la vi, acurrucada, con las manos ensangrentadas y la mirada fija en el abismo, como una canción rayada hasta la saciedad. Mi pobrecita oscuridad.

Dejé el hacha en el suelo, y me arrodillé para poder tenerla a la altura de los ojos. Acaricié su mejilla, y lentamente subió la mirada hasta encontrarme. Le susurré un par de palabras, mientras pasaba mi mano por su cara con ternura. Le di un beso, y la cogí de la mano, invitándola a levantarse. Ella no rechistó, sino que dejó todo lo que tenía y miró hacia la puerta, en parte ansiosa por salir, en parte asustada por dejar lo que ya conocía. Cuando estábamos delante de la puerta, surgió una cerradura hecha con retales de recuerdos olvidados. Fue entonces, cuando juntas, cerramos aquella puerta desvencijada con llave.


Una noche de verano, de aquellas en las que el sol firma una tregua con la luna, sentía el viento pasar a través de mi cuerpo, dejando una estela detrás de mí a medida que se iban dibujando los kilómetros. El paisaje pasaba ante mis ojos en una rápida secuencia, como un escenario emborronado en el que sólo llegas a avistar grandes pegotes de colores oscuros cual pintura impresionista de un anochecer. Una luz tras otra, un coche tras otro, una ráfaga secuencial y una sombra atada a mi pie, que no paraba de moverse intentando escapar tras cada nuevo foco de luz. Y ahí estaba, una vez más, dejándome llevar, con una tranquilidad intrínseca impropia de mí, como si el mundo simplemente me hubiera dejado de importar por unos instantes, y tan sólo fuéramos dos personas y una carretera.

domingo, 21 de mayo de 2017

Nemo

La luz del atardecer atravesaba las ventanas del tren, una tras otra, a medida que este surcaba los raíles en un constante traqueteo. A mis propios pensamientos, el tiempo pasó en un efímero lapso hasta tal punto que cuando me quise dar cuenta ya estaba a la mitad de mi trayecto. Decenas de personas habían subido y bajado del vagón, y todas las caras sentadas a mi alrededor eran nuevas. Dediqué unos segundos a escanear rápidamente a los viajantes, hasta que te vi.

Estabas sentada en uno de esos asientos enfrentados de dos a dos, en el lado de la ventana, leyendo un libro gigantesco de tapa blanda y papel reciclado. Inconscientemente, acariciabas la esquina de la siguiente página a medida que leías la anterior para preparar la transición cuanto antes y que fuera apenas perceptible en la lectura. Estabas seria, con esa tranquila expresión que tienes por defecto y que ya la había olvidado. Los mechones de tu pelo refulgían de forma irregular con el brillo del sol del ocaso, en un color que nunca te vi, que nunca te atreviste a adoptar cuando estuvimos juntos, y que imagino que decidiste ponértelo en un grito de necesidad de controlar algo en tu vida. Miles de pensamientos pasaron por mi cabeza en ese momento: qué será de tu vida, qué fue de tus estudios, dónde estás trabajando ahora, qué tal está tu familia, tus amigos… y qué tal estás tú.

No sé si fue ese sexto sentido del que hablan, pero apenas transcurridos unos segundos desde que te vi, levantaste la mirada de tu lectura y el corazón me dio un vuelco. A pesar de estar a varios metros el uno del otro, tus ojos reflejaron la tenue luz del vagón en un azul intenso, magnificado en contraste con la oscuridad de tu pelo. Aquella cara que acaricié tantos años, aquellos labios que besé una y otra vez, esa pequeña nariz de cuya asimetría me reía, esa pálida piel marcada por algunos lunares y pecas aleatorios, me parecían lejanos, sumidos en un vago recuerdo, como si me hubieran contado que yo viví esas experiencias sin tener una percepción real de las mismas. Distinta, y aun así, cubierta de ese aura de familiaridad que me hizo quererte durante años.

Fue entonces cuando, si bien el más común de los mortales no hubiera notado ningún cambio en tu cara en el momento en el que reparaste en mi presencia, yo sentí que me matabas con la puñetera mirada.

No me atreví a evitarte, era demasiado tarde. Justo en el momento en que me viste, tu expresión se tensó y tu mirada cambió por completo. Sentí como que, de alguna manera, en ese momento te levantaste y, sin apartar tus ojos ardiendo de ira de los míos, me clavaste un cuchillo en el pecho, apretando lentamente, ejerciendo una presión brutal para clavarlo lo más profundo posible, respirando a horcajadas del esfuerzo con cada impulso de tus brazos. Vi que de repente sostenías el libro demasiado fuerte, tanto que empezó a moverse de forma innecesaria, arrítmica con respecto a los movimientos naturales del vagón, que pasó a un segundo plano en cuestión de segundos. Pasamos por un pequeño túnel, la luz del sol desapareció y fue sustituida por la luz automática del tren, todo ello mientras el traqueteo del tren se aisló en el túnel y se introdujo en el vagón como un gran rugido. Y tú seguías mirándome, posiblemente pensando cincuenta formas de acabar con mi vida en ese momento, mientras mi expresión debía estar entre la estupefacción y el pánico.

Sé que es demasiado tarde, pero lo siento. Siento haberte destruido como lo hice, a día de hoy no sé decirte ni por qué hice las cosas que hice, pero lo siento. Siento haberte hecho esa enorme herida que llevas cruzada en el pecho, esa terrible cicatriz mal curada que asoma del cuello de tu camiseta. Siento en el alma haberte mirado a los ojos como lo hice el último día que nos vimos y no decirte nada, dejando que te fueras al autobús contenta, ansiosa por empezar un nuevo capítulo de tu vida, sin saber que yo ya no iba a estar a tu lado jamás. Sin saber que, unas semanas después, te iba a empujar al abismo y dejar que te buscaras tu puta vida de ese momento en adelante, con la mayor hostia como primer capítulo en solitario. Siento no haberme puesto en contacto contigo desde entonces, no haberte llamado, no haberte ido a ver a tu casa movido por el remordimiento, no haberte escrito algo sincero y del corazón que te hiciera sentir menos sola en este proceso, aportando un mínimo de luz en el abismo. Siento no haberte respetado como te merecías, no haberte dicho toda la verdad, contarte toda la historia que se esconde detrás de mis acciones, decirte que te dejé de querer en algún momento. Porque es ahora, cuando veo el fuego en tus ojos y el odio en tu mirada, cuando sé que no hice bien en no contarte todo, en dejarte sola, con tus miles de trozos esparcidos en la oscuridad, y sin saber por qué estás ahí, sangrando del pecho a borbotones y sintiendo que el mundo se derrumba a tus ojos. Siento que la impotencia te destruyera poco a poco, y que la caída fuera mil veces más profunda que cuando se va con la verdad por delante o con los sentimientos muertos de escudo. Siento que no pudieras hacer costra como yo hice, y que todo lo que te dije te sonara a ciencia ficción porque pensabas que todo iba bien hasta hacía cinco minutos. Siento haberte metido en una relación que dejé de querer, siento haberte dado los mejores cinco años de tu vida y quitártelos de una forma tan traumática que desearas no haberlos vivido. Siento haberte hecho cambiar como lo has hecho, a hostión limpio y con el odio de canción de cuna.

Siento no haber escrito esto, no ser la persona que debería ser la que está al teclado poniendo estas putas mierdas, que nunca vayas a leer esto de quien debería escribirlo.


Siento no sentir nada de esto.

lunes, 20 de marzo de 2017

Vicious

He terminado aceptando que eres una parte más de mí.

Oscura, tediosa, fuerte y jodidamente loca. Tu cabeza se inclina hacia un lado cuando me miras, y me sonríes como una puta maníaca. Una sonrisa diabólica, y unos ojos que arden de furia. Alzas la hoja como si fuera ingrávida, y de repente tu cuerpo parece pesar toneladas en el momento en el que descargas el golpe y rompes la superficie de mi mente. Una puñetera diosa.

A veces siento que tomas el control de mi cuerpo. Mi cuello se tensa, cierro los ojos y al abrirlos son distintos. La sangre se me espesa y un calor intenso me recorre paulatinamente. Quieres cargártelo todo, lo sé, mandarlo a la mierda y destruirlo de un solo hachazo. Porque te han jodido, por mi culpa, por dejar las puertas abiertas, por abrirlas en un acto de fe ciega. Porque estamos heridas, y el dolor te da ganas de destruir.

La gente dice que hay que dejarte de lado, que hay que perdonar al resto. Olvidar todo el puto dolor que se grabó a fuego y sangre en nuestra piel y simplemente dar nuestra bendición para que otra persona nos rompa la crisma de nuevo, de un solo empujón al abismo. Cuando me dicen eso, viajo a lo más profundo de mi ser, con mi copa y mi cigarro en mi sillón de orejas gigantes, y arqueo una ceja. Podría hacerlo, sí, pero luego te veo a ti, el puro fuego y la fuerza que siempre quise poseer. Atrás queda mi ego paciente, prudente, aquel al que no han dado más que hostias en esta vida. Esos ojos azules que nunca dejaron de mirar desde abajo, humildes y capaces de soportar cualquier ataque con tal de no molestar. Nunca más.

Dejo la copa y el cigarro y me levanto, sin dejar de sostenerte la mirada. Tú sonríes de nuevo y te desnudas ante mí, una vez más, como si nunca hubiéramos dejado de estar juntas. La temperatura sube exponencialmente con cada paso que doy hacia ti, y dejo de sentir las manos en el momento en que las pongo a ambos lados de tu cara. Entonces me acerco más, cierro los ojos, y me fundo en tu puta cólera. Es entonces cuando siento el poder.


Jamás perdonaré a nadie que me haya dejado moribunda en medio de la oscuridad. Que quede claro, a todas mis putas versiones futuras. He terminado aceptando que eres parte de mí, quiera o no, y que tu energía es la que me hace seguir avanzando en mis momentos de mayor soledad. Soy una persona que ama la luz del sol pero también la más absoluta sombra, en la que mis ojos refulgen sin ningún tipo de dificultad. Reconozco que no quiero perdonar, porque jamás miraré a quien me destruyó a conciencia y le diré que no pasa nada. El tiempo me mira, temeroso, ofreciéndome el camino de la paz y el equilibrio con uno mismo, el máximo grado de armonía con el mundo que deriva de una desconexión con las relaciones y placeres terrenales. Le devuelvo la mirada, pero no me sale de los cojones seguir esperando.