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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

sábado, 11 de octubre de 2014

Elegía

La carretera transcurría, curva tras curva, dibujando el mismo paisaje, con pequeñas variaciones en la distancia.

La misma música, la misma canción. El sol brillaba con el esplendor de la mañana, y el coche volvía a describir otra curva. Mi hermana no tardaría en marearse y balbucear a mi padre su malestar con la mirada perdida. Yo respiraba hondo y trataba de no mostrar empatía, mirando fijamente al horizonte y pensando en lo que quedaba hasta llegar.

No recuerdo si habrán pasado ya casi diez años desde aquella escena, o si fue la penúltima vez que toda la familia fue a aquella casa. Pero lo recuerdo como si fuera ayer, y es lo que más me duele, porque la herida no deja de sangrar.

Hace una semana, la misma carretera no brillaba. No oía la misma canción, no pensaba en que en dos horas estaría en casa de mi abuela y que ella me daría un fuerte abrazo mascullando entre lágrimas lo mucho que habíamos crecido. Tenía el corazón en un puño, lo sentía botar en mi pecho intentando salir mientras el coche se acercaba a aquel horrible instante. Tenía pánico, no quería afrontar lo que iba a suceder, no quería verla débil y quebrar todos mis recuerdos. No quería asumir que el tiempo acaba con el ser humano y se lo lleva de esta existencia, para grabar a fuego y sangre sus pasos en el resto de nuestras vidas. Y no olvidar, y sufrir.

Tras una hora más en el coche, los pantanos hicieron su presencia en el paisaje. Grandes superficies de agua con un brillo verdoso, dentro de un hermoso paisaje de vegetación. Recuerdo cuando fuimos a bañarnos, cuando yo llevaba un bañador entero con volantes amarillos y mis pequeños pies trataban de no resbalarse en esa superficie pringosa, pasito a pasito, prudente. Recuerdo cuando me adentré en la oscuridad del agua, y nadé como un perrito intentando no asustarme ante semejante abismo. Cuando mi padre me cogía y me ahorraba el inmenso esfuerzo para seguir flotando, y todo era simplemente perfecto. Ni siquiera recuerdo haberlo visto en mi último viaje, apenas recuerdo nada que no fueran mis pensamientos intentando facilitarme el trago en una secuencia borrosa. El viaje más largo de mi maldita historia.

Recuerdo aquellas tardes calurosas en su casa, en ese salón tan extraño que se hizo a base de reformas complementarias en la vivienda. El viento recorría toda la estancia, atravesaba el pasillo y daba un fuerte golpe en la puerta del recibidor, que se cerraba súbitamente de un portazo. Mi abuela veía su serie subtitulada mientras hacía punto, y yo leía los subtítulos a pesar de que estaban en castellano. Era sorda, aunque yo siempre pensé que en el fondo nos mentía y oía nuestros más oscuros pensamientos, porque siempre tenía la respuesta apropiada. Nuestro lenguaje era peculiar, una mezcla de señas interminables, grandes muecas intentando vocalizar y mensajes garabateados en papeles que aparecían ocasionalmente. Siempre era yo quien le buscaba con paciencia las gafas (¡¡Esas no, las de cerca!!) o el pastillero, quien me quedaba con ella intentando batir los huevos en un enorme barreño haciendo dulces mientras la sartén chisporroteaba aceite hirviendo, y quien escuchaba todas sus plegarias a su Dios, al que siempre intentó presentarme, antes de irme a dormir.

Hace mucho que dejé de rezar, cuando vi que el mundo seguía transcurriendo inmutable a mis plegarias sobre la paz mundial, sobre la ausencia de enfermedades, sobre la buena fe del maldito universo, y cuando la gente seguía siendo cruel, y las guerras seguían asolando a las poblaciones. Y sin embargo, seguía escuchándola, y seguía cogiendo sus pequeñas plegarias y postales de vírgenes y guardándomelas en mis libros como marcapáginas. Porque seguía queriéndola con locura, aunque no soportara seguir yendo a esas misas eternas.

Cuando te necesitaba, gritaba tu nombre fuerte desde la cocina. Hace una semana volví a escuchar su voz en mi cabeza y no pude evitar desmoronarme. Permanece grabada, como si la hubiera escuchado ayer, como si ayer mismo estuviera trasteando en la cocina, como si ya no estuviera muerta. Como si nada hubiera cambiado, y estas navidades pudiera volver a hablar con ella y contarle mi vida mientras ella sonríe expectante. Como si la realidad fuera una neblina de negación que cubre mis más profundos recuerdos, y les barniza con mayor fiabilidad y realismo.

Tras las puertas del hospital, se trazaba un enorme pasillo, blanco, interminable a cada paso atemorizado que dábamos mi hermana y yo pasando umbrales de nuevas salas. “No quiero” susurraba con cada nueva puerta, con cada esquina a la izquierda a describir. “No puedo verla así, ¡¡NO PUEDO!!”, mis ojos iban de un lado a otro del edificio buscando la condenada puerta donde estaba sufriendo. Sentía a mi hermana más débil que yo, más abrumada por lo que iba a pasar, y traté de recomponerme antes de asomarme a la habitación y ver la camilla.

Y ahí estaba, dormida. Su respiración era automática, forzada. Su cuerpo se había quedado en los huesos, perdiendo ese tono rosado en las mejillas que tenía después de comer o cuando se enfadaba. No quedaba nada de ella, ni siquiera su memoria, tan sólo era una persona más a una pequeña distancia de la muerte.

Fue entonces cuando deseé por todo lo que había en la tierra que no abriera los ojos y no nos viera ahí, afligidas y temblorosas. Que nunca supiera que estuvimos en la habitación donde su corazón dejaría de latir, que no nos encaminamos cuatro horas antes en el coche sólo para eso, y que lo que quedara de mi recuerdo permaneciera ingrávido en la inexistencia. Deseé que no me olvidara al abrir los ojos, que no fuera capaz de reconocer a su nieta de doce años, la que le ordenaba el costurero y aprendía ganchillo con ella. Tan sólo deseé que dejara de sufrir, y todo quedara en una pesadilla.

Temía que a partir de ese momento todo se quebrara en mis pensamientos, y sin embargo ahora luce con demasiada fuerza, con demasiada estabilidad. Los recuerdos cada día brillan más lustrosos, más reforzados con mis momentos de silencio. No dejo de oír su voz, su apelación con mi mote, sus pasos azorados por la cocina y sus murmullos de esfuerzo cuando batía con imbatible fuerza esa espesa masa de rosquillas. No dejo de recorrer ese pasillo de baldosas y pasar la mayor parte de mi infancia entre esas paredes, no dejo de sufrir. Hacía dos años que no la veía, y aquel día no quise que me viera.


Nunca pensé que fuera a escribir una elegía desde el fondo de mis más profundos pensamientos, desde un componente tan anímico e indescriptible como es el amor hacia una persona que ha guiado tus fortalezas y determinaciones durante tanto tiempo. Sé que nunca terminó por olvidarme, a pesar de su enfermedad. Sé que sus recuerdos se guardaron con sentimiento antes de desaparecer, y confío en que sea una dibujante mínima para poder plasmarlos en estas palabras. Nunca serán suficientes, pero no deja de ser su legado, su vida a mi lado y tras mis ojos, sus esperanzas y fuerzas en sus hijos y nietos. Gracias por ser la mejor abuela del maldito universo, y por dejar la mayor huella que uno puede dejar en esta existencia, más allá de tu nombre escrito en la posteridad. Descansa en paz, y tómate un respiro de esa enorme vida que has tenido, para sentarte a recordar con una sonrisa. Siempre tendré un trato tácito con tu Dios por el que de vez en cuando nos hablaremos a ver si pasa algo en este universo, sólo porque insististe demasiado en ello. Porque si no lo haces tú, nadie lo hará mejor.

sábado, 27 de septiembre de 2014

El grito más ahogado

Aquella noche se había puesto su mejor vestido, el que estaba colgado de la percha, en el lugar menos accesible del armario, prácticamente impoluto, brillante, cargado de expectaciones y esperanzas.

Se miró al espejo, de cuerpo entero, giró un poco el tronco mientras mantenía la mirada, examinando todos sus complejos y virtudes. Le gustaba la línea que formaba su cadera, cómo conectaba con las piernas en una suave línea ondulada. Cómo insinuaba su cuello la línea invisible entre sus pechos, el gran vacío que nunca le gustó, y que sin embargo siempre terminó por definirla. Sus brazos tersos, su piel casi inexplorada de la nuca, que trazaba el sendero de su espalda. Su sonrisa, sumida en la oscuridad y el olvido. Sus ojos, completamente oscuros y vacíos de todo júbilo y juventud, encadenados a una vida más que odiada.

Y sin embargo, ahí estaba, de pie, con aquel vestido con el que llegó, esperando que aquel día las cosas fueran diferentes. Recogió todos los proyectos de vestuario y los dobló cuidadosamente, cada uno en su sitio en el armario, expectantes por una futura ocasión. Fue al baño, se atusó el pelo, lo peinó levemente, dejando que las ondas se definieran hasta su terminación en su pecho. Aquel día no iba a recogérselo en un moño estratégico para no molestar durante el resto de la jornada, ni tampoco iba a detestar los brotes de rebeldía que dejaban esos mechones frontales. Repasó su mirada con un lápiz negro que encontró en su antiguo equipaje, de cuando era joven y tan sólo un aprendiz del gran reto de la vida. Buscó sus únicos tacones, aún envueltos cuidadosamente con ese papel crujiente, y esparció con el dedo un par de gotas de su perfume. Trató de sonreír, pensando incluso que se vería extraño después de tanto tiempo.

Salió de la habitación, bajando las escaleras con cuidado. Todo estaba preparado, había estado cocinando durante horas y la casa tenía un aroma a comida horneada y a las flores que cogió por la mañana, y que yacían en un jarrón improvisado. Todo estaba meticulosamente perfecto para la ocasión, el momento en el que construyó todas sus aspiraciones y la confirmación de aquella vida, aún ajena.

Se sentó en el sofá, cruzó las piernas y sintió el suave contacto de la seda del vestido con su piel. Se mantuvo con la espalda recta, las piernas cruzadas cuidadosamente, un tacón bailando en el aire mientras el tiempo pasaba. El reloj tocó las nueve, ni siquiera sabía por qué estaba tan nerviosa, si todo aquel plan era demasiado estúpido. No se iba a acordar, era pedir demasiado cuando nunca había obtenido nada, o casi nunca.

Hacía veinte años que llegó a aquella casa, con sus maletas y una enorme sonrisa en la cara. Sus ojos brillaban, imaginaba un millón de posibilidades con su vida al lado de su alma gemela. A medida que descubría una nueva habitación, todo parecía más sublime e increíble. Todavía recordaba el entusiasmo y energía que desprendía, los pensamientos que le hacían pensar que todo iba a ser perfecto, inimaginable, la vida que siempre soñó. Él la miraba con ternura, mientras le contaba detalles impensables sobre todo lo que tenían por delante, y lo mucho que la amaba. Lo especial y extraordinario que era su amor, que les diferenciaría siempre del resto del universo. La única vida que se imaginaba junto a ella, la única mujer con la que podría llegar a vivir y a la única a la que le haría el amor dejando su alma y persona. Jamás olvidaría lo increíble y especial que se imaginó aquel día, el día en el que brilló más que las estrellas.

A la media hora se le había dormido el pie que estaba apoyado en el suelo, y se le estaba empezando a entumecer la pierna. Tuvo que reacomodarse y apoyar la espalda en el sofá, alisando el vestido para evitar que se doblara. Tenía que tener cuidado de que la comida se estropeara con el calor, si pasaba un rato más debería meterla en la nevera. Tan sólo esperaría un poco más, seguramente le salió un tema de última hora, no tardaría demasiado. Hoy no podía ser como siempre.

Soñó que la acariciaba, que le susurraba que no era nadie sin ella y que el mundo simplemente se congelaba cuando estaban juntos. La luna iluminaba sus siluetas levemente cubiertas por las sábanas, y el silencio que reinaba creaba la melodía perfecta. Recordaba el suave viento que mecía las cortinas de las ventanas abiertas, el tenue ulular de un búho en el árbol del patio de atrás, el propio sonido de la vieja casa asentándose una vez más, y el contacto tan completo que tenía con él, como nunca antes había sido. Llegó a sonreír mientras estaba dormida en sus recuerdos oxidados, hasta que el reloj tocó las doce.

Se despertó aturdida, la casa yacía sumida en la oscuridad, tuvo que ir tanteando para encender algunas lámparas. Dio un traspié con un tacón, maldijo y se lo quitó. El pelo le molestaba en la cara, buscó una goma y se lo recogió en un moño. Miró la mesa perfectamente dispuesta y tan sólo quería llorar, llorar y tirarlo todo.

Cuando él llegó a casa, apenas pudo abrir la puerta. Apestaba a alcohol y tenía la mirada perdida, tambaleándose con cada paso. Estaba enfadada, triste y decepcionada, nada de ello tenía sentido y se lo había confirmado una vez más. Vivía en la sombra, la miseria de no ser siquiera reconocido como persona, la mayor estafa jamás hecha, la que tiene como precio la propia vida y libertad. Posó la mirada sobre ella, de arriba a abajo, y farfulló algo de lo que puedo extraer que le había preguntado por qué llevaba ese vestido, por qué olía la comida tan rara y por qué se había pintado como una puta.

Fue entonces cuando le dio una bofetada, tan fuerte y oportuna que se desplazó hacia la pared dentro de la propia fuerza del golpe y su estado de embriaguez. Se quedó en vilo, la volvió a mirar y le respondió con un golpe en la cara que le partió el labio. Saboreó la sangre y el dolor, y volvió a la misma decadencia de siempre. Antes de que se recompusiera, y mientras él gritaba que era lo peor que le había pasado en la vida y que la odiaba, ella subía las escaleras y hacía memoria sobre todo lo que se tenía que llevar de esa casa: su ropa, sus libros y las fotos de su familia. No le cabría más en la maleta así que no podía contar con todo lo que podría haber amado en esos veinte años, aunque tampoco habría gran cosa. Tan sólo era ceniza, un negro y vil rastro de la farsa y decepción.

Vivió durante tantos años esperando que algo le dijera que había alcanzado todo lo que en algún momento había soñado, que el sueño se le hizo demasiado grande y cayó súbitamente por su surrealismo. Era demasiado utópico ¿verdad?, ser feliz, lo único a lo que aspiró durante toda su vida. Hace veinte años pensó que lo había conseguido, pero sin duda el primer golpe de todos fue el que acabó con sus sueños.

Y luego vinieron más, claro que sí, nunca quiso darse cuenta pero era una víctima de su abismo, de la completa falta de aspiraciones y la frustración y dependencia de aquel hombre, junto al despreciable arrepentimiento que tendía a sentir al día siguiente cuando el moratón había adquirido una sombra oscura en su cara o sus brazos. Pensaba que todo aquello había cambiado, como le había prometido la última vez en la que apenas podía levantarse de la cama, y que con el tiempo se le había ido la tontería de la cabeza, que era algo temporal. La única que podía aspirar a una solución era ella, si es que en algún momento decidía salir de la oscuridad y volver a salir a la luz del día.

Cerró la maleta entre los gritos de su marido, que había empezado a llamarla puta y escoria. Ya no le importaba, durante todo aquel tiempo pensó que podía hacer algo tan imposible como cambiar a un monstruo, una bestia como miles que hay en el mundo y que abusan de la sociedad, de la gente, de la buena fe del universo, del amor incondicional que proporcionan las personas. Todo aquello no era más que mierda, de la que estaba pringada hasta los ojos, que perdieron aquel brillo hace demasiado tiempo.


Fuera empezó a llover, y el cielo descargó su cólera. No sabía siquiera si iba a haber algún autobús a esa hora, pero no podía esperar más, no podía seguir más en aquel agujero que había acabado con ella, minando toda esperanza y ganas de vivir. Comenzó a caminar la calle tras la que tarde  o temprano llegaría a la estación. De vez en cuando pasaba algún que otro coche, pero nadie paraba. Nadie parecía ver a aquella alma que arrastraba sus cadenas hasta por fin liberarse de su propia prisión, hasta por fin gritar y ser oída por alguien en aquella maldita soledad. Tan sólo quería salir de aquel mundo tan violado y destrozado y descansar, cerrar los ojos y volver a aquel momento en el que las sábanas mecían ante el sol y su vida tan sólo consistía en adónde iría aquella tarde a explorar tras merendar.

lunes, 25 de agosto de 2014

El cielo que acabó con todas las nubes

Todo tenía un color demasiado exaltado. Demasiado brillante, la inmensidad se veía increíblemente nítida. El cielo, de un impoluto y uniforme azul, resaltando el vuelo de un pájaro en su recorrido. Las hojas de los árboles, mecidas por el suspiro el viento, despertándose con una suave caricia, con un susurro. Los tejados de los edificios, con las tejas perfectamente definidas en su entramado. Todo era demasiado para la concepción de alguien que volvió a nacer.

Mi mujer me miró con una capa traslúcida esparcida en los ojos, que resultaron ser lágrimas a punto de rebosar. No sabía quién era, dónde me encontraba, qué maldito año era en aquella época donde todo se decidió por brillar. Su pelo, recogido en una coleta más que desatendida, despedía ese aroma inconfundible a naturaleza, a vida, y recordé lo muchísimo que la amaba. Un mechón le cruzaba la cara, quedando cubierto por sus manos, que estaban tapándole la boca y la nariz, en un reflejo por tratar de ocultar su llanto. Tan sólo lloraba mientras me volvía a mirar cuando otro cargamento de lágrimas caía en el mantel sobre la hierba. Y yo con mi momento de realización y ubicación trascendental.

Me dijo que había muerto, que mi corazón dejó de latir durante un tiempo que le pareció interminable mientras entraba en pánico. Que me quedé mirando a la nada mientras dejaba de respirar. Que me fui con una sonrisa paralizada en la cara. Tan sólo recuerdo haberme quedado mirando a las nubes.

Mis nubes, mis sueños y aspiraciones flotando en el vacío que conforma el cielo. Todos y cada uno de los pensamientos y objetivos han ido siendo plasmados en la gran superficie etérea de nuestra vida, y nunca nos paramos a contemplarlos. Creo que me quedé mirando demasiado tiempo mis errores.

Cosas que no hice o que hice mal. Cosas que por cualquier motivo pospuse, cancelé o sobre las que me retracté. Gente a la que nunca volví a ver tras una despedida temporal. Besos que nunca di, abrazos que nunca pude recibir. Suspiros que nunca procuré ante la plenitud que sentía en mi pecho palpitante de plena felicidad. Tantas nubes que faltaban, tanto cielo por abarcar.

Contemplé los árboles bailar bajo el canto del viento durante unos instantes. Me quedaba tanto por vivir que el sólo pensamiento me quitaba de nuevo el aliento. Tanto que hacer, tan poco tiempo, la ironía de ese conjunto de maravillas científicas que hoy nos dan capacidad para vivir algo más de diez décadas. Sonreí a aquella paradoja y me reí de forma macabra, ante el maravilloso y trágico espectáculo que pude contemplar en el cielo.

En este mundo hay gente que vive las cosas que se le ofrecen y otro tipo que simplemente no lo confirman hasta que un tercero no les da su vacía aquiescencia. Los seres humanos somos los únicos animales que se suicidan de forma racional, tomando decisiones bajo sus plenas capacidades y bajo el único pretexto de su ulterior defunción, diga usted que sí, a la mierda primavera. También hay gente que abraza la ignorancia y habitan en ese estado transitorio entre la infancia y la madurez, nunca llegándose a cuestionar la vida, las emociones, el resto de las personas de la tierra, nunca aspirando a la plena autonomía intelectual. Hay otros sin embargo que hasta que no alcanzan el conocimiento absoluto no desisten, y gente que vive por el bienestar de otras personas. Hay tantos tipos, tantos millones que nunca podrá haber un patrón reducido de condicionamientos. Ahora, uno sólo puede hablar de lo que realmente es.

Tal vez fue una oportunidad del cielo de advertirme sobre mi camino, de alertarme de la posible inexistencia en la que podría caer de continuar viviendo bajo decisiones a corto plazo, estándares, convencionalismos dentro de los márgenes de la vida proclamada. Tal vez fuera un aliciente a vivir por mí mismo, a nunca juzgar a las personas por meros detalles, a simplemente vivir como le grita su propio ser. O simplemente fuera un chungo en el que me quedé inconsciente.


Abracé a mi mujer, que estaba temblando de miedo y confusión. Le besé la cabeza mientras aspiraba el dulce olor de su compañía y empatía, mientras me sentía vivo y un conjunto de planes iban formándose en mi determinación, socavando los grandes pilares estereotipados y los enormes prejuicios de la sociedad. Un ataque de tos del cielo despejó el horizonte, y pronto vi claras mis intenciones. Me esperaba una buena vida volviendo a llenarlo de nubes.

lunes, 28 de julio de 2014

Fuego reducido a ascuas

Lo último que veo, la luz que no se apaga nunca, tililante, cuando entrecierro los ojos antes de quedar sumido en la inconsciencia.

Desconozco el momento en el que uno empieza a pensar en pretérito, cuando todos los hechos sucedidos en su vida se reproducen una y otra vez envueltos en una atmósfera gastada, completamente impregnados por un sentimiento punzante de remordimientos y pura nostalgia, pura impotencia por no poder luchar contra el tiempo.

Hoy te veo especialmente nítida, como si todos mis recuerdos estuvieran concentrados en poder visualizarte de una forma tan ponzoñosa como necesaria para poder seguir respirando. Tus manos bailan en las sombras formadas por la lámpara, sin duda tus mejores movimientos transcurrían durante la nocturnidad. Siempre te encontré especialmente hermosa en esos momentos, cuando tus posibles preocupaciones sobre cómo podías parecer al resto del mundo quedaban desvanecidos y arrastrados por la suave brisa veraniega. Cuando te entregabas a la auténtica libertad de la intuición y el verdadero arte de la humanidad.

Hoy no tengo fuerzas, el mundo está empeñado en hacer las cosas cotidianas especialmente pesadas para un viejo solitario como yo. Solitario, aislado de toda la compañía que supusiste en ese hermoso camino que recorrimos juntos: con sus alegrías, sus despreocupaciones y sus verdaderos temores, nunca dejaste de mirarme como lo hacías. Con tus ojos brillantes, con plena confianza en mis decisiones, sin perder la autonomía espontánea que solías liberar para hacer valer tus opiniones.

Uno no termina de acostumbrarse a dormir solo cuando piensa que todas las camas del universo deben ser capaces de reproducir tu olor cuando no estás ahí. No duermo, velo hasta que mi cerebro confunde el tenue movimiento de las cortinas con tus suaves pasos por la oscuridad. Falso contacto, falso olor, falsos recuerdos abruman mis ojos durante la maldita oscuridad.

El hombre no tiene un objetivo definido de forma dogmática para actuar en esta Tierra, y sin embargo mi corazón me grita lo contrario, mi alma desgarrada no deja de buscarte en las calles, no deja de acechar a las sombras de la inconsciencia, de los grandes recuerdos que trato de sepultar tras años de sufrimiento. No puedo olvidarte, por mucho que quiera que mi cuerpo se deteriore con los años y tiña las memorias de tenebrosos vacíos inexplicables.

Veo tus ojos en ella, veo tu absoluto encanto y paciencia en sus palabras. Siempre te recuerda como una mujer fuerte, auténtica, tan increíble como la imagen que tengo de ti. De vez en cuando viene a visitarme, y vuelvo a ver esa luz del escritorio tililar a través de su elemento corpóreo, pero esta vez real, y esta vez sin ser la mitad de mi ser. Joder, deberíamos habernos ido de este mundo de la mano.

Tus sonrisas fueron cambiando desde que nos conocimos, aunque siguieron conservando ese rubor juvenil, esa energía impetuosa en los momentos más tortuosos, ese hálito de sentimiento puro irradiando de tu ser. 

Nunca dejaste de ser mi poesía, mi melodía, mi foco hacia la salida de la desesperación. Ojalá pudiera volver a tenerte en mis brazos, y en vez de llorar como un estúpido jurarte que nunca te borraré de mi memoria. Poder besarte por última vez y condenarme a una vida sin ti, una vida de la que escapaste volando antes que yo, sin que ninguno de los dos pudiera detener tu revoloteo eterno. Tan sólo tenía que haberme puesto yo mismo estas cadenas que hoy siguen aferradas a mi pecho, y vivir aquellos momentos que tuvimos juntos mientras el telón se iba cerrando en silencio.

Qué queda hoy, si no es tu presencia invisible en los tablones de nuestro pequeño mundo. Siento que los días se hacen más cortos, que ya estoy perdiendo las fuerzas que me diste para cuidar de nuestra pequeña; ya está hecha toda una mujer, y puedo jurar que estarías más que eufórica con lo que se ha convertido.

Cierro los ojos, y siento que puedo verte. Nuestra hija llora desconsolada, quisiera poder decirle que no es necesario, que puede sonreírme y recordar que nuestra visita por este mundo está hecha para lo que nosotros escribamos que es, y que nadie podrá decirnos que no hemos hecho lo que se nos pide si sentimos que nuestro corazón tiene su otra parte en otro ser. Tan sólo puedo esbozar una tenue sonrisa mientras mi corazón da sus últimos pasos, y sueño con volver a encontrarme contigo en lo que sea que fuere el lugar donde nuestras almas incorpóreas se fundan en un suspiro afónico.

miércoles, 18 de junio de 2014

"Odiar es un talento que se aprende con los años"

Aquella noche era de esas en las que mi padre no estaba en casa, así que mi madre nos daba desinteresada la cena, volvía a la cocina a hablar por teléfono y fumar a escondidas, y mi hermana y yo comíamos en silencio entre el murmullo atenuado de los informativos de las nueve. El mantel de cuadros se me antojaba tan rutinario como miserable, los cubiertos de mango rojo tan arañados como bastos, y mi mente tan sometida, tan subordinada, como otro día más.

Aquella noche, como otra más, había decidido dejar de hablar a mi hermana. La odiaba, la odiaba más que a nadie, sentía que mi alma estaba tan escondida en mi ser que las paredes se estaban tornando oscuras y los papeles de las esquinas se empezaban a retorcer y caer secos e inútiles. Sentía que me oscurecía, que la maldad iba a hacer de mí una persona despreciable, y que todo era por obra y gracia de mi hermana.

El problema era que se me olvidaban mis promesas internas. Por todo el daño que me iba haciendo progresivamente la persona que dormía en la cama contigua en la habitación, marcaba otro motivo más por el que odiarla en las paredes de mi mente, la volvía a escribir una y otra vez como un demente y me quedaba mirando la larga lista todas las noches, susurrando malvados planes de venganza. La oía respirar y deseaba odiarla, y más que nada, deseaba que ella lo supiera. Y sin embargo, a la mañana siguiente volvía a saludarla, tarde para ser consciente de que me había prometido despreciarla.

Aquella noche estaba comiendo una pera. Mi hermana me venía provocando toda la cena, preguntándome por qué no hablaba “¿Me has dejado de hablar?” “¿Por qué no hablas?” “¿Qué te pasa, eres tonta o qué?”. Había terminado por acostumbrarme, pero mi mente no dejaba de pensar en las heridas que habían dejado horribles cicatrices en mi temperamento, en mi apacible forma de ser, en la buena fe con la que había crecido toda mi vida, antes de que a mi hermana le diera por joderme. Torpemente trataba de pelar la pera con el cuchillo de punta redonda y mango de plástico rojo de nuestra más que ostentosa vajilla, cuando el número de inquisitivas pasó a ser sustituido por la metralla de los insultos. Mis manos temblaban mientras partía la pera en dos, una de las mitades, en cuatro. Estaba hastiada, cansada, harta y muy enfadada, y sin embargo si llegara a soltarle la bofetada que mis padres nunca le soltaron gritándole que madurara de una puta vez, la culpa iba a ser mía. El mito de los hermanos pequeños envueltos de inmunidad, no era más que eso, un mito, una jodida y desmentida leyenda en mi casa. Lo razonable hubiera sido seguir comiéndome mi pera, sin duda, terminarme la pera, volver a la habitación y leer y abstraerme hasta quedarme dormida.

Pero aquella noche no me iba lo razonable y prudente, y en una de las ocasiones en las que mi hermana estaba bufando un insulto por su enorme garganta, le metí la otra mitad de la pera sin partir en la boca, manteniéndola mientras abría los ojos sorprendida y me miraba fijamente. Lo recuerdo perfectamente, cómo la mantuve, cómo la iba moviendo para que pudiera entrar toda la fruta, cómo mi mano se pringaba del agua dulce de la pera e iba bajando por mi muñeca. Un grito ahogado salía de algún recoveco de su enorme buzón y se echó para atrás, tirando la fruta a la mesa. Rápidamente, y digo yo que por fuerza de la costumbre, se fue corriendo hacia la cocina gritando “¡¡¡¡MAMÁ, MIRA LO QUE HA HECHO!!!!”. Nunca me llamaba por mi nombre, nunca jamás lo iba a hacer.

Ahí permanecí, sentada en la silla del comedor, comiéndome los otros trozos que no habían estado en contacto con la saliva de quien decían que compartía mi sangre. Me sentía tranquila, feliz, satisfecha conmigo misma. Sin soltar ni una sola palabra aquella noche, habían finalizado los insultos y su absurda forma de humillarme. Tan sólo quería que el tiempo se parara y que siguiera yo sola, comiéndome mi fruta, viendo alguna que otra catástrofe política en los informativos que aún no era capaz de comprender. Tan solo seguir allí, leyendo rótulos y comiéndome mi pera. Tan solo disfrutar de mi justicia momentánea.

Nunca sentí que las cosas fueran justas en la vida, y sin embargo mi afán por reivindicarlo se ha agazapado en mi mente y se balancea rítmicamente cual alienado de este mundo, esperando que las cosas tornen de eje, que el mundo se vuelva loco buscando su racionalidad. Hoy día, tal vez dieciocho o veinte años después, sigo pensando que las cosas deberían ser iguales para todos, y cuando no es así, me dan ganas de meter peras de agua en las faringes de la gente.

Aquel día, como otros tantos, volví a oír comentarios inútiles. Aportaciones sencillamente vacías, y un agradecimiento del profesor. Tras un examen, alguien alardea de su falta de estudio y su magnífica nota. Manda huevos, mira que hay gente inútil en el mundo académico, no quiero ni pensar en el laboral. Mi afán se ha vuelto tan fuerte que poco a poco ha ido aumentando de nivel y hacerse con una fuerte armadura y una gran espada para señalar las situaciones donde hay falta de retribución. Lo siento, me golpea el pecho y me grita “¡Cómo cojones puede ser eso posible, no se lo merece!” parece que yo misma me quisiera contradecir y sosegarme “no te sulfures, déjalo, es absurdo sentirse así, no tiene sentido, ni siquiera te afecta”. Claro que me afecta, por mucho que lo intento es imposible engañarme. Mi afán me embiste, trata de salir por mi garganta y mi sangre empieza a bombear por mi cuerpo de un color mucho más oscuro, hirviendo, quemando todos y cada uno de mis pensamientos razonables. Ojalá le vaya mal en la vida. Ojalá alguien descubra que no tiene noción alguna perdurable de todos estos años de carrera y simplemente le vaya mal, le desacrediten, le hundan, joder que le hundan, que vuelva arrastrándose y me quede sentada, me quite mis gafas de intelectual, pose mi copa de brandy (dios sabe si beberé brandy cuando sea la comandante de mi utópico mundo) en mi aterciopelado y rococó sillón, y le mire con lástima, con tristeza, con simple humanidad. Que se hunda en la maldita miseria por su ignorancia y personalidad de chupapollas arrogante.


Y sin embargo, todos estos pensamientos se me desvanecen, y se me olvida que no tengo que volver a darle los buenos días. Porque mi sangre vuelve a ser roja y mis ojos vuelven a ser verdes. Porque, a pesar de lo visceral que puede llegar a ser mi sentimiento, se me olvida odiar, y sigo comiéndome mi pera mirando al mantel de cuadros apenada preguntándome dónde estará en ese momento mi madre para que no oiga la de mierda que me está soltando, o sigo estudiando como una auténtica obsesa, esperando que algún día se nos reconozca a los que nos dejamos la piel en lo que hacemos. 

sábado, 19 de abril de 2014

Un marinero perdido, un viajante sin fronteras

Su respiración se ha terminado convirtiendo en un suave oleaje en una noche solitaria en la playa. Invariable, arrasa con su suave sonido el silencio vigilante. Su cuerpo queda sumido en su propio océano de paz, completa parsimonia al arbitrio de Morfeo. Sólo durante la noche somos capaces de rendirnos ante algo tan conocido como peligroso, tan inquebrantable en nuestras conciencias como inesperado en su mezcla con otros recuerdos aleatorios remanentes en nuestra imaginación, en nuestra retina transformada hasta el absurdo. Ella sin embargo, parece la sombra de un mar en absoluta calma.

Me quité las sandalias y hundí mis pies en su arena. Casi al instante me abrazó en un mullido descenso, guiándome hacia la orilla. La arena me salpicaba con cada pie que levantaba, con cada pisada que dibujaba trazos de mi presencia por aquel terreno intransitado. Estaba la superficie tan caliente como una noche de verano donde el viento sopla cantándote una melódica canción, junto con la hermosa voz de la luna como solista. Las olas dibujaban nuevas sombras en la arena, y justo cuando me tumbé a tu lado se percataron de mi presencia.

No despertaste, ni siquiera frunciste el ceño como los niños que quieren diez minutos más por las mañanas. Sabías que no iba a despertarte, y permaneciste en tu dulce ensoñación. La cama crujió ruidosamente cuando me tumbé, y me pareció que un gigante iba a destrozar el techo de la casa con semejante algarabía. Y sin embargo, tu cuerpo, de perfil, cubierto por ese fino pijama a dos piezas, seguía en su laboriosa tarea de permanecer impasivo a la luz de las estrellas.

Desnudo, en un par de zancadas me sumergí en el mar. Las aguas corrientes de las olas me hicieron paso en su trascurso, demasiado atareadas en llegar al otro lado de la orilla. Como si no fuera su asunto, me dejaban pasar, me empujaban detrás de ellas en unos cuantos toques alternos, hasta llegar a la zona sin actividad lunar. Hasta llegar a tu epicentro, hasta rodearte con mi brazo y unirme a tu respiración.
Buceé durante años hasta encontrarte, dentro de aquel inmenso mar que conforma la incertidumbre. 

Navegué por mil y una penínsulas y peñascos, islas abandonadas o pobladas por sucias putas que tan sólo querían mi afán por amar y encadenar un alma. Me sumergí en las aguas más oscuras guiado únicamente por un par de palabros tartamudeados por algún marino retirado del oficio, buscando tu luz entre la más completa inexistencia. Hasta que te encontré y te perseguí durante mil y un leguas, mil y una noches, y conseguí la efeméride de tu presencia a mi lado.

Eso me considero, un iluso soñador. Me encanta soñar que todo lo que me costó encontrarte desde aquel vistazo en el metro en esa tarde lluviosa no fue cosa del destino, sino labor de un servidor. Confiando en las coincidencias, en las probabilidades de que cogieras el mismo vagón en la misma línea a la misma hora otra tarde lluviosa. Y esa vez, tratar de hacerte mía con el valor de mis palabras y mis promesas.


Y aquí estás, mi dulce mar, mi sendero recorrido y por recorrer. Seguiré necesitando un par de mapas para surcar el intrincado recorrido desde uno de tus hombros hasta tu cadera, y desde una de tus rodillas hasta tu dedo pulgar. Mi brújula será inútil cuando me contemples bajo esos ojos centelleantes, bajo esa faz tan perfecta que me quita la respiración. Por cada uno de tus besos soy un marinero perdido, un viajante sin fronteras, un guerrero sin nada que perder. Soy la espada que sigue tus órdenes y que dará su acero por mantenerte en esta tierra. Porque mi vida sin ti perdió sentido desde que me permitiste adentrarme en tu océano y surcar la hermosa mente que conforma tu curiosidad por las antigüedades de cualquier mercadillo, las lámparas más oxidadas o los libros más decrépitos, y que en las noches de luna llena me cantas como los ángeles. Como una sirena que encontró la roca donde cantar por el resto de su vida, mientras con el paso de las olas va erosionándose, haciéndose a su forma, amándola por el hecho de ser ella. No somos más que locos sin fronteras, con un par de acantilados donde volar, lanzarnos al vacío con la única esperanza de sentir el viento en nuestra cara durante unos instantes antes de perder la conciencia y forma de ser. Somos capaces de dar nuestra cordura para no sentirnos solos en este mundo, porque cuando encuentras a tu ser en el infinito océano, eres capaz de olvidar que respiras oxígeno, y que tarde o temprano tendrás que salir a la superficie y a la aplastante realidad. 

lunes, 14 de abril de 2014

En casa de mi abuelo las judías se comen solas

En casa de mi abuelo todas las reglas que puedan haberse creado entre los comensales a lo largo de su histórica tradición, son nulas. En su casa, las reglas son dogmáticas, simples, y lo más importante, son suyas.

Las judías se comen solas. Todos permanecemos en silencio mientras masticamos y sorbemos de forma armoniosa, procurando armar el menor ruido posible, que se camufle con el  graznido repiqueteante de la radio y el zumbido del frigorífico procedente de la cocina. Yo miro mi plato, la cabeza siempre gacha. Mi abuelo preside la mesa, y al comienzo de la comida es él quien juzga la calidad de la misma con el primer bocado. Nunca está perfecta, siempre le falta sal o ha sido demasiada. El resto nunca dirá nada al respecto.

Hago demasiado ruido con los cubiertos. Cuando los dejo en el plato, chocan ruidosamente contra la vajilla haciéndome estremecer mi propio estruendo. Mi madre levanta la vista, severa, mientras avergonzado agacho aún más la cabeza hasta rozarme el pecho con la barbilla y las judías se vuelven enormes a mi parecer. Me siento avergonzado por mis pesadas manos, por lo sucias que tengo las uñas de haber intentado cazar ranas durante toda la mañana en el río que hay a un par de kilómetros de la casa, y por lo incompetente que llego a ser al no poder ser capaz de coger los cubiertos como un hombre. Y todos continuamos comiendo.

La radio farfulla propaganda política de la guerra. De vez en cuando, mi estólido abuelo gruñe algún que otro sonido reprobatorio y el resto responde con aquiescencia. Pienso que el silencio de mi padre es por puro respeto, y sueño con que un día le espete que todo lo que está viviendo el país es por culpa de gente toscamente engañada como él, por ser víctimas de un auténtico juego de borregos. Sueño, porque la comida nunca trasciende más allá de alguna interrogativa directa sobre si le pasan la sal o si le acercan una servilleta. Y poco a poco, con los días todo trasciende a algo mucho mayor.

Los bosques que hay cerca de mi casa ya no son tan tranquilos. Las grandes superficies de hierba ahora 
están surcadas por enormes huellas de neumáticos de los automóviles de los militares. Las ranas ya no salen a croar por la mañana, y de nada sirve que controle cada uno de mis pasos para hacer el menor ruido al pisar las plantas cerca de la rivera. Cuando llevo más de media hora agazapado entre un montón de juncos, justo cuando las ranas asoman la cabeza de nuevo, algún que otro camión cargado de gente me vuelve a espantar a todas mis futuras compañeras de verano. Ya ni me acuerdo del tacto de esa superficie gelatinosa que conforma su piel anfibia, ni esa forma tan alterada de mover su cuerpo al producir oxígeno. Ahora las nubes quedan oscurecidas por el turbio humo que sueltan los tubos de escape de la dictadura. Ahora el mundo se echa a dormir durante la opresión.

Como niño, mis preguntas son bastante simples. Por qué un día un grupo de señores quisieron hacerse con el poder a costa del resto del país. Por qué nosotros, simples habitantes de un pueblo alejado del mundo, tenemos que sufrir sus consecuencias. Por qué cada vez que vamos a casa de mis abuelos nos paran un millón de controles y miran a los asientos de atrás y al maletero con desconfianza. Por qué no me dejan tener unos días a una rana en un bote con un par de moscas y unos agujeritos en la tapa si luego la voy a soltar de nuevo en el río. Por qué mi madre ya no sonríe, y mi padre no hace más que leer el periódico y decirme cosas como que sentía que viviera en este mundo tan triste. Y por qué tengo la sensación de que todo esto no es más que el principio de un absoluto caos injustificado.

El viejo puente del pueblo que da a la parte derruida de los antiguos edificios abandonados apenas lo transitamos un par de niños aburridos después de comer, y todos nos sentamos a formularnos estas preguntas los unos a los otros esperando que los padres de alguno las hayan respondido, que la radio haya dicho algo más que esas frases repetitivas, o que los periódicos ofrezcan algo que podamos entender. Seguimos jugando hasta caer muertos del cansancio y de la risa, pero tenemos que irnos antes de que caiga el sol. Las noches de verano ahora las transito en mi cama mirando por la ventana cómo los gatos empiezan su jornada habitual. Otras noches he conseguido hacerme con el periódico de encima de la mesa del comedor e intento aplicar mis pocos conocimientos de lectura sobre los titulares encima de las fotos en blanco y negro, pero no entiendo absolutamente nada y todo es confusión en un mar de tinta. Es inútil tratar de entender cuando nadie quiere que lo concibas. Supongo que lo hacen por protegerme, por tratar de no preocuparme acerca de todo esto que parece ir tan mal.


Los días pasan y se vuelven más grises, y las comidas en la casa de mis abuelos siguen siempre las mismas reglas. Ahora hay menos judías, y la radio está más alta que otras veces. Todos se miran los unos a los otros inquietos, mientras yo miro a mi plato empecinado en sacar algo más de las grecas dibujadas en la vajilla aparte de unas flores en patrón. Porque en casa de mi abuelo no puedo mirar a nadie ni hacer ruido con los cubiertos. Porque hasta que no sea un chico mayor, las cosas no serán de otra forma.

viernes, 11 de abril de 2014

Época de simple ausencia

Tercera vez que borro un par de párrafos escritos hace apenas unos segundos. Hoy es de esos días que no escribo más que mierda.

Ese tópico del escritor frustrado, creo que se debe a lo mismo que a la falta de inspiración que puede sufrir un pintor cuando se le encarga el retrato más sobrio de la historia, o un músico cuando se le pide componer una cancioncilla para el bautizo de su primo el tonto del culo. Porque no le da la gana a su musa despertarse para semejante mierda. Y si te encargan un libro, porque no le sale de las pelotas ponerse a escribir sin sentir el tema con todo su ser.

El ser humano se guía por determinaciones, impulsos que él mismo va dibujando en el fondo de su alma y que de manera inconsciente terminan floreciendo un día totalmente aleatorio. Curiosamente -y eso es de lo que más me fascina de la mente humana- en los momentos más inoportunos es cuando la musa se despierta y, perezosa, acaricia tu mentón susurrándote bonitas palabras y temas auténticos para escribir. Justo, cuando tú no tienes tiempo para ella.

Y si la despiertas cuando está dormida, se enfada. Se arrebulla y gime algún que otro insulto o frase de prórroga. Porque no le da la gana, las cosas no funcionan así en tu mente. No es una fuente interminable y tampoco va a salir cuando tú quieras.

Cuando me refiero a lo inoportuna que puede ser, me refiero concretamente a situaciones cotidianas donde suelo estar rodeado de gente. En el Metro, en el autobús, cruzando la calle, rodeado de mi familia, en cualquier situación donde pertinentemente no tengo un teclado donde plasmarlo. Y me limito a posponerlo, a guardarlo en un cajón temporal en mi mente y prometerme que saldrá tan bien, tan espléndido como me lo dijo mi hermosa musa en ese momento.

Pero la muy puta no soporta que la pospongan. Es orgullosa, reticente y tan sólo quiere ser objeto de tu admiración. Si no estás en aquel instante en el que te mira de esa manera, de “vamos a escribir algo tan bueno que ni lo reconocerás cuando lo leas en un tiempo”, quiere que te arrodilles desesperado y cojas cada una de las palabras que salen de sus labios dibujados por un pincel tan suave que apenas se ve una correcta transición con su piel. Si estás acostado, tumbado en la cama mirando a la nada, quiere que la mires en la oscuridad y materialices sus susurros, y si estás en el Metro cansado del día que has tenido, quiere que susurres en bajo mientras te pones a escribir como un auténtico psicópata mientras las paradas se difuminan entre fuertes sonidos de máquina parlante. Es tan suya, como lo anómalo que tú puedes llegar a ser.


Mis maravillosos tópicos, objeto de tantos escritos a lo largo de un conglomerado de años, son siempre los mismos. Hombres atormentados, mujeres tan hermosas de cuerpo y espíritu como inalcanzables, etéreas y desfragmentadas en la oscuridad, una sociedad tan destruida que tan sólo quedan gritos ahogados en la soledad, un mundo que se derrumba con cada ignorante que suelta un tópico más en los medios de comunicación, un texto que surge de situaciones tan absurdas como mirar a la ventana en una mañana demasiado silenciosa y toda una serie numerada de situaciones de las que nunca he llegado a trascender. Tal vez sea por mi pesimismo actual, porque a todo el mundo le habrá dado por mostrar su alegría de vivir entre botellas y sonrisas opacas, o porque simplemente hoy estoy cansada de mi forma de escribir. Mi musa yace dormida entre los cojines, su silueta se dibuja entre los parpadeos de la luz sacudida por la noche. Ahora me uniré a ella, abrazándole por la espalda y acompasándome a su respiración. Seguramente me gruña que no quiere escribir, pero hoy no me ha hecho falta para hablar de lo mucho que extraño su íntima compañía.

jueves, 20 de febrero de 2014

Cuando uno se harta del postureo de mierda

Delirando un poco por Internet encontré un vídeo realmente humillante, bajo el título de “20 cosas que una chica en sus veinte NECESITA tener”; el vídeo numeraba cosas tales como un amigo al que mandar mensajes cuando estés borracha, un buen sujetador deportivo, un biquini que te quede bien siempre, una película favorita que no sea El diario de Noah o un outfit fantástico para las entrevistas. Vale... ¿Qué cojones le pasa al mundo en la cabeza?

Será porque estoy en mis veinte (recién entrada, y ya me deprimo cuando los sitios a los que voy con mis amigas cuando no hay tiempo para algo más trabajado están llenos de niñatos a los que saco siete años que me miran con arrogancia) o será porque no soy el prototipo ideado por las marcas centradas en la mujer (dentro de lo que considero una extensa mayoría), pero creo que cualquier persona en sus cabales encuentra en este vídeo un contenido de mierda, y especialmente ofensivo cuando pone que estas cosas las “necesita” o las “debería tener” en esta época. Simplemente fantástico que podamos ser resumidos en tan poquita mierda y en un minuto y medio.

Siendo consciente –aunque siempre teniendo en cuenta que me tomo demasiado a pecho las cosas- de que este vídeo es una forma barata de añadir visitas y de ir escurriendo el bulto mientras se va creando contenido un poco más desarrollado, no dejo de pensar últimamente -ahora que mi cerebro anda más despejado dentro del nivel usual de presión y como consecuencia de granos emergentes en mi cara- en lo que estoy escribiendo en ese libro de tapas duras y lustrosas que conforma la vida de cada persona. Lo que se escribe tanto por lo que se hace, como por lo que se deja de hacer, y ésta última cuestión viene a ser mi problema más elemental. Qué ocurre realmente con los tópicos de los veinte.

Esos años maravillosos, de juerga completa y despelote de acuerdo con los arquetipos, de no acordarte ni de la mitad y de vivir a lo yolo o carpe diem cuando en realidad no se tiene ni puta idea de lo que está haciendo uno con su vida. Depender hasta el último extremo de dejar constancia en las redes sociales para que toda la maldita humanidad se entere de que estás disfrutando de tu vida al máximo y que valoras a tope cada momento e hito de tu vida cotidiana, y que sin embargo dependes tanto de su aprobación que cuando no se tiene capacidad para comprobarlo caes en una especie de ansiedad creada por la clase media alta y las gilipolleces que aún quedan por inventar. Me encanta saber que esto no me pasa, pero también me frustra un poco como concepto que la gente pueda llegar a entender que todo esto es la verdadera juventud.

No puedo dejar de recordar el momento en el que me senté ante esta misma mesa, y poniendo una de mis canciones preferidas ya desde que Kiss FM era la emisora del coche por antonomasia en los viajes a lo largo de la península, me puse a escribir el discurso de graduación, y empecé a pensar en la vida que tendría en la universidad. Siendo realista, ni imaginé nada de lo enumerado anteriormente, sino en esencia, descubrirme más. Asumiendo por ello que conservo mi base porque de vez en cuando echo una mirada retrospectiva y veo que no se ha producido un giro drástico en mi mentalidad, y que de ahí he ido construyendo, modelando y perfilando lo que soy y voy siendo, creo que por ahora se podría decir que voy bastante bien.

He conocido a gente realmente despreciable, me han rechazado como amistad cuando soy de las personas que más valora a esos entes aunque no siempre estén a tu lado, y me he dado unas cuantas ostias psicológicas que con las paladas continuas del tiempo se han ido sepultando poco a poco para dejar una mella considerablemente saludable en mi mente (excepcionando por ello los múltiples defectos, las experiencias fatales de vez en cuando revividas por mi perversa mente cuando ve que estoy en un plan de pacifismo mental, así como esa risa estúpida que me sigue saliendo en las situaciones sociales tensas o cuando saludo a alguien al que no conozco con una voz de infante perdido en un supermercado). Supongo que a fin de cuentas, los veinte son la década de sentar lo que quieres que conviva contigo durante el resto de tu vida.

Desde algo tan obvio pero a la vez tan espinoso como es elegir el empleo o actividad a realizar en tu vida, hasta algo tan banal como puede ser la canción que quieres escuchar en la hora tonta o lo que quieres hacer mientras te lavas los dientes. Desde algo tan importante como quiénes van a ser las amistades que van a permanecer fieles a tu lado, no importa qué o cuándo, hasta quién va a ser el hábil ser humano que encontrará tu fuente interminable de placer y encanto, así como el que soportará tus peores estados mentales. Desde quién será esa o esas personas a las que no te cansarás de ver en el mismo restaurante o bar y hablar de las cosas más típicas y superficiales como consecuencia de un cansancio prolongado y simplemente unas ganas de estar, hasta la disposición de las cosas en tu habitación o el formato de letra que mejor te entra de tus apuntes. Desde tu escritor preferido, tus citas permanentes o tus lecturas por descubrir, hasta el estilo de música (o los estilos, por supuesto) que te acompañarán durante tantas veladas y tardes de tranquilidad, o tu jodido estilo de cine preferido (ah claro, que como antes mi película preferida era El diario de Noah, no puedo abarcar más de acuerdo con los estereotipos...), y sin mencionar a la minoría verídica que realmente nos vuelven locos los videojuegos, la plataforma idónea o la conservación de las que nos enamoraron a lo largo de los años (así como de esos juegos idealizados de nuestra niñez y adolescencia). Son tantas, tantas cosas que a mí me parecen millones de veces más importantes que las soplapolleces estereotipadas que iba escupiendo ese vídeo, que simplemente me dan ganas de gritar al mundo que se esfuerce un poco más por vivir.

El yolo cada vez es más simple, gilipollas y de postureo que ha llegado a ser en algún momento de la historia, donde era muchísimo más importante sobrevivir a un periodo de recesión, aguantar la contienda o el absolutismo o salir de una fuerte crisis financiera como consecuencia de un exceso de confianza crediticia. Es la época más pacífica de la historia, y a la vez la época de mayor hipocresía, gilipollez e ignorancia consentida por parte de la humanidad. No sólo uno se siente orgulloso de no saber bajo el pretexto de que “es su opinión y por ello está blindada contra el resto de ideologías racionalmente argumentadas” sino que no se tienen ganas de dialogar, debatir y conocer la situación actual, adentrándonos poco a poco en la alienación más burra que pueda haber; la de las personas que teniendo la fuente más extensa de información (y peligrosa por el otro lado precisamente como consecuencia de esa maravillosa y desmesurada libertad de expresión), le dan la vuelta y acarician su cubierta de plástico cutre en vez de ir escrutando las grandes raíces de los pensamientos racionales.

Porque hoy día se tiene más éxito con un traje  de vendebiblias y un libro firmado por el profesor, o con una sarta de palabrerías redundantes y que llegan hasta el vómito gracias a una vez más la forma cutre de adaptación por parte de España de sistemas educativos europeos (en los que se intenta equiparar las manzanas con las tiras pegajosas para atraer a las moscas que se ponen en las terrazas del caluroso verano español) donde únicamente se valora la gilipollez y el inoportunismo, cada día se van creando más gente aprovechada, gente que sólo se guía por su reconocimiento por los que ponen las calificaciones y las nóminas y no por realmente aprender algo de la asignatura o del trabajo a realizar. Porque en España se valora más un puesto fijo para el resto de tu maldita vida sellando formularios o tirando el cambio a los clientes que un fomento de un proceso de aprendizaje, desarrollo y cultura general, así como una introducción a la vida política decente, y no una puta sarta de discursos de mierda tras los cuales grandes masas de corderos aplauden al presunto pastor. Porque siempre acabo expeliendo veneno sobre la ignorancia expandida o la educación decadente, una vez más la cosa ha ido más allá del vídeo de mierda que me ha dejado con una expresión un tanto lamentable acerca de lo que le depara a este lugar que dice ser mi tierra de origen, y pido disculpas por mi continua repetición, esta vez reconocida.


jueves, 30 de enero de 2014

Esa carita sonriente del mechero del respaldo del autobús

Supongo que mi mente necesita comunicación cuando incrementa las visitas al compañero reflejado en el espejo del baño.

Últimamente mi mente flota más de lo exigido, y por ello debo entender que circula un poco a contra norma, como le sale de los cojones, y justo cuando la necesito se sienta en el verde prado de la imaginación y comienza a pensar en cosas que no me suscitó en meses enteros de relativa libertad académica, mientras masca un poco distraída la típica espiga de trigo.

Pienso, y las cosas se complican. Veo a mi sobrino de dos semanas y envidio su vida completamente nueva por descubrir. Un lienzo blanco sin prejuicios, sin preocupaciones, sin decisiones importantes que tomar con el riesgo de CAER estrepitosamente a largo plazo. Una caída suspendida, como una piscina sin fondo de cuyo borde te resbalaste sin siquiera darte cuenta. Porque así es la vida, no avisa la muy cerda, y cuando quieres darte cuenta estás en el puto fondo en un golpe sordo, con la imagen emborronada por el agua oscilante.

Tal vez lo borroso sea por mi miopía, o por mi propia alienación. Una alienación consciente, lo que sería una negación en toda regla. Me convenzo, como los animales domésticos, de que realmente vivir enjaulada está bien, se está seguro y no surgen las complicaciones propias de la supervivencia. Para qué, pudiendo recibir un calentito plato todas las tardes y un pequeño tap tap en la cabeza.

Me convenzo de que la vida va tal y como esperaba, de que las cosas no podrían ir mejor, y que si mi cuerpo físicamente se niega a hacer algo no es porque no me guste (¡no por favor!), sino porque soy vaga. No soy productiva, no soy eficiente y mucho menos soy un factor productivo digno de una empresa que ahorra en pérdidas innecesarias de tiempo y recursos. Soy la denominación en toda regla de lo que viene a ser una persona que nunca estará satisfecha de lo que hace.

Porque lo hace mal, porque lo hace lento, porque siempre lo podía haber hecho mejor. Soy el padre hijo puta de las películas americanas que exigía tanto al hijo que éste le mandó a la mierda y se hizo violinista callejero, o se fue en un viaje por todos los Estados a más no volver. Soy esa voz que me reprende por no estar estudiando, por no estar haciendo lo que todo el mundo debe estar haciendo en este mismo instante. Soy la angustia de la uniformidad, y no sé si viene a ser peor el hecho de que soy consciente de ello.

Me miro, y me río. Porque no queda otra, es tan sencillo. Contemplo mi ignorancia relativa, mi interés parcial y mi dedicación desconcentrada, esparcida en un montón de botes de diferentes especias y procedencias. Mi ansia por todo, mi dedicación a lo absurdo. Me propongo hacer un viaje a la montaña y me paso los días contando las judías que se colaron bajo las raídas tablas del desván. Simplemente maravilloso, cómo veo la forma tan surrealista que puedo llegar a tener de ver los días oscurecerse. Yazco inerte, inmóvil, cansada y hastiada de no hacer según yo una puta mierda decente; todo mal, lo poco que he hecho. Algunos días me consuelo diciéndole a la yo del espejo que es por culpa de la sociedad, o la educación, o los cereales con alto contenido en fibra.

También le digo que tengo algo especial, y que simplemente ahora no será el momento de que florezca de verdad. Le digo tanta mierda que creo que un día dejará el espejo de reflejar y se volverá opaco. Le suelto tanta mierda que creo que un día me caeré de rodillas gimoteando cual toxicómano sin su dosis de la tarde. Le suelto tanta mierda, que hay veces en las que paro de hablar, miro mis ojos inexpresivos, y veo mi imagen alejarse y apagar la luz tras de sí.

Odio a tanta gente que me siento orgullosa de a quienes amo. Es así de simple, mi faceta de sociópata viene a ser una negación del profundo rechazo que puedo sentir de la sociedad. Siento que mi expresión cambia en la realidad, y me miro desde fuera, tras haber sido ignorada, tras haber sido engañada (algo tan común en la vida académica) y tras simplemente estar sentada sola esperando al autobús. A veces trato de buscar al yo que espera en las dársenas y tratar de adivinar su vida, y si realmente se está haciendo la interesante, y en realidad gritando por algo por lo que sentir que se le eriza la piel de puro éxtasis mental. Hay veces en la que me miro desde fuera, y pongo cara de lástima, autocompasión, porque mi mundo se basa en un edificio donde tengo tres o cuatro cosas que realmente valoro y por las que he luchado con mi vida y la daría por ellas, y todo mi palacio es un montón de estiércol secado al caluroso atardecer de las noches de verano. Al menos sé, que cuando llegue el invierno la lluvia acabará con mis arquitrabes. Al menos lo sé, aunque no haga gran cosa por evitarlo.

Debo estar pesimista hoy, porque siento precisamente esa sensación de que no merece la pena hacer lo que hago. Creando objetivos a corto plazo para sentirme bien conmigo misma “Bien, vale, he hecho lo que quería y que era claramente exigible, y ahora qué” me diré dentro de dos jodidas semanas. Ahora, querida, vuelta a empezar.

Y será entonces cuando llore cual esquizofrénica por un mundo que no me comprende y una boca que habla antes de pensar. Será entonces cuando maldiga, insulte y agreda a quien deseo estampar la cara contra la pared gritando que no soy gilipollas y que merezco respeto. Gritar que espero recibir una cantidad equivalente a lo que doy, y todo aquel que no lo aprecie será carcomido por la puta  arrogancia y el desprecio indirecto. Hay veces en las que me creo que hago algo con todo esto, y que un día se darán cuenta. Maldita ignorante.

Y si fumara, estaría fumando, del mismo modo que si necesitara la típica copita de vino americana (que dudo de su calidad dada la cantidad que tienen) después del duro día, llevaría dos botellas. Cuán cruel quiere ser mi existencia conmigo misma, y si no supone un reto me río de mi inconsistencia.


Heme aquí, cuando en realidad debería estudiar unas 15 páginas más. Un poquito más, y vuelta a empezar. Vamos, yo, que quiero verte dentro de dos semanas cogiendo el bus con esa cara de gilipollas que traes tras salir del abaratado metro. Quiero verte esa cara de imbécil que pones cuando oyes a la gente diciendo que hacen millones de cosas más que tú, y que incluso se califican de felices con su vida. Quiero verte ese cambio de expresión cuando el autobús abra las puertas y te encuentres de nuevo mirando las marcas del mechero en el plástico derretido que los canis de tu zona hacen en los asientos, con expresión completamente neutra. No la de los asientos, porque esa es sonriente por la forma del mechero, sino la tuya. De absoluta, y completa ausencia de motivación.