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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

jueves, 30 de enero de 2014

Esa carita sonriente del mechero del respaldo del autobús

Supongo que mi mente necesita comunicación cuando incrementa las visitas al compañero reflejado en el espejo del baño.

Últimamente mi mente flota más de lo exigido, y por ello debo entender que circula un poco a contra norma, como le sale de los cojones, y justo cuando la necesito se sienta en el verde prado de la imaginación y comienza a pensar en cosas que no me suscitó en meses enteros de relativa libertad académica, mientras masca un poco distraída la típica espiga de trigo.

Pienso, y las cosas se complican. Veo a mi sobrino de dos semanas y envidio su vida completamente nueva por descubrir. Un lienzo blanco sin prejuicios, sin preocupaciones, sin decisiones importantes que tomar con el riesgo de CAER estrepitosamente a largo plazo. Una caída suspendida, como una piscina sin fondo de cuyo borde te resbalaste sin siquiera darte cuenta. Porque así es la vida, no avisa la muy cerda, y cuando quieres darte cuenta estás en el puto fondo en un golpe sordo, con la imagen emborronada por el agua oscilante.

Tal vez lo borroso sea por mi miopía, o por mi propia alienación. Una alienación consciente, lo que sería una negación en toda regla. Me convenzo, como los animales domésticos, de que realmente vivir enjaulada está bien, se está seguro y no surgen las complicaciones propias de la supervivencia. Para qué, pudiendo recibir un calentito plato todas las tardes y un pequeño tap tap en la cabeza.

Me convenzo de que la vida va tal y como esperaba, de que las cosas no podrían ir mejor, y que si mi cuerpo físicamente se niega a hacer algo no es porque no me guste (¡no por favor!), sino porque soy vaga. No soy productiva, no soy eficiente y mucho menos soy un factor productivo digno de una empresa que ahorra en pérdidas innecesarias de tiempo y recursos. Soy la denominación en toda regla de lo que viene a ser una persona que nunca estará satisfecha de lo que hace.

Porque lo hace mal, porque lo hace lento, porque siempre lo podía haber hecho mejor. Soy el padre hijo puta de las películas americanas que exigía tanto al hijo que éste le mandó a la mierda y se hizo violinista callejero, o se fue en un viaje por todos los Estados a más no volver. Soy esa voz que me reprende por no estar estudiando, por no estar haciendo lo que todo el mundo debe estar haciendo en este mismo instante. Soy la angustia de la uniformidad, y no sé si viene a ser peor el hecho de que soy consciente de ello.

Me miro, y me río. Porque no queda otra, es tan sencillo. Contemplo mi ignorancia relativa, mi interés parcial y mi dedicación desconcentrada, esparcida en un montón de botes de diferentes especias y procedencias. Mi ansia por todo, mi dedicación a lo absurdo. Me propongo hacer un viaje a la montaña y me paso los días contando las judías que se colaron bajo las raídas tablas del desván. Simplemente maravilloso, cómo veo la forma tan surrealista que puedo llegar a tener de ver los días oscurecerse. Yazco inerte, inmóvil, cansada y hastiada de no hacer según yo una puta mierda decente; todo mal, lo poco que he hecho. Algunos días me consuelo diciéndole a la yo del espejo que es por culpa de la sociedad, o la educación, o los cereales con alto contenido en fibra.

También le digo que tengo algo especial, y que simplemente ahora no será el momento de que florezca de verdad. Le digo tanta mierda que creo que un día dejará el espejo de reflejar y se volverá opaco. Le suelto tanta mierda que creo que un día me caeré de rodillas gimoteando cual toxicómano sin su dosis de la tarde. Le suelto tanta mierda, que hay veces en las que paro de hablar, miro mis ojos inexpresivos, y veo mi imagen alejarse y apagar la luz tras de sí.

Odio a tanta gente que me siento orgullosa de a quienes amo. Es así de simple, mi faceta de sociópata viene a ser una negación del profundo rechazo que puedo sentir de la sociedad. Siento que mi expresión cambia en la realidad, y me miro desde fuera, tras haber sido ignorada, tras haber sido engañada (algo tan común en la vida académica) y tras simplemente estar sentada sola esperando al autobús. A veces trato de buscar al yo que espera en las dársenas y tratar de adivinar su vida, y si realmente se está haciendo la interesante, y en realidad gritando por algo por lo que sentir que se le eriza la piel de puro éxtasis mental. Hay veces en la que me miro desde fuera, y pongo cara de lástima, autocompasión, porque mi mundo se basa en un edificio donde tengo tres o cuatro cosas que realmente valoro y por las que he luchado con mi vida y la daría por ellas, y todo mi palacio es un montón de estiércol secado al caluroso atardecer de las noches de verano. Al menos sé, que cuando llegue el invierno la lluvia acabará con mis arquitrabes. Al menos lo sé, aunque no haga gran cosa por evitarlo.

Debo estar pesimista hoy, porque siento precisamente esa sensación de que no merece la pena hacer lo que hago. Creando objetivos a corto plazo para sentirme bien conmigo misma “Bien, vale, he hecho lo que quería y que era claramente exigible, y ahora qué” me diré dentro de dos jodidas semanas. Ahora, querida, vuelta a empezar.

Y será entonces cuando llore cual esquizofrénica por un mundo que no me comprende y una boca que habla antes de pensar. Será entonces cuando maldiga, insulte y agreda a quien deseo estampar la cara contra la pared gritando que no soy gilipollas y que merezco respeto. Gritar que espero recibir una cantidad equivalente a lo que doy, y todo aquel que no lo aprecie será carcomido por la puta  arrogancia y el desprecio indirecto. Hay veces en las que me creo que hago algo con todo esto, y que un día se darán cuenta. Maldita ignorante.

Y si fumara, estaría fumando, del mismo modo que si necesitara la típica copita de vino americana (que dudo de su calidad dada la cantidad que tienen) después del duro día, llevaría dos botellas. Cuán cruel quiere ser mi existencia conmigo misma, y si no supone un reto me río de mi inconsistencia.


Heme aquí, cuando en realidad debería estudiar unas 15 páginas más. Un poquito más, y vuelta a empezar. Vamos, yo, que quiero verte dentro de dos semanas cogiendo el bus con esa cara de gilipollas que traes tras salir del abaratado metro. Quiero verte esa cara de imbécil que pones cuando oyes a la gente diciendo que hacen millones de cosas más que tú, y que incluso se califican de felices con su vida. Quiero verte ese cambio de expresión cuando el autobús abra las puertas y te encuentres de nuevo mirando las marcas del mechero en el plástico derretido que los canis de tu zona hacen en los asientos, con expresión completamente neutra. No la de los asientos, porque esa es sonriente por la forma del mechero, sino la tuya. De absoluta, y completa ausencia de motivación.