Cuando
pensé que habían pasado tantos años que su propio peso había depositado una
gruesa capa de cemento sobre mis recuerdos, de pronto vino un “Seguro que le
hubiera encantado conocer todo esto que estoy viendo”. Así, de repente, una
bofetada fría e inesperada que me llegó al puto corazón, estrujándolo. Los ojos
se me cubrieron de lágrimas con el sólo pensamiento, una suave voz que me
sugirió la situación tan entrañable que hubiera vivido con ella. Me falta el
aire, siento que he perdido cualquier forma de vivir que no sea bajo la sombra
de su recuerdo, y eso me mata. El dolor no disminuye, se esconde, se va a
dormir un tiempo, pero nada garantiza que una cruda mañana de café y cigarro, o
una noche a la luz de una lámpara arropado por una melodía de piano, se acerque
y te abrace, se introduzca en cada uno de tus poros y llegue hasta lo más
profundo de tu ser, arrasando con toda aquella esperanza de que algo fuera a
cambiar.
He
cambiado, sí, porque no ha habido otra forma de seguir. Porque no puedo salir a
la calle y no confundir el pelo ondeante de una chica que pasa con prisa con el
suave movimiento de cabeza que hacías cuando te inclinabas hacia atrás en una ruda
e íntima carcajada. Porque no puedo poner una cafetera sin sacar dos tazas,
porque el pulso no me deja de temblar cada vez que las cortinas simulan por un
breve instante tu silueta sentada ante la ventana. Nada ha desaparecido, la
vida sigue igual, y hago todo lo posible por no caer presa del pánico que me
abruma cada vez que ansío tu vuelta, así que cubro todas mis puñeteras
emociones con una gran capa de conformismo.
Cuando
uno se enamora, se siente como un arma de doble filo: de un lado, la euforia de
poder compartir tu vida con alguien, confesar cada una de tus viles manías y
recónditos secretos, poder ser tú mismo sin importarte qué piense en qué
momento si no es bajo el sentimiento general del cariño y deseo. De otro lado,
el temor a que todo aquello que has dado haya sido un error, y te encuentres
solo, desnudo y sin uno de tus secretos a salvo, con un pedacito menos de vida
en manos de otra persona, que se lo llevará a su otro amor y lo integrará en su
pasado. Sólo un necio se preocupa de aquello que no puede controlar, y aun así uno
no puede evitar pensar en esas situaciones en esos momentos en los que cada uno
parece de un planeta.
Supongo
que ese es el precio de abandonar la razón y abrazar tus deseos más puros,
conseguir aquello que anhelas y permanecer ahí, durante el mayor tiempo posible.
Ser tú mismo durante unos gloriosos años hasta que una fuerza fortuita se lo
lleva todo, te da una paliza y te quedas desnudo en la calle sin nada ni nadie
a quien aferrarse. Qué fácil es decir “levántate”, pensar que hay otra oportunidad
que merezca la pena, y obviar el camino más tentador que es el de la soledad
teñida de rencor y resentimiento. Renegar de la humanidad y fiarse de uno
mismo, cuando la mente no está obnubilada con anestésicos varios. Confiar en
que únicamente de esta manera no volveremos a sufrir, y permanecer el resto de
nuestras vidas imaginándonos aquello que nunca estuvo pensado para nosotros.