En casa de mi abuelo todas las reglas que puedan haberse
creado entre los comensales a lo largo de su histórica tradición, son nulas. En
su casa, las reglas son dogmáticas, simples, y lo más importante, son suyas.
Las judías se comen solas. Todos permanecemos en silencio
mientras masticamos y sorbemos de forma armoniosa, procurando armar el menor
ruido posible, que se camufle con el graznido
repiqueteante de la radio y el zumbido del frigorífico procedente de la cocina.
Yo miro mi plato, la cabeza siempre gacha. Mi abuelo preside la mesa, y al
comienzo de la comida es él quien juzga la calidad de la misma con el primer
bocado. Nunca está perfecta, siempre le falta sal o ha sido demasiada. El resto
nunca dirá nada al respecto.
Hago demasiado ruido con los cubiertos. Cuando los dejo en
el plato, chocan ruidosamente contra la vajilla haciéndome estremecer mi propio
estruendo. Mi madre levanta la vista, severa, mientras avergonzado agacho aún
más la cabeza hasta rozarme el pecho con la barbilla y las judías se vuelven
enormes a mi parecer. Me siento avergonzado por mis pesadas manos, por lo
sucias que tengo las uñas de haber intentado cazar ranas durante toda la mañana
en el río que hay a un par de kilómetros de la casa, y por lo incompetente que
llego a ser al no poder ser capaz de coger los cubiertos como un hombre. Y todos
continuamos comiendo.
La radio farfulla propaganda política de la guerra. De vez
en cuando, mi estólido abuelo gruñe algún que otro sonido reprobatorio y el
resto responde con aquiescencia. Pienso que el silencio de mi padre es por puro
respeto, y sueño con que un día le espete que todo lo que está viviendo el país
es por culpa de gente toscamente engañada como él, por ser víctimas de un
auténtico juego de borregos. Sueño, porque la comida nunca trasciende más allá
de alguna interrogativa directa sobre si le pasan la sal o si le acercan una
servilleta. Y poco a poco, con los días todo trasciende a algo mucho mayor.
Los bosques que hay cerca de mi casa ya no son tan
tranquilos. Las grandes superficies de hierba ahora
están surcadas por enormes
huellas de neumáticos de los automóviles de los militares. Las ranas ya no
salen a croar por la mañana, y de nada sirve que controle cada uno de mis pasos
para hacer el menor ruido al pisar las plantas cerca de la rivera. Cuando llevo
más de media hora agazapado entre un montón de juncos, justo cuando las ranas
asoman la cabeza de nuevo, algún que otro camión cargado de gente me vuelve a
espantar a todas mis futuras compañeras de verano. Ya ni me acuerdo del tacto
de esa superficie gelatinosa que conforma su piel anfibia, ni esa forma tan
alterada de mover su cuerpo al producir oxígeno. Ahora las nubes quedan
oscurecidas por el turbio humo que sueltan los tubos de escape de la dictadura.
Ahora el mundo se echa a dormir durante la opresión.
Como niño, mis preguntas son bastante simples. Por qué un
día un grupo de señores quisieron hacerse con el poder a costa del resto del
país. Por qué nosotros, simples habitantes de un pueblo alejado del mundo,
tenemos que sufrir sus consecuencias. Por qué cada vez que vamos a casa de mis
abuelos nos paran un millón de controles y miran a los asientos de atrás y al
maletero con desconfianza. Por qué no me dejan tener unos días a una rana en un
bote con un par de moscas y unos agujeritos en la tapa si luego la voy a soltar
de nuevo en el río. Por qué mi madre ya no sonríe, y mi padre no hace más que
leer el periódico y decirme cosas como que sentía que viviera en este mundo tan
triste. Y por qué tengo la sensación de que todo esto no es más que el
principio de un absoluto caos injustificado.
El viejo puente del pueblo que da a la parte derruida de los
antiguos edificios abandonados apenas lo transitamos un par de niños aburridos
después de comer, y todos nos sentamos a formularnos estas preguntas los unos a
los otros esperando que los padres de alguno las hayan respondido, que la radio
haya dicho algo más que esas frases repetitivas, o que los periódicos ofrezcan
algo que podamos entender. Seguimos jugando hasta caer muertos del cansancio y de
la risa, pero tenemos que irnos antes de que caiga el sol. Las noches de verano
ahora las transito en mi cama mirando por la ventana cómo los gatos empiezan su
jornada habitual. Otras noches he conseguido hacerme con el periódico de encima
de la mesa del comedor e intento aplicar mis pocos conocimientos de lectura
sobre los titulares encima de las fotos en blanco y negro, pero no entiendo
absolutamente nada y todo es confusión en un mar de tinta. Es inútil tratar de
entender cuando nadie quiere que lo concibas. Supongo que lo hacen por
protegerme, por tratar de no preocuparme acerca de todo esto que parece ir tan
mal.
Los días pasan y se vuelven más grises, y las comidas en la
casa de mis abuelos siguen siempre las mismas reglas. Ahora hay menos judías, y
la radio está más alta que otras veces. Todos se miran los unos a los otros
inquietos, mientras yo miro a mi plato empecinado en sacar algo más de las
grecas dibujadas en la vajilla aparte de unas flores en patrón. Porque en casa
de mi abuelo no puedo mirar a nadie ni hacer ruido con los cubiertos. Porque hasta
que no sea un chico mayor, las cosas no serán de otra forma.
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