Siempre te imaginé como un alma inquieta, en busca de
alguien al que fuiste diseñando con pequeños detalles de tu vida. Alguien que
supiera hacer un buen café, que consiguiera abarcarte solamente con sus brazos.
Su voz tenía que ser grave, no demasiado, en la tonalidad perfecta. Unos ojos
oscuros, una piel de doble filo. Un alma fuerte y valiente pero que dejara un
hueco lo suficientemente grande en su corazón como para estar cómodamente entre
sus paredes. Pequeños aspectos que te condicionarían como alguien que busca a
ese ser especial.
Me gusta la forma en la que me miraste la primera vez que te
hablé. Siempre tratas de desvelar lo más puro de mi alma, mi vida resumida en
un par de muecas y expresiones. Tus manos fluyen, delicadas, exultantes,
escondidas tras horas pasando páginas. Las palabras salen solas a tu lado, sólo
quiero estar unos minutos más, y que se pare el tiempo, y que nunca dejes de
hablar.
Las calles abarrotadas de la ciudad me devuelven a mis
pensamientos, al frío asfalto de noviembre encapotado por el anonimato. Ignoro quién
eres, dónde te escondes, tu nombre, tu dirección o siquiera el color de tu
pelo. Sólo sé que existes, y que tras el millón de mujeres que habré de conocer
en esta vida, tú aparecerás de repente, cuando no lo pida ni lo requiera, justo
cuando pueda vivir sin ti. Y será entonces, cuando lo deje todo como un
estúpido y convide mi entera existencia a tu servicio. Como el romancero de
antes, como aquella vida alocada entre los balcones.
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