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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

martes, 28 de agosto de 2012

Gafas redondas

En aquellos viajes eternos en el coche, de vez en cuando nos caía un aguacero en medio del trayecto, de vuelta a casa. Durante horas, las gotas se encaramaban al cristal, resistiendo al fuerte viendo en su contra. Hacían movimientos extraños, largas transacciones diagonales, mientras lentamente disminuían en tamaño, consumiéndose a su paso. En aquella época, cuando mi mente apenas trascendía de la realidad, vi el concepto de la consumición.

Quisiera volver a esa época, y verme desde fuera. Ver a la pequeña niña de gafas redondas y silenciosa, expectante. El mundo creía que le escuchaba, pero simplemente no tenía nada que decir. Me gustaría verla, a ver qué pensaría si la conociera como una extraña. Nunca añadía mucho a las conversaciones, parecía estar en otro mundo.

En qué momento empecé a buscarle sentido a la vida. Tal vez en una de esas mañanas en el chalé de mis abuelos a las afueras, en la que me desperté y no vi motivo por el que levantarme. Miles de vidas posibles, ninguna que me interesara. Simplemente no quería levantarme.

Hoy sigo buscando, sigo atravesando mi mirada entre las gotas de la lluvia. Sigo pisando charcos mojados, sigo suspirando cuando las gotas acarician mi cara. Me gustan los abrigos negros, largos y pesados, húmedos y exhaustos. Me gusta el calor del parqué, las pisadas desnudas y tímidas a altas horas de la madrugada. Me gustan las tazas humeantes, los domingos anónimos con una pantalla en blanco delante de mí. Me gustan los calcetines mullidos, el cobijo bajo la manta. Me gusta mi piel pálida, mis ojos abiertos en libertad bajo el cielo encapotado. Me gusta un beso robado, una caricia inesperada. Me gusta el aliento entrecortado por la mejor sensación del universo. Me gusta, simplemente, vivir.

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