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Esperar en un mundo que no trasciende de una puerta de mierda

lunes, 17 de septiembre de 2012

Parece que llueve, pero sólo es el cielo riéndose de mi vida

Aquella mañana el cielo se despertó con una pequeña neblina en sus ojos, y por mucho que parpadeara no podía escudriñar la mirada más allá de sus manos y sus pies. La ventana dejaba traslucir una luz indirecta, aturdida, empañada por la propia atmósfera de noviembre.

Estaba sentado en mi silla, como siempre. Mi mirada ausente y mi cigarro en la mano, oscilando, pequeños círculos trazados por el humo. Oí pisadas desnudas en la madera, ni siquiera me volví a verla. Sabía que siempre venía cuando estaba solo.

Su vestido de seda, dios, qué tacto, qué sonido producía con esa leve fricción, qué alegoría tan jodidamente etérea. Su pelo, su pelo era un maldito bosque tras la lluvia, una sensación tan reconfortante como haber corrido miles de kilómetros en absoluta libertad. La piel de fuego, el corazón a punto de estallar en mil pedazos. Cada movimiento era una oda a la perfección, una estrategia perfectamente calculada para condenarme al dolor eterno en su ausencia. A veces pienso en ella como un monstruo, una ególatra que no pensó en nadie el día que se quitó la vida, el día que vio que su juventud no era para siempre. Yo la veía incluso más guapa por las mañanas, su piel nunca envejeció a mis ojos. Enamorado, condenado a la autodestrucción.

Odiaba que fumara por las mañanas, que lo primero que oliese al venir al salón fuera mi tabaco barato. Le gustaba que la acariciara como si en cualquier momento pudiera desvanecerse, que mis labios recorrieran su cuerpo como un niño recorre el pueblo donde se crió, las calles de sus amigos, la casa de su infancia. Como si hubiera nacido para vivir entre sus brazos, bajo su mirada, bajo mi admiración. Condenado, sentenciado a mi fin sin ella.

Recuerdo la primera vez que oí su risa. Ojalá pudiera describirla tal y como fue, pero tan sólo puedo aproximarme como pudo  hacerlo Ícaro al sol. Estaba tan cerca, tan cerca de morir con una puta sonrisa… pero tuvo que hacerme esto, tuvo que clavarme el puñal para nunca ser capaz de sacármelo, para nunca volver a respirar, ni derramar una lágrima, ni siquiera poder pronunciar su nombre. Tan sólo existir, ver cómo me consumo y me hago viejo mientras contemplo su imagen imperturbable, su piel perfecta y sus ojos ardientes, sólo para mí. Fuiste mía, y se derritieron mis alas.

El resto ya se sabe, caí y volví al mundo de los mortales, volví a quedarme sin palabras, sin talento, sin vida. Busco en las calles su nombre entre los balcones, entre las farolas solitarias, entre los árboles susurrantes y las puertas desvencijadas. Aún no he cambiado la condenada puerta, cada vez que desafina sueño que es ella volviendo de comprar un gran ramo de flores, una maceta de una planta extravagante. Tan sólo es el viento, tan sólo es mi vida colándose por el alféizar, quedando suspendida en lo alto de un ático. Odio los áticos, odio las puertas que chirrían, odio tener que regar las plantas. Tan sólo lo hago por sentir que me está viendo sonriendo desde algún resquicio de mi soledad.

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