De qué será esta vez, sino de la propia historia. Si bien
considero un buen dogma para no llevarme decepciones cada vez que leo un
periódico, es que el hombre cae estrepitosamente cuando ve que alguien le está
mirando mientras hace las cosas bien. Por aquel entonces, el Renacimiento nos
colocó en la gloria de la humanidad, por supuesto tras un velo de pobreza marginal…
pero las artes eran tan bellas que el sólo hecho de haber podido convivir con
semejantes obras de arte hace que mire mi cómoda existencia con desprecio.
Desprecio, vergüenza. Por conformarme con lo que tengo, por
permanecer sentado en el sofá. Por no salir a la calle y gritar a los cuatro
vientos que lo único que hacemos es equivocarnos con cada medida que decimos, nos acerca un paso más al bienestar. Que criamos monstruos consentidos,
chavales que la arrogancia es digna de ser arrojada a un acantilado con su
incultura. La ignorancia del que no quiere aprender, la que más duele. La que
me consume, por impotencia y falta de entusiasmo. Los días brillan, pero mis
ojos se apagaron hace tantos años que ya la inercia tejió una espesa telaraña
entre estos y la realidad. No quiero ver más, no quiero volver a subir a un
autobús y que den patadas a dos mil años de historia. No quiero ver cómo violan
al progreso por la esquina de una calle oscura, ni cómo el inconformismo es
maquillado como una puta tras las absurdas palabras de rebeldía y violencia. El
hombre se tropieza, pero del mismo modo es incapaz de levantarse porque cada
día es más tonto y se olvida de cómo hacer las cosas que le enseñaron.
Su culpa entera no es, de hecho, fue el exceso de cultura la
que nos abocó al abismo. La cultura de pocos, la de los manipuladores. Aquellos
que cogieron las riendas de la sociedad y la dirigieron hasta los límites de la
estupidez. El fenómeno de masas guiado por la magia de las palabras, la
manipulación de datos hasta parecer que todo simplemente fue creado así. “La guerra es paz, la libertad es la esclavitud,
la ignorancia es la fuerza”. Todos acabaremos despertándonos en un anónimo
cubículo recibiendo órdenes de un absurdo dictador. Absurdo, porque nosotros
mismos le abrimos la puerta, le quitamos el abrigo y le ofrecimos un té, o una
copa. Le sentamos en nuestro sofá preferido, le dimos nuestra manta de los
domingos por la tarde. Bebió de nuestro vaso, se puso nuestra ropa. Como si fuera
nuestro jodido invitado, como si fuéramos autistas que nos entretienen con un
juguete brillante mientras los mayores hablan de cosas importantes. Como si
fuéramos poco a poco decreciendo hasta volver a la nada, antes incluso de
nacer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario